Lina Meruane es una escritora y docente chilena. Su obra, escrita en español, ha sido traducida al inglés, italiano, portugués, alemán y francés. Ganadora de varias becas y varios premios es reconocida por sus cuentos y novelas, también escribe relatos, ensayos y crónicas. Fue fundadora y directora del sello independiente Brutas Editoras, que editó libros desde Santiago de Chile y Manhattan. Actualmente dicta clases de literatura y culturas latinoamericanas, así como de escritura creativa en la Universidad de Nueva York.
Cuentos
Cuerpos de papel
Sólo he leído
el obituario de mi muerte.
RITA COSTAGLIOLA
Lo escucho caer pesadamente sobre la escalinata que da a la puerta; resbala desmembrándose sobre el cemento. Cada madrugada me despierta, y tras ese violento sonido que anuncia la llegada de las noticias no puedo volver a dormirme. Me atormenta pensar que algún intruso abrirá la reja silenciosamente y hurtará el periódico matinal; que algún vendedor de la feria podría interesarse en llevar los cuerpos de papel para envolver pescado, mariscos, para secar la sangre derramada de la carnicería ocasional de los jueves. Para envolver perfumadas manzanas amarillas, y puerros, cebollas, papas. Y huevos. Pienso en todo eso, pero pronto dejo escurrir toda inquietud. Estiro mis piernas bajo la sábana; las puntas de mis pies están frías. Mis manos se han combado en la temperatura de estas madrugadas, en las que peino mi negra cabellera. Algunas canas se enredan en la trama de la peineta, pelos gruesos, ásperos, que crecen esquivando mis meticulosos dedos de pinza. Pero atrapo una, desteñida, y la arranco desde la raíz. La anudo junto a otras canas y extiendo el mechón sobre mi catre esperando la claridad de la mañana.
Hace horas que el sol ilumina la persiana cerrada de mi cuarto. La peineta se desliza ahora sin dificultad y mis dedos no hallan hebras indeseables; terminada la labor me precipito escaleras abajo. Abro la puerta, mi vista recorre el suelo. El periódico está ahí, con sus nefastos titulares, con sus obituarios de tinta impresos dentro de las sábanas de papel. Lo levanto, aliviada; lo enrollo bajo el brazo y siento el aire apenas tibio entre mis piernas; me lo llevo a la cocina, lo desdoblo y apilo sobre los demás. Hoy es jueves. Dentro del canasto hay exactamente siete ediciones amarillentas con sus suplementos ocasionales. Doy cuerda al reloj de mi abuelo, es temprano; faltan tantas horas para la medianoche, pienso, y me meto en la cama a esperar. Y mientras espero, busco canas entre mi cabello; y mientras tiro de ellas, el tiempo se entorpece en los dientes de la peineta.
Ahora, en silencio, puedo escuchar las ruedas del viejo carretón arrastrándose por encima del pavimento. Detienen el avance y mi pulso se acelera. Bajo la escala, de dos en dos. Me quedo tras la puerta, anticipándome al sonido de la reja que se abre. Antes de que él se empine a tocar el timbre y pueda despertar a mis vecinos de sueño ligero, descorro el picaporte.
..... -Buenas noches.
..... Mi trato es formal. El suyo también lo es: no contesta. Repite la venia de cada jueves, con su sombrero raído entre las manos, a la altura del ombligo. Y espera a que le indique el camino que conoce.
..... -Después de usted -le digo, solemne otra vez.
