miércoles, 13 de junio de 2018

Alejandra Laurencich / Cuentos

Alejandra Laurencich  es narradora y guionista. Ha participado en varias antologías de relatos. Es fundadora y Directora Editorial de la revista La balandra. Desde hace más de dos décadas desarrolla una intensa actividad dedicada a la formación de escritores compilada en el libro El taller (Aguilar, 2014). Su novela más reciente es Las olas del mundo.





Cuentos


Ceci, en la noche del milenio

Salvo los rulos color zanahoria que le seguían enmarcando la cara, no quedaba nada de mi prima Ceci, la que yo recordaba: una púber con los pechitos casi en la garganta con la que habíamos compartido el cuarto del fondo en ese campo de Córdoba, más de veinte años atrás, los viajes en la chata hacia el monte, mientras los varones metían bulla en la caja con sus hondas y sus rifles de aire comprimido. En aquel verano de nuestra pubertad, ellos cazaban pájaros y nosotras hablábamos de músicos de rock. Ceci vivía en Buenos Aires, igual que yo. Pero en barrios distanciados. Y aunque al cabo de aquellos días de pegoteo y amistad intensa nos habíamos pasado los teléfonos y las direcciones, no volvimos a vernos hasta esta noche, en la que toda la familia reunida esperaba el cambio de milenio.

Había un cordero o chivito asándose lentamente y corrían los aperitivos o vermúts como le gusta decir a la gente de allá. Sobre la mesa de mayólicas unas tablas gigantescas de embutidos caseros, quesos y aceitunas. Yo estaba bastante entonada por el fernet como para no despegar mis codos de la mesa mientras veía cómo uno de mis hijos acercaba peligrosamente su mejilla a un sapo que había encontrado y provocaba la admiración de varios chicos que lo acompañaban. Hacía calor y aún zumbaban algunos moscardones. Yo pensaba en cuántos de esos insectos pasarían al milenio siguiente, cuántos morirían esa misma noche. El jamón crudo era un manjar. Había pinchado otro mientras aún degustaba el anterior cuando Ceci se me sentó al lado. Traía una botella de Luigi Bosca que apoyó con algo de violencia entre nosotras. Sonrió y levantó su copa en señal de brindis. Chin-chin, le dije, porque me parecía de pésimo augurio acercar mi vaso manchado de espuma del fernet a esa copa reluciente donde se bamboleaba su vino.
-Tomamos de acá si querés- me dijo ella y entonces me acordé de que habíamos hecho eso alguna vez: tomar de la misma botella, una Cindor que nos habíamos comprado con nuestros pesitos, despreciando el cacao que preparaba Danila con esa leche recién ordeñada que nos repugnaba y por la que hoy pagaría con gusto. Una risotada grosera vino del medio círculo de varones que rodeaban al asador. Nuestros maridos estaban entre ellos.
-No cambian- dijo ella. -Siempre con esos chistes de pelotudos. Mirá los gestos.
Miré los gestos. Unas manos varoniles dibujando enormes tetas en el aire. La miré a Ceci. Tenía una mirada afiebrada. Bebí de la copa que me ofrecía y luego de un rato -un largo rato- escuché el comienzo de lo que sería su confesión.
-La carne es floja, ¿no?
Miré alarmada hacia el chivito prometedor que crujía sobre las brasas:
-¿Te parece...?-pregunté y estuve a punto de agregar que no recordaba haber comido un mal asado en ese campo.
-Pensé que Javier y yo estábamos a salvo de esa huevada bíblica- Ceci me miró: -Es bíblica ¿no es cierto?- No esperó a que le respondiera.- Pensé que nunca nos íbamos a meter en algo así, pero las cosas pasan. Pasan. Siempre hay una primera vez. Con las drogas es igual. Decís que no hasta que una vez te agarran con la guardia baja.
