viernes, 29 de junio de 2018

Mujeres_al_Lente - Marie Hennechart

Marie Hennechart
Fotógrafa Francesa, se dedica a la fotografía de viajes hace mas de 20 años.  Su trabajo es increíble y ambicioso, y aunque toca diversas temáticas en sus viajes su estilo sigue siendo consistente e identificable en cada fotografía. 
Con gran cantidad de publicaciones Marie trabaja  algunas de las revistas y casas de edición más prestigiosas del mundo: Condé Nast Traveler, revista W, Travel & Leisure, Food & Wine, The Wall Street Journal Mag, Casa Brutus, entre otras.









Más de su trabajo:  https://www.mariehennechartphotography.com/




miércoles, 27 de junio de 2018

Lina Meruane // Cuentos

Lina Meruane  es una escritora y docente chilena.​ Su obra, escrita en español, ha sido traducida al inglés, italiano, portugués, alemán y francés. Ganadora de varias becas y varios premios es reconocida por sus cuentos y novelas, también escribe relatos, ensayos y crónicas. Fue fundadora y directora del sello independiente Brutas Editoras, que editó libros desde Santiago de Chile y Manhattan. Actualmente dicta clases de literatura y culturas latinoamericanas, así como de escritura creativa en la Universidad de Nueva York.



Cuentos

Cuerpos de papel


Sólo he leído
el obituario de mi muerte.
RITA COSTAGLIOLA


Lo escucho caer pesadamente sobre la escalinata que da a la puerta; resbala desmembrándose sobre el cemento. Cada madrugada me despierta, y tras ese violento sonido que anuncia la llegada de las noticias no puedo volver a dormirme. Me atormenta pensar que algún intruso abrirá la reja silenciosamente y hurtará el periódico matinal; que algún vendedor de la feria podría interesarse en llevar los cuerpos de papel para envolver pescado, mariscos, para secar la sangre derramada de la carnicería ocasional de los jueves. Para envolver perfumadas manzanas amarillas, y puerros, cebollas, papas. Y huevos. Pienso en todo eso, pero pronto dejo escurrir toda inquietud. Estiro mis piernas bajo la sábana; las puntas de mis pies están frías. Mis manos se han combado en la temperatura de estas madrugadas, en las que peino mi negra cabellera. Algunas canas se enredan en la trama de la peineta, pelos gruesos, ásperos, que crecen esquivando mis meticulosos dedos de pinza. Pero atrapo una, desteñida, y la arranco desde la raíz. La anudo junto a otras canas y extiendo el mechón sobre mi catre esperando la claridad de la mañana.


Hace horas que el sol ilumina la persiana cerrada de mi cuarto. La peineta se desliza ahora sin dificultad y mis dedos no hallan hebras indeseables; terminada la labor me precipito escaleras abajo. Abro la puerta, mi vista recorre el suelo. El periódico está ahí, con sus nefastos titulares, con sus obituarios de tinta impresos dentro de las sábanas de papel. Lo levanto, aliviada; lo enrollo bajo el brazo y siento el aire apenas tibio entre mis piernas; me lo llevo a la cocina, lo desdoblo y apilo sobre los demás. Hoy es jueves. Dentro del canasto hay exactamente siete ediciones amarillentas con sus suplementos ocasionales. Doy cuerda al reloj de mi abuelo, es temprano; faltan tantas horas para la medianoche, pienso, y me meto en la cama a esperar. Y mientras espero, busco canas entre mi cabello; y mientras tiro de ellas, el tiempo se entorpece en los dientes de la peineta.

Ahora, en silencio, puedo escuchar las ruedas del viejo carretón arrastrándose por encima del pavimento. Detienen el avance y mi pulso se acelera. Bajo la escala, de dos en dos. Me quedo tras la puerta, anticipándome al sonido de la reja que se abre. Antes de que él se empine a tocar el timbre y pueda despertar a mis vecinos de sueño ligero, descorro el picaporte.
..... -Buenas noches.

..... Mi trato es formal. El suyo también lo es: no contesta. Repite la venia de cada jueves, con su sombrero raído entre las manos, a la altura del ombligo. Y espera a que le indique el camino que conoce.
..... -Después de usted -le digo, solemne otra vez.
..... Sube hasta la cocina, espera que entre yo y cierra la puerta. Como de costumbre, alcanzo el interruptor con la mano, enciendo la ampolleta y veo cómo se le iluminan sus pequeños ojos turbios de ratón. Se agacha a contar los diarios. Me arrimo a su lado y siento su olor agrio, a vino y a sudor. Agacha la cabeza, apoya su nariz de delgadas venas rojas sobre la pila de papeles. Respira hondo, intentando retener su aroma. Yo acaricio el borde de su cuello transpirado; me río, tontamente, y retiro mis dedos. Él no parece darle importancia, su nariz permanece inmutable sobre el cúmulo de papel. Le tomo la mano Es áspera y pequeña. Acerco su palma a mi mejilla, pero él tiene la vista fija en un título, en alguna foto. Fuerzo sus dedos en el escote de mi camisón y su caricia me raspa. Me raspa y yo me muerdo la lengua y cierro los ojos, y los abro para verlo inclinar la cabeza sin dejar de mirarme con su pupila desviada; se tuerce entero y sonríe tímidamente. Su boca tiene varios dientes de menos, sus labios son delgados y secos como pellejo de animal muerto. Comienza a reír estrepitosamente cuando sirvo dos vasos plásticos de tinto. Me sigue hasta mi pieza.


Renato tiene las mejillas estragadas y ligeramente violeta en el borde de las patillas. Lo miro en el espejo, su frente está cruzada de arrugas profundas. Renato está de pie detrás de mí. Sus manos, engrifadas por los años al mando del carretón, son torpes con la peineta. Toca mi pelo, luego toca el suyo -cano, grueso, raleando sobre su cráneo- y vuelve al mío. Al concluir, veo que se inclina a recoger las hebras que se han desprendido de mi maciza cabellera. Quita las que han quedado adheridas entre los dientes del peine. Entonces me levanto, abro las sábanas y busco, como una ciega, el mechón de canas que le he guardado. Él suma todas las hebras y las mete en el bolsillo de su chaquetón. Toma el nudo de la pita con la que ha amarrado los diarios y los levanta. Lo escucho bajar las escaleras, cerrar la puerta de golpe.

Despierto. La orquesta invernal toca sobre el techo. Me levanto, me enredo en las sábanas y tropiezo. Las rodillas se me enfrían sobre el suelo, las palmas me duelen. Me arrastro como una borracha hasta la cama. Me cubro. Tiemblo. Tomo la peineta y mientras desenredo mi pelo, escucho el diario caer sobre el cemento, envuelto en plástico. Imagino cómo salpica agua en el impacto, cómo resbala suavemente en la lluvia hasta golpear la puerta. No espero el amanecer para ir a buscarlo, si se empapa tardaría demasiado en secarse. Cuido de no resbalar en el piso húmedo. La tranca, el pisaporte. El aguacero por todas artes. La bolsa con el papel dentro ha caído en un charco y escurre cuando la levanto. Abro el nudo para sacar los cuerpos, todavía tibios, oliendo a tinta. Pienso en la boca abierta, desdentada de Renato. Es lunes, la fecha exacta se lee encima del titular, centrada sobre la foto con una pareja de siameses recién separados. Es lunes hoy; ésa es toda la información que me interesa.

Días, noches largas en que nada parece suceder hasta la madrugada. A veces despierto horas antes del golpe periódico y al encender la lámpara de la mesa de noche encuentro las sábanas cubiertas de pelo sedoso y negro. La claridad del día demora en llegar, y a tientas voy buscando el extremo de cada hebra que anudo junto a las demás y que guardo entre mi ropa interior. Me perfumo con agua de colonia. Es medianoche ya. Los minutos se pisan los talones, me tiendo sobre la cama con la mano entre las piernas e imagino qué puede haberle sucedido. Cierro los ojos y lo veo en la barra con una caña. Lo veo tendido en la esquina, sobre uno de los fardos de apio de la feria. Lo veo resbalándose en cajas de huevos. Lo veo tapado con cartones y hojas sueltas de tabloide, dormido dentro del carretón, a pocos metros de esta casa. Me asomo por la ventana y la brisa ya no levanta mis pesados, mis oscuros pezones. La noche no tiene luna, no brillan las estrellas. No hay siluetas dibujadas sobre el pavimento. Irrumpo en la cocina: entre el refrigerador y el cajón de la basura reposan los periódicos que Renato debe venir a buscar. Doy cuerda a la hora y aprovecho de mirar las siniestras manecillas detenidas en mi muñeca. Tomo el diario para cerciorarme de la fecha. Tomo un cabello, lo tiro y me pregunto si faltará Renato precisamente hoy, que es jueves.