..... Sube hasta la cocina, espera que entre yo y cierra la puerta. Como de costumbre, alcanzo el interruptor con la mano, enciendo la ampolleta y veo cómo se le iluminan sus pequeños ojos turbios de ratón. Se agacha a contar los diarios. Me arrimo a su lado y siento su olor agrio, a vino y a sudor. Agacha la cabeza, apoya su nariz de delgadas venas rojas sobre la pila de papeles. Respira hondo, intentando retener su aroma. Yo acaricio el borde de su cuello transpirado; me río, tontamente, y retiro mis dedos. Él no parece darle importancia, su nariz permanece inmutable sobre el cúmulo de papel. Le tomo la mano Es áspera y pequeña. Acerco su palma a mi mejilla, pero él tiene la vista fija en un título, en alguna foto. Fuerzo sus dedos en el escote de mi camisón y su caricia me raspa. Me raspa y yo me muerdo la lengua y cierro los ojos, y los abro para verlo inclinar la cabeza sin dejar de mirarme con su pupila desviada; se tuerce entero y sonríe tímidamente. Su boca tiene varios dientes de menos, sus labios son delgados y secos como pellejo de animal muerto. Comienza a reír estrepitosamente cuando sirvo dos vasos plásticos de tinto. Me sigue hasta mi pieza.
Renato tiene las mejillas estragadas y ligeramente violeta en el borde de las patillas. Lo miro en el espejo, su frente está cruzada de arrugas profundas. Renato está de pie detrás de mí. Sus manos, engrifadas por los años al mando del carretón, son torpes con la peineta. Toca mi pelo, luego toca el suyo -cano, grueso, raleando sobre su cráneo- y vuelve al mío. Al concluir, veo que se inclina a recoger las hebras que se han desprendido de mi maciza cabellera. Quita las que han quedado adheridas entre los dientes del peine. Entonces me levanto, abro las sábanas y busco, como una ciega, el mechón de canas que le he guardado. Él suma todas las hebras y las mete en el bolsillo de su chaquetón. Toma el nudo de la pita con la que ha amarrado los diarios y los levanta. Lo escucho bajar las escaleras, cerrar la puerta de golpe.
Despierto. La orquesta invernal toca sobre el techo. Me levanto, me enredo en las sábanas y tropiezo. Las rodillas se me enfrían sobre el suelo, las palmas me duelen. Me arrastro como una borracha hasta la cama. Me cubro. Tiemblo. Tomo la peineta y mientras desenredo mi pelo, escucho el diario caer sobre el cemento, envuelto en plástico. Imagino cómo salpica agua en el impacto, cómo resbala suavemente en la lluvia hasta golpear la puerta. No espero el amanecer para ir a buscarlo, si se empapa tardaría demasiado en secarse. Cuido de no resbalar en el piso húmedo. La tranca, el pisaporte. El aguacero por todas artes. La bolsa con el papel dentro ha caído en un charco y escurre cuando la levanto. Abro el nudo para sacar los cuerpos, todavía tibios, oliendo a tinta. Pienso en la boca abierta, desdentada de Renato. Es lunes, la fecha exacta se lee encima del titular, centrada sobre la foto con una pareja de siameses recién separados. Es lunes hoy; ésa es toda la información que me interesa.
Días, noches largas en que nada parece suceder hasta la madrugada. A veces despierto horas antes del golpe periódico y al encender la lámpara de la mesa de noche encuentro las sábanas cubiertas de pelo sedoso y negro. La claridad del día demora en llegar, y a tientas voy buscando el extremo de cada hebra que anudo junto a las demás y que guardo entre mi ropa interior. Me perfumo con agua de colonia. Es medianoche ya. Los minutos se pisan los talones, me tiendo sobre la cama con la mano entre las piernas e imagino qué puede haberle sucedido. Cierro los ojos y lo veo en la barra con una caña. Lo veo tendido en la esquina, sobre uno de los fardos de apio de la feria. Lo veo resbalándose en cajas de huevos. Lo veo tapado con cartones y hojas sueltas de tabloide, dormido dentro del carretón, a pocos metros de esta casa. Me asomo por la ventana y la brisa ya no levanta mis pesados, mis oscuros pezones. La noche no tiene luna, no brillan las estrellas. No hay siluetas dibujadas sobre el pavimento. Irrumpo en la cocina: entre el refrigerador y el cajón de la basura reposan los periódicos que Renato debe venir a buscar. Doy cuerda a la hora y aprovecho de mirar las siniestras manecillas detenidas en mi muñeca. Tomo el diario para cerciorarme de la fecha. Tomo un cabello, lo tiro y me pregunto si faltará Renato precisamente hoy, que es jueves.