Esto va en serio, me dije, e intenté reunir el caudal de mi atención que se dispersaba entre el jamón crudo, las aceitunas rellenas, los brazos de mi hijo a lo lejos, alzando dos sapos como si fueran pesas, y el perfume a jazmines y carne asada que competían por impregnar el aire del anochecer.
-Desde que nació Martina, más o menos, empezamos a tomar merca. Sí, más o menos. Mirá que yo fui siempre reacia al porro y todo eso.
-¿Sí?- le dije, mostrándome interesada o sorprendida, vaya uno a saber. Ceci asintió.
-No me van esos mambos de alucinación y risa fácil. La coca es -hizo un gesto raro, como si tuviera un tic y corrigió- "Era". La coca era para mí, lo justo y necesario para pasar una noche divirtiéndome como todo el mundo, sin ganas de pedir una cama para echarme a dormir. Pero todo tiene un precio, viste. Fuimos perdiendo los laburos, el auto, las ganas de vivir, hasta las ganas de hacer el amor, de besarnos. En tres años no nos tocamos ni un pelo. Pero no sé por qué te cuento todo esto.
De la que nos salvamos, me dije, e intenté levantarme para ir a quitarles la diversión a los chicos, pero la mezcla de fernet y Luigi Bosca había hecho estragos en mi voluntad. Ella volvió a la carga:
-¿No será cana tu marido, no?
La empujé con el codo.
-No, pinta de rati no tiene- dedujo ella enseguida-. Bueno, la cosa es que después de mucha locura dijimos basta. Esto se acaba. Yo le dije: antes del dos mil quiero estar limpia. Todo este año estuvimos yendo a los grupos de ene-a y a análisis.
-¿Ene qué?
-A. Narcóticos anónimos.
-Ah.
Se tomó lo que quedaba en la copa y sirvió más. Me convidó. Yo tomé un traguito.
-Así que para nuestro aniversario de casados, fue la semana pasada, el 16, decidimos dar una gran fiesta en casa, para festejar que habíamos vuelto a vivir, entendés. A tener esperanzas. Y que seguíamos juntos y que podíamos contra cualquier cosa, porque mirá que las pasamos negras.
-Me imagino.
-No, no te das una idea.
Los moscardones iban desapareciendo. Una de nuestras tías nos trajo una fuente con berenjenas en escabeche. Casero, dijo y preguntó si estábamos bien. Yo le contesté que estábamos fenómeno, Ceci encendió un cigarrillo. Nuestra tía se fue.
-Decidimos hacer la fiesta en la terraza. Cada uno traía algo, eran más de cincuenta invitados. Yo le pedí a Javier que aclaráramos: la casa no se toca.  Lo había conversado con mi analista, viste. Dos o tres sesiones estuve hablando de eso. Del miedo que me daba volver al descontrol. Que la gente anduviera por todos lados. Como antes, cuando tomábamos pala. ¿Sabés cuántas veces amanecíamos con cinco o seis desconocidos durmiendo en casa?. Antes no le dábamos bola a esas cosas pero es importante, resguardar la intimidad. Los dormitorios, el living, nuestra casa. Para ir a la terraza no necesitábamos entrar allí. Es una de esas casas chorizo viste, las habitaciones se comunican entre sí y dan a un patio y del patio se sube directamente a la terraza. Y el baño de la casa tiene dos puertas, una hacia la casa, a los dormitorios bah, y la otra hacia el patio. Pusimos la traba a la puerta que da a la casa y listo. Intimidad resguardada. Bueno, para hacértela corta. La fiesta era un éxito, la noche preciosa. Había muchísima gente que yo no conocía, que eran amigos de amigos. Y amigos de otros amigos. Pero la gente no invadía la casa. Eso estaba bien claro. Yo sentía que empezaba una nueva etapa en nuestra pareja. Que podíamos ser gente adulta, normal. Tenemos más de treinta años pero hasta este momento siempre me sentí una adolescente. Ahora me sentía adulta, por primera vez. Una fiesta es una fiesta, el laburo es el laburo, la casa es la casa. Todo en su lugar, viste. Me sentía bien. A Javier se le echaban encima sus compañeras de grupo, y las de análisis -porque él hace terapia de grupo- y así, pero todo bien. Con onda amistosa. Bailaban, se divertían, a mí eso no me pone celosa. Serían como las dos cuando fui abajo para comerme un durazno y descansar un poco de tanta música. Mucho rock, viste. Me encanta, pero escuchado a toda potencia a veces me altera.