Una hora transcurre. He enrollado varias canas en la punta de mis dedos, ahorcándolos, pero él no ha aparecido. Entonces aguzo mi oído y escucho las ruedas avanzando sobre la calle. Descorcho la botella, tomo un sorbo que calienta mi estómago, apuro el trago y me levanto. Abro la puerta, una sonrisa se tambalea en mi rostro. Le muestro el vaso pero Renato no alza su cabeza. Se va acercando, lentamente. Se detiene, suspira como burro carguero. Me parece aún más pequeño que de costumbre esta noche, aplastado por las sombras de los árboles. Me siento en el escalón frío, muerdo entre los labios un mechón de pelo. Cuando Renato al fin se acerca y cruza la reja, separo mis piernas dobladas, cubiertas de vello, y me levanto el camisón. No me mira. La mano le tiembla. No decimos nada, no nos tocamos siquiera. Sube, deteniéndose a cada paso. Yo le ofrezco uno de tinto. Me muestra la oquedad de su boca pestilente, cierra los ojos y comienza a amarrar los papeles con una cuerda. Tomo la botella del gollete y entro a mi cuarto. Renato me sigue. Esta vez no me siento en la silla ni espero que me escobille el pelo, que huela el perfume de mi escote. Tomo los mechones que he ido recolectando, los enrollo y los pongo delicadamente en ese único bolsillo cosido de su chaquetón. Suavemente deslizo mis manos por las solapas, le voy quitando el abrigo y siento su cuerpo escuálido debajo de la camisa. Renato mira el suelo, y la botella que he dejado sobre la alfombra. Cierro los ojos y abro los botones de mi blusa mientras su dedo tembloroso persigue el comienzo de una cana perdida en las sábanas revueltas.

Después de recoger el diario, esta madrugada, vuelvo a la cama con un vaso de vino. Es la última botella. Renato se ha llevado las demás junto con los diarios, los cartones y mi camisa de dormir; también un par de aretes plásticos. Y macizos mechones de mi cabello encanecido. Sigo escobillándome durante horas, interrumpiendo esta delicada labor sólo para tomar otro sorbo, o para untar en el vino un trozo de pan viejo. Hace tanto que no entra aire de la calle por la ventana. Los días pasan imperceptiblemente, marcados por el diario que el repartidor arroja, por inexplicables motivos, en mi patio delantero. ¿Lunes? ¿Domingo? ¿Sábado? La cama aún huele a él, a su vómito. ¿Martes, miercoles? Han llegado algunas cartas, cuentas que no pagaré. El agua apenas escurre por la boca abierta del grifo. Me he acostumbrado a la luz que se cuela entre los listones de las persianas bajas.

Renato tarda, hace semanas que se atrasa. Imagino que hoy llegará de mañana, cuando mi reloj se haya detenido. Tembloroso, pálido. Hediondo a alcohol. Lo acostaré en mi cama y le serviré algo para tomar. Amarraré los diarios para él y, antes de que balbucee sobre la imperiosa necesidad de llevárselos en su viejo carretón para cambiarlos por dinero, desnudaré su cuerpo enjuto, bordado de costillas y de pelos, e insistiré con mis labios alrededor de su pene blando mientras me masturbo. Cierro los ojos y escucho el timbre antes que las ruedas del carretón. Me sorprende, es exactamente medianoche. Renato vuelve a a ser puntual. Tomo la peineta y veo que mis manos tienen una suave tonalidad amarillenta. Odeno las escasas hebras de cabello negro sobre mi cráneo. El resto son canas. Me raspo el cuero cabelludo en el apuro; sangra la piel. Bajo lentamente, descalza, con el vaso ya vacío en la mano. Retiro la lengua del picaporte. Tiemblo. Sólo veo su cuerpo en el contraluz de la luna. Esta vez no lleva sombrero, no trae encima su chaquetón.
..... -Renato -le digo-, lo esperaba. Pase.

..... Abrazo su cuerpo, pero algo en él ha cambiado. Su altura, lo robusto que está, su postura vigorosa. A su lado me siento repentinamente, demasiado frágil, pronta a desmoronarme como una estatua de arena humedecida, alcoholizada. Acaricio su cabeza y mi palma resbala sobre su pelo, sobre su curiosamente larga pelambrera.
.....-¿Renato, es...? -susurro emborrachada de extrañeza. Intento reconocer sus labios en la romántica oscuridad. Su boca se resiste, como siempre, hasta que cede-. Renato...
..... Y contesta, algo dice. Hace tanto que no lo escuchaba hablar, me digo sin emitir una palabra. No recuerdo la última vez, si acaso la hubo. ¿Hubo acaso alguna conversación?, me pregunto súbitamente exhausta. Pero no lo sé, no lo recuerdo. Y me peino con los dedos, y me mojo los labios mientras veo su boca gesticulando, y veo dientes, y su cabeza subre y baja agitando una frondosa cabellera entrecana, arrojándome el mensaje, que hace siete días, que lo encontraron muerto, que ella es, que ella... La voz de la mujer irrumpe hecha pánico en la torpeza de mis oídos.
... ..- He venido por los diarios de la semana -me parece que dice-, por los cuerpos de papel. ¿Los tiene, se los guardó para mí? -Sus palabras se astillan contra el pavimento. Alza entonces la mano hacia mi cabellera, escoge una de mis canas y la tira suavemente, como Renato.
..... -Y tendrá un vaso también -dice, dejándose llevar por mi mano-, un tintito que me convide.