Una hora transcurre. He enrollado varias canas en la punta de mis dedos, ahorcándolos, pero él no ha aparecido. Entonces aguzo mi oído y escucho las ruedas avanzando sobre la calle. Descorcho la botella, tomo un sorbo que calienta mi estómago, apuro el trago y me levanto. Abro la puerta, una sonrisa se tambalea en mi rostro. Le muestro el vaso pero Renato no alza su cabeza. Se va acercando, lentamente. Se detiene, suspira como burro carguero. Me parece aún más pequeño que de costumbre esta noche, aplastado por las sombras de los árboles. Me siento en el escalón frío, muerdo entre los labios un mechón de pelo. Cuando Renato al fin se acerca y cruza la reja, separo mis piernas dobladas, cubiertas de vello, y me levanto el camisón. No me mira. La mano le tiembla. No decimos nada, no nos tocamos siquiera. Sube, deteniéndose a cada paso. Yo le ofrezco uno de tinto. Me muestra la oquedad de su boca pestilente, cierra los ojos y comienza a amarrar los papeles con una cuerda. Tomo la botella del gollete y entro a mi cuarto. Renato me sigue. Esta vez no me siento en la silla ni espero que me escobille el pelo, que huela el perfume de mi escote. Tomo los mechones que he ido recolectando, los enrollo y los pongo delicadamente en ese único bolsillo cosido de su chaquetón. Suavemente deslizo mis manos por las solapas, le voy quitando el abrigo y siento su cuerpo escuálido debajo de la camisa. Renato mira el suelo, y la botella que he dejado sobre la alfombra. Cierro los ojos y abro los botones de mi blusa mientras su dedo tembloroso persigue el comienzo de una cana perdida en las sábanas revueltas.
Después de recoger el diario, esta madrugada, vuelvo a la cama con un vaso de vino. Es la última botella. Renato se ha llevado las demás junto con los diarios, los cartones y mi camisa de dormir; también un par de aretes plásticos. Y macizos mechones de mi cabello encanecido. Sigo escobillándome durante horas, interrumpiendo esta delicada labor sólo para tomar otro sorbo, o para untar en el vino un trozo de pan viejo. Hace tanto que no entra aire de la calle por la ventana. Los días pasan imperceptiblemente, marcados por el diario que el repartidor arroja, por inexplicables motivos, en mi patio delantero. ¿Lunes? ¿Domingo? ¿Sábado? La cama aún huele a él, a su vómito. ¿Martes, miercoles? Han llegado algunas cartas, cuentas que no pagaré. El agua apenas escurre por la boca abierta del grifo. Me he acostumbrado a la luz que se cuela entre los listones de las persianas bajas.
Renato tarda, hace semanas que se atrasa. Imagino que hoy llegará de mañana, cuando mi reloj se haya detenido. Tembloroso, pálido. Hediondo a alcohol. Lo acostaré en mi cama y le serviré algo para tomar. Amarraré los diarios para él y, antes de que balbucee sobre la imperiosa necesidad de llevárselos en su viejo carretón para cambiarlos por dinero, desnudaré su cuerpo enjuto, bordado de costillas y de pelos, e insistiré con mis labios alrededor de su pene blando mientras me masturbo. Cierro los ojos y escucho el timbre antes que las ruedas del carretón. Me sorprende, es exactamente medianoche. Renato vuelve a a ser puntual. Tomo la peineta y veo que mis manos tienen una suave tonalidad amarillenta. Odeno las escasas hebras de cabello negro sobre mi cráneo. El resto son canas. Me raspo el cuero cabelludo en el apuro; sangra la piel. Bajo lentamente, descalza, con el vaso ya vacío en la mano. Retiro la lengua del picaporte. Tiemblo. Sólo veo su cuerpo en el contraluz de la luna. Esta vez no lleva sombrero, no trae encima su chaquetón.
..... -Renato -le digo-, lo esperaba. Pase.