Ceci dio un trago mirando hacia el chivito. Yo aproveché a pinchar una aceituna con morrón.
-Están buenísimas estas- dije mordiendo la pulpa tierna. -¿Querés una?
Ceci negó con la cabeza como si comer aceitunas fuera una tarea despreciable.
-Nos quedamos charlando en la cocina con una amiga que se estaba haciendo un té de yuyos porque estaba medio descompuesta. A Martina la habíamos dejado con nuestros suegros. Bueno, cuando estoy por ir otra vez hacia arriba escucho unos ruidos que vienen de la puerta del dormitorio, más allá del living. La puta madre, digo, hay alguien en la pieza, y me dio bronca tener que empezar a esa altura de la noche a hacerme la policía. Estuve a punto de ir a llamar a Javier, para que él me acompañara a enfrentar el momento, nos apoyábamos mucho a partir de los grupos. Me quedé frente a la puerta y volví a escuchar ruidos, como si alguien se apoyara ahí, viste. Mi amiga se me acercó: qué pasa. Hay alguien, le dije. Y pensé: los límites claros, dijimos. De qué te sirve tanto análisis si no podés hacerte cargo de una situación. Coraje. Encaré yo. Pero apenas abrí la puerta un poco me la cerraron en la cara. Sólo alcancé a ver, pero una imagen muy fugaz, que no era un sola persona sino dos. Y que una de ellas era una de las pendejas que habían llegado a casa invitadas por vaya a saber quién. No tendrían más de veinte años y todos hablaban de lo bien que estaban las tetas de esas chicas. Como ahora, ¿los ves?- dijo señalando con el mentón al parrillero y sus secuaces.
Era cierto, Ceci parecía tener un radar para captar lo que estaba pasando en torno al chivito. Y a juzgar por los gestos parecía que los varones habían dejado la etapa de cazar gorriones con rifles de aire comprimido para pasar directamente a esta otra: la de hacer formas con las manos. Formas redondeadas, inconfundibles formas femeninas.
-Seguí- le dije a Ceci.
-Sí, mejor sigo- dijo ella y bebió un largo trago de vino- Me habían cerrado la puerta en la cara entonces, y mi amiga ya estaba alarmada. Qué pasa, Ceci, me decía. La tranquilicé: Nada, dos boludos que vinieron a franelear acá. ¡Abran pendejos! grité, y empecé a tratar de abrir la puerta, ¡Vayan a curtir a otro lado! gritaba y me reía un poco, por esa actitud de cana. Alguien mantenía la puerta con el cuerpo. Yo me tenté. Al final entre mi amiga y yo, pudimos abrir. Del otro lado sólo estaba Javier, con cara de sorprendido. Y yo no caí, eh? Mirá si sería grosera la confianza que le tenía que le digo como una idiota: ¿No viste a los dos que estaban acá? ¿Qué dos? me dice. La pendeja, Javier, la pendeja tetona estaba franeleando con un tipo. No, acá no había nadie. Pero, sí, yo los vi, qué creés que estoy inventando. Tienen que haberse ido para el cuarto de Martina, dije y esquivé a mi marido para ir al cuarto de mi hija. Quedáte tranquila, vamos arriba, escuché que me decía y yo seguí adelante. En el cuarto de Martina estaba todo bien, ordenado, pero la puerta del baño estaba abierta, alguien había abierto la puerta desde el dormitorio. Fui hasta allá, rápido, entré al baño y también estaba abierta la puerta que daba al patio. En ese momento escuché la puerta de entrada a la casa. Uh, se fueron, pensé. Espero que no se hayan robado nada, dije. Qué pajarita, dios. Revisé los lugares donde guardábamos la guita, la máquina de fotos, esas cosas. Volví a la cocina. Mi amiga me miraba con cara rara. Fue esa cara la que me dio mala espina. Esa cara de Y ahora qué vas a hacer. Un gesto de: pobre infeliz cómo te cagaron. Qué pasó, me dijo. Nada, se fueron, le contesté. Y todavía no relacionaba a Javier con