***

Hojas de afeitar


Era lo que hacían ellos sobre sus rostros, con espuma, con una gruesa brocha de cerdas suaves, y mirándose atentamente al espejo para no cortarse. Pero también nosotras nos mirábamos en el tembloroso espejo del asombro, rasurándonos, las unas a las otras, durante el primer recreo de los lunes y el último de los jueves. Esperábamos a que se sintiera la aspereza sobre la piel para recomenzar el lento ritual que nos desnudaba de ese vello rasposo. No dejábamos ni un rastro de jabón en las axilas; y era tan excitante hacerlo, cada vez más intensa la emoción, que pronto fuimos extendiendo el filo de la gillette por los brazos, por las pantorrillas y los muslos. Nos afeitábamos puntualmente, tan en punto como las llegadas por la mañana a la reja de fierro coronada de puntas; exactas como el timbre que tocaba sin dulzura el dedo duro e insistente de la inspectora. Rasurar era un procedimiento tan matemático como el de copiarnos durante los exámenes de álgebra; las ecuaciones iban siendo resueltas y repetidas en un sonoro cuchicheo a oídos sordos de la vieja de ciencias. Pero no todas nuestras maestras eran tan ancianas ni oían tan mal. Había que proceder siempre entre señas y susurros, guardar para nosotras el secreto.
Nuestros cuerpos iban hinchándose de a poco, llenándose de bultos sorprendentes. Simultáneamente nos crecieron las tetas, se levantaron nuestros pezones con pelos alrededor que también eliminábamos con esmero. El pubis se nos había vuelto una madeja oscura que derramaba sangre, sin aviso, sincronizadamente; esa sangre tenía un resabio metálico que nos excitaba, como el murmullo de nuestras voces roncas, como ese laberinto que íbamos penetrando apasionadamente. Con entusiasmo solíamos empezar la tarea por el pelillo que se asomaba sobre los dedos de los pies; la gillette subía por los empeines desnudos como un acerado calcetín, deslizándose por los muslos como una panty, dejando un surco de piel pálida entre el espumoso jabón del baño; la filosa caricia se arrastraba por la ingle y luego descendía fría desde el ombligo hacia abajo, y por debajo del elástico, de la tela suave del calzón que por fin quitábamos, y separa las piernas, abre un poco más, idiota, quédate quieta, y nos entraba la risa al descubrir la lengua asomándose por el pubis, la carcajada nerviosa que nos hacía temblar espiando el beso que imprimía en los labios la hoja de afeitar.
Una de nosotras se quedaba vigilando la entrada del baño, esa puerta negra al final de un largo corredor, tras la espinosa rosaleda. La vigilante cubría nuestro murmullo cantando en voz alta nuestro himno a la reina de Inglaterra, lo repetía en una letanía hasta que veía a la inspectora en el fondo del pasillo, y entonces entonaba la canción nacional, para avisarnos, para distraer a la delgada inspectora que hinchaba el pecho al escuchar esa arenga patriótica, que deformaba hacia delante los labios haciendo más visible la oscura línea de vello que alguna vez, soñábamos, afeitaríamos a la fuerza, y entonces, buenos días señorita decía nuestra cómplice mientras nosotras, ahí dentro, ocultábamos las hojas de afeitar, y buenos días hija, contestaba la sargenta, pero no se interrumpa, siga cantando, le recomendaba, y permanecía ahí un momento más, con los ojos cerrados, disfrutando. La inspectora se iba como un sereno caminando dormido en su ronda; el peligro siempre pasaba de largo y nosotras nos bajábamos del retrete, recuperábamos las hojas escondidas y entibiadas dentro de los calzones, nos levantábamos otra vez el jumper y continuábamos rapándonos, las unas a las otras. Detrás, los muros de azulejos blancos.
Tampoco las demás compañeras sospechaban, o quizá sí, pero disimulando. Nunca ninguna se nos acercó; ninguna osó aventurarse por nuestro baño. Era como si percibieran que ese territorio estaba marcado, cercado; como si de nuestras miradas emanara una sucia advertencia. Las dejábamos admirar de reojo nuestra evidente superioridad física, nuestras rodillas lustrosas y los calcetines a media pierna; observaban de lejos el modo obsesivo en que nosotras, en la esquina del patio de cemento, pelábamos membrillos. Porque eso hacíamos cuando no estábamos en el baño, pelar y pelar membrillos con nuestras pequeñas navajas de acero. Ejercitábamos nuestra habilidad manual despellejando esa fruta ácida, competíamos por lograr la monda más larga sin que se partiera, pero el grueso y opaco rizo que íbamos sacándole siempre se rompía. Nos consolábamos de ese fracaso lamiendo la pulpa que nos dejaba la lengua áspera y reíamos a carcajadas. Todavía nos estábamos riendo cuando sonaba el timbre y debíamos doblar la hoja metálica para regresar a clases. Guardábamos también las cáscaras rotas en una bolsa plástica, era un precioso desinfectante para las accidentales incisiones.
Era miércoles y ya estábamos inquietas. Sentadas en la última fila, en línea, nos rascábamos mutuamente. Qué picor cuando empezaba a salir el pelo, y desde que nos afeitábamos cada vez salía más, y más grueso. Nos dejábamos marcas blancas sobre la piel con las uñas, pero evitando hacer ninguna mueca de gusto o de dolor, sin dejar un instante de fijar los ojos en el pizarrón donde la vieja de castellano explicaba las cláusulas subordinadas. Teníamos hojas nuevas y todavía quedaban quince minutos para el recreo, pero faltaba un día entero para el jueves. La impaciencia por regresar al baño empezaba a debilitarnos: se nos había ido adelgazando la voluntad, y en ese momento, en medio de una oración copulativa, en el instante más exasperado de nuestra picazón, se abrió la puerta y entró nuestra directora con la nueva estudiante. Toda la clase se puso de pie y repitió un saludo unísono en inglés, y después escuchamos su nombre. Para nada nos fijamos entonces en las duras facciones de Pilar ni en sus ojos penetrantes; no nos llamó la atención su sorprendente estatura, la escualidez de esa desconocida agazapada como la muerte en el oscuro uniforme de poliéster. Sólo nos desconcertaron sus pantorrillas tapadas de pelo. No vimos más que esa excitante maraña: toda una pelambrera virgen que nos erizó de asco y de alegría.
La brisa fría se colaba por las ventanas del invierno, nuestro último invierno, y Pilar estaba ahí, desafiante como una hoguera en un patio de viento. Sólo quedaba un asiento libre, en la esquina de la primera fila y ahí iba a apostarse, en ese pupitre de madera: se quitó el abrigo azul marino, el chaleco azul, y se arremangó para exhibir impúdicamente el espeso vello de sus brazos. Antes de sentarse volteó hacia atrás y bajo sus gruesas cejas hirsutas su mirada osciló lentamente entre nosotras, como si se nos entregara, como si se dejaba lamer por nuestros ojos. Se soltó la cola de caballo y empezó a escribir mientras nosotras apurábamos los lápices debajo de las mesas. No parece una mujer, decía la primera línea de la hoja del cuaderno que hicimos circular. Es cierto, es peluda, es demasiado flaca para tanto pelo, escribió otra de nosotras. Alguna se ensañaba en el borde de la uña cuando por fin se movieron las manos del tiempo y la inspectora hundió su dedo tieso en el timbre. Corrimos todas juntas por el pasillo, cruzamos la rosaleda, entramos al baño sin dejar vigilante. Frenéticamente, descuidadamente, dejándonos llevar por el arrebato y los gruñidos, estrenamos nuestras hojas en una carnicería inútil. Las unas contra las otras. Intentando librarnos del pelo ardiente de Pilar su pelambrera infinita nos arropaba más, se nos iba ensartando.
Pilar se paseaba ante nosotras en el patio mientras pelábamos membrillos. Dejábamos correr el jugo de la fruta por nuestras manos, nos chupábamos los dedos imaginándola desparramada en nuestro baño. Su mirada insidiosa, esa tarde, nos cortaba el aire. Después la vimos aventurarse lentamente por el pasillo, detenerse en la puerta negra y agitar la melena. La seguimos. Oímos cuando se encerraba en el retrete, su chorro interminable. ¿Quería o no quería? Se lavaba las manos cuando nos apostamos alrededor y le anunciamos lo bien que iba a quedar. No se movió mientras sacábamos las hojas pero se puso pálida: supimos que gritaría, tuvimos que agarrarla de pies y manos, sujetarla firme sobre el suelo, meterle en la boca un pañuelo para silenciarla. Se resistía, pero le levantamos el uniforme, le bajamos los calcetines, le quitamos los zapatos negros. Tenía pelo incluso sobre el empeine, y eso excitó aún más nuestra pasión por ella: qué desnuda iba a quedar cuando termináramos. Qué suave, que pálida. Pero seguía revolviéndose con los ojos muy abiertos y yo, que tenía la gillette en la mano, que no paraba de susurrarle que se quedara quieta por su bien, para no hacerle daño, empecé a rasurarla. A cortarla cada vez que se movía. La sangre en vez de asustarnos nos azuzaba, nos instaba a seguir. Nuestra saliva anestesiaría los ardores de su piel.
El suelo estaba cubierto de pelos y de sangre. Sólo faltaba el pubis y Pilar por fin dejó de moverse. Por un instante pensamos que se nos ahogaba con el pañuelo o que se nos estaba desangrando, y entonces no nos quedó más que desocuparle la boca. Como te muevas, idiota, te quedas sin ojos. Pilar sudaba con los párpados cerrados, pero respiraba suavemente, y nosotras suspiramos porque temíamos tener que cumplir esa promesa y matarla. La hoja fue cortando su calzón por los lados y, con mucho cuidado, sin descubrirla por completo todavía, empezó a afeitar primero la piel que lucía arriba del elástico y después hacia abajo, retardando la aparición del precioso y ansiado pubis de Pilar. Su pubis hinchado y negro. Sonrió ambiguamente cuando quitamos la tela y vimos aparecer esa enorme lengua asomada por sus labios, una lengua que al engordar nos dejó con la boca abierta, sin palabras, atónitas un momento mientras la lengua oscura se iba levantando. Entonces tiramos al suelo las hojas de afeitar y le besamos la boca y nos besamos con la lengua, enloquecidas por el éxtasis del descubrimiento.