..... Abrazo su cuerpo, pero algo en él ha cambiado. Su altura, lo robusto que está, su postura vigorosa. A su lado me siento repentinamente, demasiado frágil, pronta a desmoronarme como una estatua de arena humedecida, alcoholizada. Acaricio su cabeza y mi palma resbala sobre su pelo, sobre su curiosamente larga pelambrera.
.....-¿Renato, es...? -susurro emborrachada de extrañeza. Intento reconocer sus labios en la romántica oscuridad. Su boca se resiste, como siempre, hasta que cede-. Renato...
..... Y contesta, algo dice. Hace tanto que no lo escuchaba hablar, me digo sin emitir una palabra. No recuerdo la última vez, si acaso la hubo. ¿Hubo acaso alguna conversación?, me pregunto súbitamente exhausta. Pero no lo sé, no lo recuerdo. Y me peino con los dedos, y me mojo los labios mientras veo su boca gesticulando, y veo dientes, y su cabeza subre y baja agitando una frondosa cabellera entrecana, arrojándome el mensaje, que hace siete días, que lo encontraron muerto, que ella es, que ella... La voz de la mujer irrumpe hecha pánico en la torpeza de mis oídos.
... ..- He venido por los diarios de la semana -me parece que dice-, por los cuerpos de papel. ¿Los tiene, se los guardó para mí? -Sus palabras se astillan contra el pavimento. Alza entonces la mano hacia mi cabellera, escoge una de mis canas y la tira suavemente, como Renato.
..... -Y tendrá un vaso también -dice, dejándose llevar por mi mano-, un tintito que me convide.
***
Hojas de afeitar
Era lo que hacían ellos sobre sus rostros, con espuma, con una gruesa brocha de cerdas suaves, y mirándose atentamente al espejo para no cortarse. Pero también nosotras nos mirábamos en el tembloroso espejo del asombro, rasurándonos, las unas a las otras, durante el primer recreo de los lunes y el último de los jueves. Esperábamos a que se sintiera la aspereza sobre la piel para recomenzar el lento ritual que nos desnudaba de ese vello rasposo. No dejábamos ni un rastro de jabón en las axilas; y era tan excitante hacerlo, cada vez más intensa la emoción, que pronto fuimos extendiendo el filo de la gillette por los brazos, por las pantorrillas y los muslos. Nos afeitábamos puntualmente, tan en punto como las llegadas por la mañana a la reja de fierro coronada de puntas; exactas como el timbre que tocaba sin dulzura el dedo duro e insistente de la inspectora. Rasurar era un procedimiento tan matemático como el de copiarnos durante los exámenes de álgebra; las ecuaciones iban siendo resueltas y repetidas en un sonoro cuchicheo a oídos sordos de la vieja de ciencias. Pero no todas nuestras maestras eran tan ancianas ni oían tan mal. Había que proceder siempre entre señas y susurros, guardar para nosotras el secreto.
Nuestros cuerpos iban hinchándose de a poco, llenándose de bultos sorprendentes. Simultáneamente nos crecieron las tetas, se levantaron nuestros pezones con pelos alrededor que también eliminábamos con esmero. El pubis se nos había vuelto una madeja oscura que derramaba sangre, sin aviso, sincronizadamente; esa sangre tenía un resabio metálico que nos excitaba, como el murmullo de nuestras voces roncas, como ese laberinto que íbamos penetrando apasionadamente. Con entusiasmo solíamos empezar la tarea por el pelillo que se asomaba sobre los dedos de los pies; la gillette subía por los empeines desnudos como un acerado calcetín, deslizándose por los muslos como una panty, dejando un surco de piel pálida entre el espumoso jabón del baño; la filosa caricia se arrastraba por la ingle y luego descendía fría desde el ombligo hacia abajo, y por debajo del elástico, de la tela suave del calzón que por fin quitábamos, y separa las piernas, abre un poco más, idiota, quédate quieta, y nos entraba la risa al descubrir la lengua asomándose por el pubis, la carcajada nerviosa que nos hacía temblar espiando el beso que imprimía en los labios la hoja de afeitar.