nada. Pero empezó a resultarme chocante el hecho de haberlo visto allí abajo. Y el silencio de mi amiga. Y después, cuando subí a la terraza la mirada esquiva de él. La fiesta seguía. Y yo empecé a armar el rompecabezas. Pero no podía creerlo. No podía. Hacía quince años que estábamos juntos y nunca, ni en los peores momentos, nos habíamos metido los cuernos. Pero a medida que unía las imágenes con las deducciones, se me hacía más claro que él tenía que haber estado ahí, en nuestro dormitorio, con una pendeja, en la fiesta con la que estábamos celebrando el comienzo de una nueva etapa, el fin de los años oscuros. Él, violando la intimidad como ningún invitado había violado. Te juro que no me lo creía. Tenía que haber una explicación.
Al amanecer se fueron los últimos invitados. La terraza era un cenicero gigantesco. Había colillas por todos lados. Botellas vacías. Busqué una escoba y me puse a barrer. Javier desarmaba el equipo de música para llevarlo abajo porque parecía que iba a llover. Y yo seguía con la matraca. Que no, que no fue él, que no pudo haber sido. Pero me hice la astuta y le tendí una trampa. Lo daría por hecho, así me ahorraba las vueltas. Me acerqué, lo miré a los ojos y le dije: por qué lo hiciste. Y mirá si sería tarada que estaba esperando su: que hice qué cosa. Pero me dijo: No sé por qué. La verdad es que no sé.
Agarré a Ceci del brazo. Ella me miró y sonrió, con una sonrisa triste.
-Eso sí que fue caer al vacío- dijo.
Me convidó lo último que quedaba en la botella de vino. Después miró a Javier y agregó:
-Lo que no entiendo es por qué a partir de ese día tengo ganas de cogérmelo todo el tiempo.
Bebí de la copa hasta el fondo. La última noche del milenio se estaba acabando. Será porque adoramos los rifles de aire comprimido quise decirle. Pero pensé que Ceci ya lo sabría.

***
Bajo un cielo de invierno
—La tecnología lo es todo en el mundo de hoy —se oye decir, mientras espera que se caliente la cucharada de aceite que ha vertido en la sartén. Lo dice con un convencimiento casi panfletario, como si tuviera que salir a vender cursos de computación. Fue lo que dijo hace un rato, cuando la almacenera le comentó: ¿Sabe que su hija encontró a la mía en el Internet? Le dijo que la localizó porque figuraba el dato de la escuela primaria, mire qué cosa increíble. Una en Alemania, la otra acá. Parece mentira. La tecnología lo es todo, ha dicho, como tantas veces dice frente a sus compañeras del curso de porcelana fría. Acomoda el filet de merluza con cuidado sobre el aceite. Le da un poco de bronca tener noticias de Eliana por una extraña, porque después de todo, por más amigas que hayan sido esas dos chicas en el primario, no hay punto de comparación entre una ex compañera de escuela y una madre. Pero lo importante, lo que la hace feliz, es que ahora sabe que por esa razón Eliana no le escribe una palabra desde hace dos meses, porque estaba tomando exámenes a sus alumnos y allá en Alemania los exámenes son cosa seria. Dicen que en tres años de secundario aprenden a hablar español como si fuera un idioma de toda la vida. Así también le pagan a los docentes. El que quiere celeste que le cueste. Mauro debe estar igual. Ocupados en sus trabajos, para algo los hizo tan estudiosos, tan responsables. Qué hijos ha educado, Cristina. Usted sí que tuvo suerte. La mía no termina de despegar, siempre dependiendo: mami, mami. Treinta y seis y todavía no se casó. ¿A usted le parece? Disfrutelá, tiene ganas de decirle a la almacenera cada vez que le viene con eso, disfrútela, que cuando se van uno siente un vacío que es como si le arrancaran el alma.