martes, 26 de junio de 2018

Ilustradas - María Herreros


María Herreros
Ilustradora y autora de comic española, La dualidad está implícita en todo lo que hace, y hojear sus libros es como caminar entre lo bello y lo feo, lo dulce y lo bruto, lo íntimo y lo extraño. Y es que aunque retrate personajes famosos de la cultura pop, tiene un toque de gracia que siempre nos descubre algo nuevo sobre ellos. María empieza aplicando la acuarela de forma intuitiva y caótica, como en un romántico ritual de acer- camiento, hasta destaparnos mediante el grafito aquel detalle que a ella misma le ha fascinado de su modelo y que nosotros habíamos pasado por alto. Tal vez se encuentre en su particular gama cromática, en su originalidad bizarra, en su ornamentación floral o su estimulante honradez, pero sin saber bien cuál es exactamente el secreto, Maria consigue romper clichés estéticos y enamorar mediante la imperfección.
Hay quienes han definido tu estilo como a medio camino entre el cubismo y el expresionismo. 
Actualmente ya son varios los títulos que tienes publicados destacando Fenómeno, una galería ilustrada de humanos excepcionales editado por Edicions de Ponent, Negro Viuda Rojo Puta, un tebeo de género ‘slice of life’ sobre el momento vital en el que madurar deja de ser opcional y editado por Ultrarradio. 
También los cómics colectivos Enjambre, de Norma Editorial y Todas Putas de Dibbuks. Y este 2015 publicará Me dieron nombre, una novela gráfica en formato road trip en la que homenajea a la generación de nuestros padres y Tea, una aventura espacial. De manera independiente publica sus propios fanzines y forma parte de proyectos de gestión cultural. Expone su obra personal en Madrid, Barcelona, Porto, Berlín, Santiago de Chile y Montreal.





Más de su obra: http://mariaherreros.com/


viernes, 22 de junio de 2018

Mujeres_al_Lente - Diane Arbus



Diane Arbus   (1923-1971)                                                                                                         
Fotógrafa estadounidense. Desarrolló su trabajo como retratista y fotografía de modas, junto su marido (por aquel entonces)  creando editoriales para grandes revistas como Esquire, Harper´s Bazaar o Vogue.      A finales de los años 60, Diane recorre los barrios marginales de EEUU, y genera una gran cantidad de fotografías que serán años después de su obra mas conocida. Fue pionera en el uso de flash como relleno en sus imágenes, éste era usado para destacar elementos de los retratados.



Más de su trabajo:

miércoles, 20 de junio de 2018

Camila sosa Villada // Poemas

Camila Sosa Villada es una artista travesti militante cordobesa. Estudió Ciencias de la Comunicación y se licenció en Teatro en la Universidad Naciona de Córdoba. Es actriz, escritora, dramaturga y directora de teatro. Ganó varios premios como actriz, hizo teatro, cine y televisión. Este año se publicó su segundo libro, El viaje inútil, un ensayo en clave biográfica. El primero fue una edición de los poemas de su blog: La novia de Sandro. Les compartimos algunos!


Poemas

Instrucciones para mi muerte 1
en mi epitafio debería leerse:
aquí yace carne de arrabal que fue pudriéndose en vida,
todo su cuerpo estaba lleno
de pequeñas pero insoslayables cicatrices,
su pelo era oscuro y estaba un poco seco.
vivió como una dragqueen las veinticuatro horas del día,
fue travesti hasta la muerte.
pensaba que el mundo era profundamente homosexual.
creyó.
tuvo una profunda fe, hecha de antiguas decepciones.
creyó en la vegetación, en las selvas,
en las porciones vírgenes de la tierra,
creyó en un corazón-imán que nos mantiene atados
a este planeta y a este destino,
creyó en el destino y en el azar,
creyó en la muerte,
en los hombres que amó aun cuando mintieran,
tenía fe ciega en que siempre es más noble
la mentira de vivir en otro mundo,
que la miserable verdad que nos da como limosna el capitalismo.
creyó en sí misma, se conoció,
se tomó el corazón con la mano y le cosió la palabra: resiste.
creyó en la resistencia, en lo salvaje,
en las mujeres salvajes,
en los territorios salvajes donde se muerde y se lame
para decir lo mismo.
creyó en la ternura, en el precio de la ternura,
creyó en la fiebre, en el dolor, en la vejez
y en la rabia.
fue rabia contundente, indomable y necesaria.
creyó y amó e hizo daño como cualquiera
aunque eso no justifique ninguna de estas tres estupideces.
sobre el final de su vida fue escabulléndose en su idea de sí misma,
fue encontrando una madre y un padre en su propio pecho.
un asilo para ella y su infancia, como las carpas que se hacen de niños
en el patio de la casa.
quiso ser madre y tuvo madera para serlo
pero en los dados fue desafortunada.
como hechos significativos logró colgarse de un trapecio,
visitó finlandia y sólo finlandia,
fue actriz y prostituta,
le costaba diferenciar en qué momento era una
y en qué momento era la otra.
conoció el mar a los 30 años y quedó sangrando.
escuchó buena música y se traicionó,
una y otra vez, una y otra vez,
como si una vez fuera demasiado poco.
a las cartas de amor las comenzaba pidiendo perdón,
su último amor fue es y será el único.
no gustaba a los hombres, pero les sacudía el espíritu.
ya lo decía el blues: nadie es perfecto porque nadie es libre,
los desengaños amorosos ajaron su carne,
resecaron su corazón y le cambiaron la índole:
su dulzura se agrió.
le llevó toda la vida reconciliarse con su padres.
la razón de su cansancio eran 33 años
de la más agresiva resistencia a todo.
le gustaba sonreír pero no le gustaban sus dientes.
el público fue el esposo que decidió conservar.
con la tristeza bailaba todos los días el vals.
murió feliz pronunciando los nombres de sus amigos,
hizo cruzar sus recuerdos hasta el más allá.
para justificar su carne le bastaba
una foto de niño en la que se revelaba
que el mundo debía tratarlo con más piedad.
***
Instrucciones para mi muerte 2
La máquina del mundo vomita humo,
Escupe para arriba, sus mil sobras y lamentos.
Del cielo nos llueve un ácido que perfora
El endeble futuro cada vez más breve.
Al grito de alguna sirena se produce,
Se ordena, se activan las bombas,
Se prende la luz de los 10 mandamientos
En la estéril Wall Street
Se ponen en marcha los engranajes asesinos,
Las religiones activan sus artificios de seducción.
La única solución que supimos encontrar
Para la falta de dios y de ternura,
Es sembrar, sembrar aquí y allá,
Construir, mezclar los metales,
Cambiar el curso de los ríos y contenerlos,
En profundos diques en los que duermen
Muertos anónimos.
Pudimos tocar la superficie de la luna,
(Hasta que sea demostrado lo contrario)
Pudimos comunicarnos al instante
Con los amores que están cruzando el océano,
Pero no podemos evitar aún la triste matanza
Que repetimos, una y otra vez,
Hasta perder la índole en los vertideros de sangre.
Nos ha sido prestada una bestia para ser huéspedes
Con nuestras pobres almas huérfanas,
Somos huéspedes de un cuerpo que resiste incluso
Más allá de la muerte, con todas sus armas,
Las embestidas del deterioro.
La bestia que nos aloja aprende a hablar,
Le susurramos las órdenes que ejecuta a la perfección,
Y es similar, en forma y espíritu,
A las demás bestias que pueblan los continentes y los mares.
Y aún en nuestra calidad de huéspedes,
somos incapaces de frenar la matanza.
Todos los días muere una travesti.
Muere asesinada por un cliente,
Por un fascista, por un ciego violento.
Muere de soledad, muere de tristeza,
Muere ahogada en silicona líquida que
La hace implosionar como esos volcanes
Que nos cubren de cenizas y muy de cuando en cuando,
Con suerte, de fosforescente lava.
Mueren de sida, en hospitales públicos
A los que con suerte, alguna compañera de ruta,
Se acerca a decirle con desesperación: todavía no cruces.
Mueren de frío, de hambre, de orfandad,
De malos recuerdos,
De unas depresiones profundas de las que el mundo,
Con sus mil artes para excavar y extraer,
No puede sacar nada más que lágrimas.
Lágrimas de ojos de hombre
Con una transparencia de mujer.
Todos los días, al despuntar el alba,
En la superficie de la tierra,
Mueren las travestis anónimas,
O mejor dicho, innominadas.
Y son pocos los que lloran tan triste pérdida.
La pérdida de las guerreras,
De las amazonas del cemento
Que aún en su máscara de maquillajes,
Ejercen su libertad.
Y qué se hace en la máquina del mundo?
Se sigue echando humo, poniendo a funcionar
Las fábricas,
Ordenando en filas a los estudiantes,
Dictando el gusto de las naciones,
Mezclando con el agua las mil supuraciones
De la revolución industrial.
Las travestis no hacen marchas multitudinarias
Que son mostradas en todos los medios de comunicación
Para evitar su matanza.
No.
Aprovechan una vez al año la indiscreción del gay parade,
Y salen a revolear sus pezones como mariposas emperadoras,
a menear el culo de una vereda a la otra
y a confirmar que la única causa por la que vale la pena morir
es la libertad y el amor a esa bestia que nos fue prestada
En esta corta zona de desamparo llamada vida.
***
La selección natural perdió el rumbo
la selección natural perdió el rumbo
y el hombre se siente por encima de la fauna y de la flora,
los cazadores por encima de la víctima.
los jóvenes se sienten superiores a los viejos,
los hombres creen ser mejores que las mujeres,
las mujeres creen ser mejores que los hombres.
hombres, mujeres, niños, adolescentes y ancianos
creen ser superiores a las travestis.
el rico se siente superior al pobre
el contemporáneo se siente mejor que el clásico
y el clásico hace volar el barrilete de su eternidad.
los heterosexuales se creen mejor que los homosexuales
pero el homosexual con dinero se siente mejor que el puto pobre.
el homosexual atlético saborea su imagen en el espejo,
y su narcisimo le hace creer que es mejor que
el maricón gordo que lamenta no ser mejor que nadie.
los bellos subestiman a los feos,
los inteligentes a los tontos,
los tontos a todo el mundo.
la familia es superior a la soledad.
las mujeres y los niños siempre van primero.
todos creemos merecer algo por haber vivido.
sólo es necesario alguien que nos haga reír,
no creo en merecimientos,
sólo sé que las plantas son superiores a todos
y los perros son las mejores mascotas.
nina simone es mejor que sus colegas,
y nadie podrá igualar a jessica lange.
mi vieja es la mejor cocinera del mundo,
y a las historias de amor hay que hablarlas en primera persona.
al fin y al cabo, en esta partida de justicias e injusticias,
la muerte siempre tiene las mejores cartas.