Una de nosotras se quedaba vigilando la entrada del baño, esa puerta negra al final de un largo corredor, tras la espinosa rosaleda. La vigilante cubría nuestro murmullo cantando en voz alta nuestro himno a la reina de Inglaterra, lo repetía en una letanía hasta que veía a la inspectora en el fondo del pasillo, y entonces entonaba la canción nacional, para avisarnos, para distraer a la delgada inspectora que hinchaba el pecho al escuchar esa arenga patriótica, que deformaba hacia delante los labios haciendo más visible la oscura línea de vello que alguna vez, soñábamos, afeitaríamos a la fuerza, y entonces, buenos días señorita decía nuestra cómplice mientras nosotras, ahí dentro, ocultábamos las hojas de afeitar, y buenos días hija, contestaba la sargenta, pero no se interrumpa, siga cantando, le recomendaba, y permanecía ahí un momento más, con los ojos cerrados, disfrutando. La inspectora se iba como un sereno caminando dormido en su ronda; el peligro siempre pasaba de largo y nosotras nos bajábamos del retrete, recuperábamos las hojas escondidas y entibiadas dentro de los calzones, nos levantábamos otra vez el jumper y continuábamos rapándonos, las unas a las otras. Detrás, los muros de azulejos blancos.
Tampoco las demás compañeras sospechaban, o quizá sí, pero disimulando. Nunca ninguna se nos acercó; ninguna osó aventurarse por nuestro baño. Era como si percibieran que ese territorio estaba marcado, cercado; como si de nuestras miradas emanara una sucia advertencia. Las dejábamos admirar de reojo nuestra evidente superioridad física, nuestras rodillas lustrosas y los calcetines a media pierna; observaban de lejos el modo obsesivo en que nosotras, en la esquina del patio de cemento, pelábamos membrillos. Porque eso hacíamos cuando no estábamos en el baño, pelar y pelar membrillos con nuestras pequeñas navajas de acero. Ejercitábamos nuestra habilidad manual despellejando esa fruta ácida, competíamos por lograr la monda más larga sin que se partiera, pero el grueso y opaco rizo que íbamos sacándole siempre se rompía. Nos consolábamos de ese fracaso lamiendo la pulpa que nos dejaba la lengua áspera y reíamos a carcajadas. Todavía nos estábamos riendo cuando sonaba el timbre y debíamos doblar la hoja metálica para regresar a clases. Guardábamos también las cáscaras rotas en una bolsa plástica, era un precioso desinfectante para las accidentales incisiones.
Era miércoles y ya estábamos inquietas. Sentadas en la última fila, en línea, nos rascábamos mutuamente. Qué picor cuando empezaba a salir el pelo, y desde que nos afeitábamos cada vez salía más, y más grueso. Nos dejábamos marcas blancas sobre la piel con las uñas, pero evitando hacer ninguna mueca de gusto o de dolor, sin dejar un instante de fijar los ojos en el pizarrón donde la vieja de castellano explicaba las cláusulas subordinadas. Teníamos hojas nuevas y todavía quedaban quince minutos para el recreo, pero faltaba un día entero para el jueves. La impaciencia por regresar al baño empezaba a debilitarnos: se nos había ido adelgazando la voluntad, y en ese momento, en medio de una oración copulativa, en el instante más exasperado de nuestra picazón, se abrió la puerta y entró nuestra directora con la nueva estudiante. Toda la clase se puso de pie y repitió un saludo unísono en inglés, y después escuchamos su nombre. Para nada nos fijamos entonces en las duras facciones de Pilar ni en sus ojos penetrantes; no nos llamó la atención su sorprendente estatura, la escualidez de esa desconocida agazapada como la muerte en el oscuro uniforme de poliéster. Sólo nos desconcertaron sus pantorrillas tapadas de pelo. No vimos más que esa excitante maraña: toda una pelambrera virgen que nos erizó de asco y de alegría.