Se va dorando el filete y ella corta un tomate al medio y espolvorea orégano sobre él. Una comida sana y liviana a la que se ha acostumbrado. La doctora le ha dicho que para la diabetes senil todo es cuestión de conducta. A ella justo le van a venir a hablar de conducta. A ella, que cuando tenía que dar un cachetazo bien puesto lo daba sin que se le moviera un pelo ni la conmovieran las lagrimitas. A una ex docente y rectora jubilada le van a hablar de actitud y conducta, por favor. O no ve que ahora, en vez de correr a abrir los mails como haría cualquiera, cumple con la regla, primero lo primero, dejar el almuerzo listo, todo dispuesto para disfrutar. Porque antes que nada las obligaciones, después el placer, chicos, decía siempre, aunque tantas veces la criticaron por eso, demasiada firmeza, una educación prusiana. Pero ahí los tienen, Chicago y Alemania (le cuesta el nombre de la ciudad donde Eliana es profesora titular). Que vengan a decirle ahora que esa forma de educar estaba equivocada.
Y lo que más bronca le da es el trato seco que tiene esa doctora. Para qué llamar senil a una enfermedad que ya lleva su fama de antipática. Da vuelta el filete con cuidado. Y sin necesidad lo de senil, porque la doctora le ha dicho que no se asuste, que es una enfermedad como cualquier otra, le dicen así para diferenciarla de la del tipo I, que ésa sí es brava. Pero el susto ya se lo había dado, aunque después le aseguró que con pastillitas y una dieta equilibrada se la podía controlar absolutamente, que nadie moría de una diabetes senil, a menos que se dedicara a comer chocolates y tortas todo el día, y que ella no iba a hacer eso, ¿no? Cómo se ve que la doctora no la conocía, no conocía la actitud de acatamiento a la autoridad que ella tuvo desde niña y que inculcó a todos. Pero para qué pensar en diabetes ahora, con este día radiante. Y la perspectiva que le ha dado la almacenera: Seguro que ahora vuelve a casa y tiene mensaje de Eliana; dice que extraña el mate, pero que allá ahora consigue yerba, aunque no es lo mismo, qué va a ser lo mismo tomar mate entre los alemanes, ¿no?
Deja el filete en un plato cubierto, al lado del microondas, lava la sartén, la espátula, deja la mesada impecable y se saca el delantal. Su gata se levanta del almohadón donde ha estado durmiendo y ella tiene ganas de abrazarla: se acabó la espera, michi. Pero su gata salta hacia la ventana entreabierta y sale al jardín, tan ajena a su emoción, tan oronda y distante que le da rabia. Aunque debería sentir piedad: la pobre gata ya está grande, se ha puesto gorda y mañosa después de la operación. Prepara el plato, los cubiertos, la servilleta, el vaso. Una jarra de agua. Todo ordenado y dispuesto. Le recuerda a los preparativos en la víspera de Reyes cuando sus chicos eran chiquitos. El pasto que iban a buscar al baldío, los tazones de agua para los camellos. Las cartas escritas en hojas de cuaderno, para que las letras no salieran torcidas. Qué lindo esperar el paso de las horas para recibir la sorpresa. Ella todos los días abre los mails con la avidez de un chico que se despierta el día de Reyes. Pero hoy tiene la seguridad de que el día ha llegado: que el mail de Eliana está ahí, porque si su hija le ha escrito a una cualquiera, cómo no va a escribirle a ella que le ha dado la vida, como decía Serrat en esa canción tan triste: si le diste toda tu juventud, un buen colegio de pago, el mejor de los bocados. Mejor no acordarse de la desesperación. Perdón, mami, por tenerte tan abandonada, seguro le dice Eli. No es nada hija, va a contestarle, yo estoy bien de salud, plata no me falta, gracias a Dios, y para algo estamos las madres, para soportarlo todo, ¿no?