martes, 19 de junio de 2018

Ilustradas - Laura Castelló

Laura Castelló 
Ilustradora española  su especialidad es la ilustración, ha publicado con Ultrarradio Ediciones, colaborado en diferentes revistas y expuesto en ciudades como Madrid, Barcelona o Valencia. Actualmente prepara su primer libro The Bubble Tree de la mano de Josie Moon. 
Comenzó su carrera dibujando para Inditex y pronto decidió emprender otro camino para dedicarse a su trabajo de manera independiente. 
Tiene especial predilección por el dibujo a lápiz aunque cada vez más experimenta con pinceles. Su próximo proyecto expositivo indaga en estas nuevas técnicas y se presentará en grandes formatos, algo diferente a lo que nos tiene acostumbrados.








Màs de su obra: http://www.lauracastello.com/

viernes, 15 de junio de 2018

Mujeres_al_Lente - Cristina García Rodero

Cristina García Rodero
Fotógrafa  española, licenciada en bellas artes e  integrante de la agencia Magnum, reconocida por sus trabajos sobre tradiciones en varios países del mundo, de sus trabajos más conocidos está  “María Lionza, la diosa de los ojos de agua” y " Lalibela, cerca del cielo"  forma parte del proyecto que  comenzó en 1990 llamado Entre el cielo y la tierra, en el que busca “el trance de la espiritualidad” en varios países. Lalibela, cerca del cielo es una muestra de casi 90 fotografías, casi todas en analógico pero también en digital, sobrecogedoras, en gran formato y blanco y negro, que la premio Nacional de Fotografía en 1996 tomó en tres viajes, en 2000, 2004 y 2009. García Rodero eligió las fechas en que los fieles celebran ceremonias con motivo de la Epifanía, en enero, y su Semana Santa.
La historia de estos templos que atraviesan el río Jordán y declarados Patrimonio Mundial en 1978 por la Unesco, arranca en la Edad Media. El rey Gebra Maskal Lalibela, monarca a caballo entre los siglos XII y XIII, quiso erigir una nueva Jerusalén ante la conquista de tierra santa por los musulmanes. Mandó construir los templos, alguno excavado hasta 15 metros de profundidad en la roca, que se convirtieron en centro de peregrinación.
 García Rodero ha convertido la belleza de este paisaje rocoso y los ritos de los creyentes en estampas bíblicas, como la imagen de un pequeño grupo que escucha en cuclillas a un predicador de pelo y barba largos.
Aqwí les compartimos parte de su obra "Lalibela, cerca del cielo" 






miércoles, 13 de junio de 2018

Alejandra Laurencich / Cuentos

Alejandra Laurencich  es narradora y guionista. Ha participado en varias antologías de relatos. Es fundadora y Directora Editorial de la revista La balandra. Desde hace más de dos décadas desarrolla una intensa actividad dedicada a la formación de escritores compilada en el libro El taller (Aguilar, 2014). Su novela más reciente es Las olas del mundo.





Cuentos


Ceci, en la noche del milenio

Salvo los rulos color zanahoria que le seguían enmarcando la cara, no quedaba nada de mi prima Ceci, la que yo recordaba: una púber con los pechitos casi en la garganta con la que habíamos compartido el cuarto del fondo en ese campo de Córdoba, más de veinte años atrás, los viajes en la chata hacia el monte, mientras los varones metían bulla en la caja con sus hondas y sus rifles de aire comprimido. En aquel verano de nuestra pubertad, ellos cazaban pájaros y nosotras hablábamos de músicos de rock. Ceci vivía en Buenos Aires, igual que yo. Pero en barrios distanciados. Y aunque al cabo de aquellos días de pegoteo y amistad intensa nos habíamos pasado los teléfonos y las direcciones, no volvimos a vernos hasta esta noche, en la que toda la familia reunida esperaba el cambio de milenio.