La brisa fría se colaba por las ventanas del invierno, nuestro último invierno, y Pilar estaba ahí, desafiante como una hoguera en un patio de viento. Sólo quedaba un asiento libre, en la esquina de la primera fila y ahí iba a apostarse, en ese pupitre de madera: se quitó el abrigo azul marino, el chaleco azul, y se arremangó para exhibir impúdicamente el espeso vello de sus brazos. Antes de sentarse volteó hacia atrás y bajo sus gruesas cejas hirsutas su mirada osciló lentamente entre nosotras, como si se nos entregara, como si se dejaba lamer por nuestros ojos. Se soltó la cola de caballo y empezó a escribir mientras nosotras apurábamos los lápices debajo de las mesas. No parece una mujer, decía la primera línea de la hoja del cuaderno que hicimos circular. Es cierto, es peluda, es demasiado flaca para tanto pelo, escribió otra de nosotras. Alguna se ensañaba en el borde de la uña cuando por fin se movieron las manos del tiempo y la inspectora hundió su dedo tieso en el timbre. Corrimos todas juntas por el pasillo, cruzamos la rosaleda, entramos al baño sin dejar vigilante. Frenéticamente, descuidadamente, dejándonos llevar por el arrebato y los gruñidos, estrenamos nuestras hojas en una carnicería inútil. Las unas contra las otras. Intentando librarnos del pelo ardiente de Pilar su pelambrera infinita nos arropaba más, se nos iba ensartando.
Pilar se paseaba ante nosotras en el patio mientras pelábamos membrillos. Dejábamos correr el jugo de la fruta por nuestras manos, nos chupábamos los dedos imaginándola desparramada en nuestro baño. Su mirada insidiosa, esa tarde, nos cortaba el aire. Después la vimos aventurarse lentamente por el pasillo, detenerse en la puerta negra y agitar la melena. La seguimos. Oímos cuando se encerraba en el retrete, su chorro interminable. ¿Quería o no quería? Se lavaba las manos cuando nos apostamos alrededor y le anunciamos lo bien que iba a quedar. No se movió mientras sacábamos las hojas pero se puso pálida: supimos que gritaría, tuvimos que agarrarla de pies y manos, sujetarla firme sobre el suelo, meterle en la boca un pañuelo para silenciarla. Se resistía, pero le levantamos el uniforme, le bajamos los calcetines, le quitamos los zapatos negros. Tenía pelo incluso sobre el empeine, y eso excitó aún más nuestra pasión por ella: qué desnuda iba a quedar cuando termináramos. Qué suave, que pálida. Pero seguía revolviéndose con los ojos muy abiertos y yo, que tenía la gillette en la mano, que no paraba de susurrarle que se quedara quieta por su bien, para no hacerle daño, empecé a rasurarla. A cortarla cada vez que se movía. La sangre en vez de asustarnos nos azuzaba, nos instaba a seguir. Nuestra saliva anestesiaría los ardores de su piel.
El suelo estaba cubierto de pelos y de sangre. Sólo faltaba el pubis y Pilar por fin dejó de moverse. Por un instante pensamos que se nos ahogaba con el pañuelo o que se nos estaba desangrando, y entonces no nos quedó más que desocuparle la boca. Como te muevas, idiota, te quedas sin ojos. Pilar sudaba con los párpados cerrados, pero respiraba suavemente, y nosotras suspiramos porque temíamos tener que cumplir esa promesa y matarla. La hoja fue cortando su calzón por los lados y, con mucho cuidado, sin descubrirla por completo todavía, empezó a afeitar primero la piel que lucía arriba del elástico y después hacia abajo, retardando la aparición del precioso y ansiado pubis de Pilar. Su pubis hinchado y negro. Sonrió ambiguamente cuando quitamos la tela y vimos aparecer esa enorme lengua asomada por sus labios, una lengua que al engordar nos dejó con la boca abierta, sin palabras, atónitas un momento mientras la lengua oscura se iba levantando. Entonces tiramos al suelo las hojas de afeitar y le besamos la boca y nos besamos con la lengua, enloquecidas por el éxtasis del descubrimiento.
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