La radio está encendida y el pronóstico anuncia una ola de frío polar para toda la semana. La apaga. A ella no le gusta el invierno y hoy le parece estar en primavera. Se apura por el pasillo. Siente la esperanza llegándole hasta los huesos, liberándola del entumecimiento, del silencio en el que ha esperado una mísera carta, una postal, un mensaje. Al trote, al trote, al galope, galope, galope. Recuerda esa copla con la que hacía reír a sus hijos cuando los subía a su falda. Recuerda las costillitas frágiles que se adivinaban bajo esos cuerpos. Pequeños ángeles. Se reían con ella.
El comedor está en penumbras aún y abre la persiana para que el sol ilumine la mesa lustrada. En el lugar que siempre ocupó su marido ahora está la computadora. La imagen de esas comidas en familia le cruza la memoria como un ramalazo de nostalgia. Mario en una punta, en la otra punta ella, y los laterales para los chicos. Bulliciosos, alegres. Peleaban por el puré o un vaso más de coca. Quita la toalla con la que protege del polvo a la PC. Así le dice el muchacho que viene a darle clases de computación dos veces por semana. Encienda la PC. Ella es una mujer ávida de conocimientos. Lo ha sido siempre. Trató de inculcar a sus hijos y a sus alumnos esa actitud ante la vida, cuando era docente. Aprieta la tecla de inicio del equipo —la CPU, Cristina—. Tiene que acostumbrarse al lenguaje técnico si no quiere quedar aislada del mundo. Vuelve a pensar que la tecnología hoy lo es todo. Escucha el zumbido que se apodera del aire, es el ventilador del equipo, el día en que no escuche ese zumbido tiene que preocuparse. Mira el logo de los cuatro colores que se ilumina en el centro oscuro de la pantalla y siente una ansiedad que la hace removerse en la silla, una esperanza infantil. La misma alegría que habrán sentido hace tantísimos años Eliana y Mauro, al ver la caja gigante del juego de Mis ladrillos sobre los zapatos. No se hubieran atrevido a desear aquella caja porque era una época dura, papá no consigue trabajo, chicos, tenemos que adaptarnos, pero la caja apareció, gracias a todos los extras por presentismo que ella guardó durante un año. Las sorpresas no se esperan. No se sueñan ni se anticipan. Hoy, ir al almacén fue como entrar en la víspera de Reyes. Ve el fondo de pantalla que le ayudó a diseñar su profesor de computación, para personalizar su PC. Una foto del primer viaje de sus hijos a Europa. Ríen hacia la cámara con los palos de esquí en alto, en un pueblito suizo llamado Zermatt. Bajo sus botas, sobre la blancura de la nieve, ella ha puesto una leyenda en letras de colores: Sonríe! Ellos te aman. Tiene ganas de gritarles gracias, como gritó hace cuatro años, cuando la abogada la despertó de una siesta angustiante para decirle que había salido por fin la jubilación. El antivirus señala su actividad. Ella fija su vista en los televisorcitos que se ven en la barra inferior, espera hasta que se quite esa cruz roja que los tacha. Por fin. Ahora sí, hace un clic rápido sobre la e con el lazo que el muchacho le ha dicho que es su contacto con el mundo entero. Se despliega una pantalla con nombres y noticias. Ella busca el correo. Clic. Bandeja de entrada (6). Y un sobrecito cerrado como símbolo. Uno de esos 6 seguro que es de Eliana. El corazón se le desboca. Oprime la tecla con ternura, y otra ventana se abre, Hola Cristina, dice. Lee los nombres de la lista de mensajes una y otra vez, pero el desconcierto ya le ha invadido la sangre. Ninguno de los mensajes lleva ese nombre que espera. Imagina a Eliana, tan ocupada en esa ciudad del sur de Alemania.