Había un cordero o chivito asándose lentamente y corrían los aperitivos o vermúts como le gusta decir a la gente de allá. Sobre la mesa de mayólicas unas tablas gigantescas de embutidos caseros, quesos y aceitunas. Yo estaba bastante entonada por el fernet como para no despegar mis codos de la mesa mientras veía cómo uno de mis hijos acercaba peligrosamente su mejilla a un sapo que había encontrado y provocaba la admiración de varios chicos que lo acompañaban. Hacía calor y aún zumbaban algunos moscardones. Yo pensaba en cuántos de esos insectos pasarían al milenio siguiente, cuántos morirían esa misma noche. El jamón crudo era un manjar. Había pinchado otro mientras aún degustaba el anterior cuando Ceci se me sentó al lado. Traía una botella de Luigi Bosca que apoyó con algo de violencia entre nosotras. Sonrió y levantó su copa en señal de brindis. Chin-chin, le dije, porque me parecía de pésimo augurio acercar mi vaso manchado de espuma del fernet a esa copa reluciente donde se bamboleaba su vino.
-Tomamos de acá si querés- me dijo ella y entonces me acordé de que habíamos hecho eso alguna vez: tomar de la misma botella, una Cindor que nos habíamos comprado con nuestros pesitos, despreciando el cacao que preparaba Danila con esa leche recién ordeñada que nos repugnaba y por la que hoy pagaría con gusto. Una risotada grosera vino del medio círculo de varones que rodeaban al asador. Nuestros maridos estaban entre ellos.
-No cambian- dijo ella. -Siempre con esos chistes de pelotudos. Mirá los gestos.
Miré los gestos. Unas manos varoniles dibujando enormes tetas en el aire. La miré a Ceci. Tenía una mirada afiebrada. Bebí de la copa que me ofrecía y luego de un rato -un largo rato- escuché el comienzo de lo que sería su confesión.
-La carne es floja, ¿no?
Miré alarmada hacia el chivito prometedor que crujía sobre las brasas:
-¿Te parece...?-pregunté y estuve a punto de agregar que no recordaba haber comido un mal asado en ese campo.
-Pensé que Javier y yo estábamos a salvo de esa huevada bíblica- Ceci me miró: -Es bíblica ¿no es cierto?- No esperó a que le respondiera.- Pensé que nunca nos íbamos a meter en algo así, pero las cosas pasan. Pasan. Siempre hay una primera vez. Con las drogas es igual. Decís que no hasta que una vez te agarran con la guardia baja.
Esto va en serio, me dije, e intenté reunir el caudal de mi atención que se dispersaba entre el jamón crudo, las aceitunas rellenas, los brazos de mi hijo a lo lejos, alzando dos sapos como si fueran pesas, y el perfume a jazmines y carne asada que competían por impregnar el aire del anochecer.
-Desde que nació Martina, más o menos, empezamos a tomar merca. Sí, más o menos. Mirá que yo fui siempre reacia al porro y todo eso.
-¿Sí?- le dije, mostrándome interesada o sorprendida, vaya uno a saber. Ceci asintió.
-No me van esos mambos de alucinación y risa fácil. La coca es -hizo un gesto raro, como si tuviera un tic y corrigió- "Era". La coca era para mí, lo justo y necesario para pasar una noche divirtiéndome como todo el mundo, sin ganas de pedir una cama para echarme a dormir. Pero todo tiene un precio, viste. Fuimos perdiendo los laburos, el auto, las ganas de vivir, hasta las ganas de hacer el amor, de besarnos. En tres años no nos tocamos ni un pelo. Pero no sé por qué te cuento todo esto.
De la que nos salvamos, me dije, e intenté levantarme para ir a quitarles la diversión a los chicos, pero la mezcla de fernet y Luigi Bosca había hecho estragos en mi voluntad. Ella volvió a la carga:
-¿No será cana tu marido, no?
La empujé con el codo.
-No, pinta de rati no tiene- dedujo ella enseguida-. Bueno, la cosa es que después de mucha locura dijimos basta. Esto se acaba. Yo le dije: antes del dos mil quiero estar limpia. Todo este año estuvimos yendo a los grupos de ene-a y a análisis.
-¿Ene qué?
-A. Narcóticos anónimos.
-Ah.
Se tomó lo que quedaba en la copa y sirvió más. Me convidó. Yo tomé un traguito.
-Así que para nuestro aniversario de casados, fue la semana pasada, el 16, decidimos dar una gran fiesta en casa, para festejar que habíamos vuelto a vivir, entendés. A tener esperanzas. Y que seguíamos juntos y que podíamos contra cualquier cosa, porque mirá que las pasamos negras.
-Me imagino.
-No, no te das una idea.
Los moscardones iban desapareciendo. Una de nuestras tías nos trajo una fuente con berenjenas en escabeche. Casero, dijo y preguntó si estábamos bien. Yo le contesté que estábamos fenómeno, Ceci encendió un cigarrillo. Nuestra tía se fue.
-Decidimos hacer la fiesta en la terraza. Cada uno traía algo, eran más de cincuenta invitados. Yo le pedí a Javier que aclaráramos: la casa no se toca.  Lo había conversado con mi analista, viste. Dos o tres sesiones estuve hablando de eso. Del miedo que me daba volver al descontrol. Que la gente anduviera por todos lados. Como antes, cuando tomábamos pala. ¿Sabés cuántas veces amanecíamos con cinco o seis desconocidos durmiendo en casa?. Antes no le dábamos bola a esas cosas pero es importante, resguardar la intimidad. Los dormitorios, el living, nuestra casa. Para ir a la terraza no necesitábamos entrar allí. Es una de esas casas chorizo viste, las habitaciones se comunican entre sí y dan a un patio y del patio se sube directamente a la terraza. Y el baño de la casa tiene dos puertas, una hacia la casa, a los dormitorios bah, y la otra hacia el patio. Pusimos la traba a la puerta que da a la casa y listo. Intimidad resguardada. Bueno, para hacértela corta. La fiesta era un éxito, la noche preciosa. Había muchísima gente que yo no conocía, que eran amigos de amigos. Y amigos de otros amigos. Pero la gente no invadía la casa. Eso estaba bien claro. Yo sentía que empezaba una nueva etapa en nuestra pareja. Que podíamos ser gente adulta, normal. Tenemos más de treinta años pero hasta este momento siempre me sentí una adolescente. Ahora me sentía adulta, por primera vez. Una fiesta es una fiesta, el laburo es el laburo, la casa es la casa. Todo en su lugar, viste. Me sentía bien. A Javier se le echaban encima sus compañeras de grupo, y las de análisis -porque él hace terapia de grupo- y así, pero todo bien. Con onda amistosa. Bailaban, se divertían, a mí eso no me pone celosa. Serían como las dos cuando fui abajo para comerme un durazno y descansar un poco de tanta música. Mucho rock, viste. Me encanta, pero escuchado a toda potencia a veces me altera.
Ceci dio un trago mirando hacia el chivito. Yo aproveché a pinchar una aceituna con morrón.
-Están buenísimas estas- dije mordiendo la pulpa tierna. -¿Querés una?
Ceci negó con la cabeza como si comer aceitunas fuera una tarea despreciable.
-Nos quedamos charlando en la cocina con una amiga que se estaba haciendo un té de yuyos porque estaba medio descompuesta. A Martina la habíamos dejado con nuestros suegros. Bueno, cuando estoy por ir otra vez hacia arriba escucho unos ruidos que vienen de la puerta del dormitorio, más allá del living. La puta madre, digo, hay alguien en la pieza, y me dio bronca tener que empezar a esa altura de la noche a hacerme la policía. Estuve a punto de ir a llamar a Javier, para que él me acompañara a enfrentar el momento, nos apoyábamos mucho a partir de los grupos. Me quedé frente a la puerta y volví a escuchar ruidos, como si alguien se apoyara ahí, viste. Mi amiga se me acercó: qué pasa. Hay alguien, le dije. Y pensé: los límites claros, dijimos. De qué te sirve tanto análisis si no podés hacerte cargo de una situación. Coraje. Encaré yo. Pero apenas abrí la puerta un poco me la cerraron en la cara. Sólo alcancé a ver, pero una imagen muy fugaz, que no era un sola persona sino dos. Y que una de ellas era una de las pendejas que habían llegado a casa invitadas por vaya a saber quién. No tendrían más de veinte años y todos hablaban de lo bien que estaban las tetas de esas chicas. Como ahora, ¿los ves?- dijo señalando con el mentón al parrillero y sus secuaces.
Era cierto, Ceci parecía tener un radar para captar lo que estaba pasando en torno al chivito. Y a juzgar por los gestos parecía que los varones habían dejado la etapa de cazar gorriones con rifles de aire comprimido para pasar directamente a esta otra: la de hacer formas con las manos. Formas redondeadas, inconfundibles formas femeninas.
-Seguí- le dije a Ceci.
-Sí, mejor sigo- dijo ella y bebió un largo trago de vino- Me habían cerrado la puerta en la cara entonces, y mi amiga ya estaba alarmada. Qué pasa, Ceci, me decía. La tranquilicé: Nada, dos boludos que vinieron a franelear acá. ¡Abran pendejos! grité, y empecé a tratar de abrir la puerta, ¡Vayan a curtir a otro lado! gritaba y me reía un poco, por esa actitud de cana. Alguien mantenía la puerta con el cuerpo. Yo me tenté. Al final entre mi amiga y yo, pudimos abrir. Del otro lado sólo estaba Javier, con cara de sorprendido. Y yo no caí, eh? Mirá si sería grosera la confianza que le tenía que le digo como una idiota: ¿No viste a los dos que estaban acá? ¿Qué dos? me dice. La pendeja, Javier, la pendeja tetona estaba franeleando con un tipo. No, acá no había nadie. Pero, sí, yo los vi, qué creés que estoy inventando. Tienen que haberse ido para el cuarto de Martina, dije y esquivé a mi marido para ir al cuarto de mi hija. Quedáte tranquila, vamos arriba, escuché que me decía y yo seguí adelante. En el cuarto de Martina estaba todo bien, ordenado, pero la puerta del baño estaba abierta, alguien había abierto la puerta desde el dormitorio. Fui hasta allá, rápido, entré al baño y también estaba abierta la puerta que daba al patio. En ese momento escuché la puerta de entrada a la casa. Uh, se fueron, pensé. Espero que no se hayan robado nada, dije. Qué pajarita, dios. Revisé los lugares donde guardábamos la guita, la máquina de fotos, esas cosas. Volví a la cocina. Mi amiga me miraba con cara rara. Fue esa cara la que me dio mala espina. Esa cara de Y ahora qué vas a hacer. Un gesto de: pobre infeliz cómo te cagaron. Qué pasó, me dijo. Nada, se fueron, le contesté. Y todavía no relacionaba a Javier con nada. Pero empezó a resultarme chocante el hecho de haberlo visto allí abajo. Y el silencio de mi amiga. Y después, cuando subí a la terraza la mirada esquiva de él. La fiesta seguía. Y yo empecé a armar el rompecabezas. Pero no podía creerlo. No podía. Hacía quince años que estábamos juntos y nunca, ni en los peores momentos, nos habíamos metido los cuernos. Pero a medida que unía las imágenes con las deducciones, se me hacía más claro que él tenía que haber estado ahí, en nuestro dormitorio, con una pendeja, en la fiesta con la que estábamos celebrando el comienzo de una nueva etapa, el fin de los años oscuros. Él, violando la intimidad como ningún invitado había violado. Te juro que no me lo creía. Tenía que haber una explicación.
Al amanecer se fueron los últimos invitados. La terraza era un cenicero gigantesco. Había colillas por todos lados. Botellas vacías. Busqué una escoba y me puse a barrer. Javier desarmaba el equipo de música para llevarlo abajo porque parecía que iba a llover. Y yo seguía con la matraca. Que no, que no fue él, que no pudo haber sido. Pero me hice la astuta y le tendí una trampa. Lo daría por hecho, así me ahorraba las vueltas. Me acerqué, lo miré a los ojos y le dije: por qué lo hiciste. Y mirá si sería tarada que estaba esperando su: que hice qué cosa. Pero me dijo: No sé por qué. La verdad es que no sé.
Agarré a Ceci del brazo. Ella me miró y sonrió, con una sonrisa triste.
-Eso sí que fue caer al vacío- dijo.
Me convidó lo último que quedaba en la botella de vino. Después miró a Javier y agregó:
-Lo que no entiendo es por qué a partir de ese día tengo ganas de cogérmelo todo el tiempo.
Bebí de la copa hasta el fondo. La última noche del milenio se estaba acabando. Será porque adoramos los rifles de aire comprimido quise decirle. Pero pensé que Ceci ya lo sabría.

***
Bajo un cielo de invierno
—La tecnología lo es todo en el mundo de hoy —se oye decir, mientras espera que se caliente la cucharada de aceite que ha vertido en la sartén. Lo dice con un convencimiento casi panfletario, como si tuviera que salir a vender cursos de computación. Fue lo que dijo hace un rato, cuando la almacenera le comentó: ¿Sabe que su hija encontró a la mía en el Internet? Le dijo que la localizó porque figuraba el dato de la escuela primaria, mire qué cosa increíble. Una en Alemania, la otra acá. Parece mentira. La tecnología lo es todo, ha dicho, como tantas veces dice frente a sus compañeras del curso de porcelana fría. Acomoda el filet de merluza con cuidado sobre el aceite. Le da un poco de bronca tener noticias de Eliana por una extraña, porque después de todo, por más amigas que hayan sido esas dos chicas en el primario, no hay punto de comparación entre una ex compañera de escuela y una madre. Pero lo importante, lo que la hace feliz, es que ahora sabe que por esa razón Eliana no le escribe una palabra desde hace dos meses, porque estaba tomando exámenes a sus alumnos y allá en Alemania los exámenes son cosa seria. Dicen que en tres años de secundario aprenden a hablar español como si fuera un idioma de toda la vida. Así también le pagan a los docentes. El que quiere celeste que le cueste. Mauro debe estar igual. Ocupados en sus trabajos, para algo los hizo tan estudiosos, tan responsables. Qué hijos ha educado, Cristina. Usted sí que tuvo suerte. La mía no termina de despegar, siempre dependiendo: mami, mami. Treinta y seis y todavía no se casó. ¿A usted le parece? Disfrutelá, tiene ganas de decirle a la almacenera cada vez que le viene con eso, disfrútela, que cuando se van uno siente un vacío que es como si le arrancaran el alma.
Se va dorando el filete y ella corta un tomate al medio y espolvorea orégano sobre él. Una comida sana y liviana a la que se ha acostumbrado. La doctora le ha dicho que para la diabetes senil todo es cuestión de conducta. A ella justo le van a venir a hablar de conducta. A ella, que cuando tenía que dar un cachetazo bien puesto lo daba sin que se le moviera un pelo ni la conmovieran las lagrimitas. A una ex docente y rectora jubilada le van a hablar de actitud y conducta, por favor. O no ve que ahora, en vez de correr a abrir los mails como haría cualquiera, cumple con la regla, primero lo primero, dejar el almuerzo listo, todo dispuesto para disfrutar. Porque antes que nada las obligaciones, después el placer, chicos, decía siempre, aunque tantas veces la criticaron por eso, demasiada firmeza, una educación prusiana. Pero ahí los tienen, Chicago y Alemania (le cuesta el nombre de la ciudad donde Eliana es profesora titular). Que vengan a decirle ahora que esa forma de educar estaba equivocada.
Y lo que más bronca le da es el trato seco que tiene esa doctora. Para qué llamar senil a una enfermedad que ya lleva su fama de antipática. Da vuelta el filete con cuidado. Y sin necesidad lo de senil, porque la doctora le ha dicho que no se asuste, que es una enfermedad como cualquier otra, le dicen así para diferenciarla de la del tipo I, que ésa sí es brava. Pero el susto ya se lo había dado, aunque después le aseguró que con pastillitas y una dieta equilibrada se la podía controlar absolutamente, que nadie moría de una diabetes senil, a menos que se dedicara a comer chocolates y tortas todo el día, y que ella no iba a hacer eso, ¿no? Cómo se ve que la doctora no la conocía, no conocía la actitud de acatamiento a la autoridad que ella tuvo desde niña y que inculcó a todos. Pero para qué pensar en diabetes ahora, con este día radiante. Y la perspectiva que le ha dado la almacenera: Seguro que ahora vuelve a casa y tiene mensaje de Eliana; dice que extraña el mate, pero que allá ahora consigue yerba, aunque no es lo mismo, qué va a ser lo mismo tomar mate entre los alemanes, ¿no?
Deja el filete en un plato cubierto, al lado del microondas, lava la sartén, la espátula, deja la mesada impecable y se saca el delantal. Su gata se levanta del almohadón donde ha estado durmiendo y ella tiene ganas de abrazarla: se acabó la espera, michi. Pero su gata salta hacia la ventana entreabierta y sale al jardín, tan ajena a su emoción, tan oronda y distante que le da rabia. Aunque debería sentir piedad: la pobre gata ya está grande, se ha puesto gorda y mañosa después de la operación. Prepara el plato, los cubiertos, la servilleta, el vaso. Una jarra de agua. Todo ordenado y dispuesto. Le recuerda a los preparativos en la víspera de Reyes cuando sus chicos eran chiquitos. El pasto que iban a buscar al baldío, los tazones de agua para los camellos. Las cartas escritas en hojas de cuaderno, para que las letras no salieran torcidas. Qué lindo esperar el paso de las horas para recibir la sorpresa. Ella todos los días abre los mails con la avidez de un chico que se despierta el día de Reyes. Pero hoy tiene la seguridad de que el día ha llegado: que el mail de Eliana está ahí, porque si su hija le ha escrito a una cualquiera, cómo no va a escribirle a ella que le ha dado la vida, como decía Serrat en esa canción tan triste: si le diste toda tu juventud, un buen colegio de pago, el mejor de los bocados. Mejor no acordarse de la desesperación. Perdón, mami, por tenerte tan abandonada, seguro le dice Eli. No es nada hija, va a contestarle, yo estoy bien de salud, plata no me falta, gracias a Dios, y para algo estamos las madres, para soportarlo todo, ¿no?
La radio está encendida y el pronóstico anuncia una ola de frío polar para toda la semana. La apaga. A ella no le gusta el invierno y hoy le parece estar en primavera. Se apura por el pasillo. Siente la esperanza llegándole hasta los huesos, liberándola del entumecimiento, del silencio en el que ha esperado una mísera carta, una postal, un mensaje. Al trote, al trote, al galope, galope, galope. Recuerda esa copla con la que hacía reír a sus hijos cuando los subía a su falda. Recuerda las costillitas frágiles que se adivinaban bajo esos cuerpos. Pequeños ángeles. Se reían con ella.
El comedor está en penumbras aún y abre la persiana para que el sol ilumine la mesa lustrada. En el lugar que siempre ocupó su marido ahora está la computadora. La imagen de esas comidas en familia le cruza la memoria como un ramalazo de nostalgia. Mario en una punta, en la otra punta ella, y los laterales para los chicos. Bulliciosos, alegres. Peleaban por el puré o un vaso más de coca. Quita la toalla con la que protege del polvo a la PC. Así le dice el muchacho que viene a darle clases de computación dos veces por semana. Encienda la PC. Ella es una mujer ávida de conocimientos. Lo ha sido siempre. Trató de inculcar a sus hijos y a sus alumnos esa actitud ante la vida, cuando era docente. Aprieta la tecla de inicio del equipo —la CPU, Cristina—. Tiene que acostumbrarse al lenguaje técnico si no quiere quedar aislada del mundo. Vuelve a pensar que la tecnología hoy lo es todo. Escucha el zumbido que se apodera del aire, es el ventilador del equipo, el día en que no escuche ese zumbido tiene que preocuparse. Mira el logo de los cuatro colores que se ilumina en el centro oscuro de la pantalla y siente una ansiedad que la hace removerse en la silla, una esperanza infantil. La misma alegría que habrán sentido hace tantísimos años Eliana y Mauro, al ver la caja gigante del juego de Mis ladrillos sobre los zapatos. No se hubieran atrevido a desear aquella caja porque era una época dura, papá no consigue trabajo, chicos, tenemos que adaptarnos, pero la caja apareció, gracias a todos los extras por presentismo que ella guardó durante un año. Las sorpresas no se esperan. No se sueñan ni se anticipan. Hoy, ir al almacén fue como entrar en la víspera de Reyes. Ve el fondo de pantalla que le ayudó a diseñar su profesor de computación, para personalizar su PC. Una foto del primer viaje de sus hijos a Europa. Ríen hacia la cámara con los palos de esquí en alto, en un pueblito suizo llamado Zermatt. Bajo sus botas, sobre la blancura de la nieve, ella ha puesto una leyenda en letras de colores: Sonríe! Ellos te aman. Tiene ganas de gritarles gracias, como gritó hace cuatro años, cuando la abogada la despertó de una siesta angustiante para decirle que había salido por fin la jubilación. El antivirus señala su actividad. Ella fija su vista en los televisorcitos que se ven en la barra inferior, espera hasta que se quite esa cruz roja que los tacha. Por fin. Ahora sí, hace un clic rápido sobre la e con el lazo que el muchacho le ha dicho que es su contacto con el mundo entero. Se despliega una pantalla con nombres y noticias. Ella busca el correo. Clic. Bandeja de entrada (6). Y un sobrecito cerrado como símbolo. Uno de esos 6 seguro que es de Eliana. El corazón se le desboca. Oprime la tecla con ternura, y otra ventana se abre, Hola Cristina, dice. Lee los nombres de la lista de mensajes una y otra vez, pero el desconcierto ya le ha invadido la sangre. Ninguno de los mensajes lleva ese nombre que espera. Imagina a Eliana, tan ocupada en esa ciudad del sur de Alemania.
Cierra el correo. Cierra el Hotmail. Apagar el equipo. Aceptar. El zumbido del ventilador se silencia y hay otro zumbido ahora, el del aire vacío, el de los pisos brillantes, las hornallas apagadas. Camina por la casa, buscando tareas. Ya ha sacado la toalla de la soga, ya hay un filete de merluza esperando a ser recalentado en el microondas. Pero no tiene hambre. Busca un libro con el que entretenerse un rato. En la repisa de su dormitorio están las postales que sus hijos le han mandado de sus viajes. También está allí el libro que Mauro le ha regalado hace diez años: Citas felices para mamá. Hay una de Epicteto que tiene marcada con un señalador. La busca. Lee: La felicidad consiste en no desear nada y de ese modo ser libres. Se recomienda a sí misma prescindir de las circunstancias externas. Pero tiene su ánimo atado a la llegada de mensajes de sus hijos. Ellos son Lo importante. Sentados en su escritorio con vista a Chicago, o en la sala de profesores de un Gymnasium en Alemania, ellos pueden entrar a una PC y cambiar su ánimo. Con un llamado telefónico, una simple postal. Son como administradores de bienestar y alegría. Como reyes dadivosos. Ha escrito cartas para ellos. Intentando no ser cargosa. Mostrando cuántos cursos, qué independiente y activa puede ser una mujer que se lo propone. Ha aprendido a manejar la computadora, el Hotmail, hasta a pegar fotos ha aprendido. Pero todos los días, después de leer los mails que la invitan a comprar con descuento o le prometen un cutis suave o la animan a formar parte de una cadena que desarmará una infamia política, cierra el correo y lee a Epicteto. O abre su cuaderno azul, en el que aún guarda las libretas sanitarias y los boletines de sus hijos, en el que está el registro de cada uno de los días de su maternidad. 6 de enero de 1979. Eliana corre con su camisoncito lila, de la pantera rosa, hasta la caja envuelta con papel brillante. Veo que tiene un agujerito en la costura. 29 de noviembre de 1984, Mauro calza 39, está tan grande ya. Me pregunto si algún día va a dejar de dormir con la boca abierta. Hoy tengo que llevarlo a la fonoaudióloga. Lee y lee y por unas horas no sabe si existe, se pierde en los vericuetos sentimentales de sus hijos, cuando entraron al jardín de infantes con sus guardapolvos a cuadros, cuando Maurito recibió la beca de inglés, o Eliana salió con sus amigas al cine por primera vez, cuando tuvieron angina, o varicela. Luego mira por la ventana. Ve cruzar a uno de los obreros de la fábrica. Desea ser él. Tener a sus hijos, su familia esperándolo en casa, como única inquietud el hambre, un sándwich de milanesa al mediodía para saciarla. El alivio dentro de un tupper.
El cielo es un cielo de invierno ahora, aunque el sol brille, aunque vuele algún pájaro. Mira a su gata, su blanco pelaje, su cuerpo ovillado contra el muro de enredaderas, descansa cerca del sitio donde hace unos años enterraron a uno de sus gatitos, el que atropelló un camión. Recuerda cómo la gata, tan joven entonces, tan madre ágil e inocente, lo buscaba esa mañana, acercando su hocico a la tierra, alzando la cabeza hacia los árboles, parecía llamarlo. Dónde estás, gatito. Ella escuchaba a Schubert y se atragantaba de lágrimas, detrás del vidrio que separa todavía hoy su dormitorio del jardín-camposanto. El duelo fue más largo para ella que para la gata. Nunca le va a perdonar su escasa tristeza. Aunque desde entonces la envidia. Envidia la capacidad de desprenderse de su instinto materno sin consecuencias. Liberarse del dolor, olvidar que una fue madre alguna vez. La gata es libre, según Epicteto. No desea nada. Su necesidad de comida se ve satisfecha dos veces por día. Tiene la noche para andar por los tejados. Sólo espera no ser atrapada por algún niño juguetón y travieso. No hay día de Reyes, ni ilusiones, ni palabras que espere para darles sentido a sus actos cotidianos.
La gata duerme. Ella la mira. Y decide que en un rato, después de comer el filete quizá, va a sentarse a la PC y va a escribirle a sus hijos: Mamá se muere chicos, una enfermedad que lleva el nombre de senil es lo que han diagnosticado. Seguro que entonces le contestan. Un mensaje al menos, un llamado. Algo.