Cierra el correo. Cierra el Hotmail. Apagar el equipo. Aceptar. El zumbido del ventilador se silencia y hay otro zumbido ahora, el del aire vacío, el de los pisos brillantes, las hornallas apagadas. Camina por la casa, buscando tareas. Ya ha sacado la toalla de la soga, ya hay un filete de merluza esperando a ser recalentado en el microondas. Pero no tiene hambre. Busca un libro con el que entretenerse un rato. En la repisa de su dormitorio están las postales que sus hijos le han mandado de sus viajes. También está allí el libro que Mauro le ha regalado hace diez años: Citas felices para mamá. Hay una de Epicteto que tiene marcada con un señalador. La busca. Lee: La felicidad consiste en no desear nada y de ese modo ser libres. Se recomienda a sí misma prescindir de las circunstancias externas. Pero tiene su ánimo atado a la llegada de mensajes de sus hijos. Ellos son Lo importante. Sentados en su escritorio con vista a Chicago, o en la sala de profesores de un Gymnasium en Alemania, ellos pueden entrar a una PC y cambiar su ánimo. Con un llamado telefónico, una simple postal. Son como administradores de bienestar y alegría. Como reyes dadivosos. Ha escrito cartas para ellos. Intentando no ser cargosa. Mostrando cuántos cursos, qué independiente y activa puede ser una mujer que se lo propone. Ha aprendido a manejar la computadora, el Hotmail, hasta a pegar fotos ha aprendido. Pero todos los días, después de leer los mails que la invitan a comprar con descuento o le prometen un cutis suave o la animan a formar parte de una cadena que desarmará una infamia política, cierra el correo y lee a Epicteto. O abre su cuaderno azul, en el que aún guarda las libretas sanitarias y los boletines de sus hijos, en el que está el registro de cada uno de los días de su maternidad. 6 de enero de 1979. Eliana corre con su camisoncito lila, de la pantera rosa, hasta la caja envuelta con papel brillante. Veo que tiene un agujerito en la costura. 29 de noviembre de 1984, Mauro calza 39, está tan grande ya. Me pregunto si algún día va a dejar de dormir con la boca abierta. Hoy tengo que llevarlo a la fonoaudióloga. Lee y lee y por unas horas no sabe si existe, se pierde en los vericuetos sentimentales de sus hijos, cuando entraron al jardín de infantes con sus guardapolvos a cuadros, cuando Maurito recibió la beca de inglés, o Eliana salió con sus amigas al cine por primera vez, cuando tuvieron angina, o varicela. Luego mira por la ventana. Ve cruzar a uno de los obreros de la fábrica. Desea ser él. Tener a sus hijos, su familia esperándolo en casa, como única inquietud el hambre, un sándwich de milanesa al mediodía para saciarla. El alivio dentro de un tupper.
El cielo es un cielo de invierno ahora, aunque el sol brille, aunque vuele algún pájaro. Mira a su gata, su blanco pelaje, su cuerpo ovillado contra el muro de enredaderas, descansa cerca del sitio donde hace unos años enterraron a uno de sus gatitos, el que atropelló un camión. Recuerda cómo la gata, tan joven entonces, tan madre ágil e inocente, lo buscaba esa mañana, acercando su hocico a la tierra, alzando la cabeza hacia los árboles, parecía llamarlo. Dónde estás, gatito. Ella escuchaba a Schubert y se atragantaba de lágrimas, detrás del vidrio que separa todavía hoy su dormitorio del jardín-camposanto. El duelo fue más largo para ella que para la gata. Nunca le va a perdonar su escasa tristeza. Aunque desde entonces la envidia. Envidia la capacidad de desprenderse de su instinto materno sin consecuencias. Liberarse del dolor, olvidar que una fue madre alguna vez. La gata es libre, según Epicteto. No desea nada. Su necesidad de comida se ve satisfecha dos veces por día. Tiene la noche para andar por los tejados. Sólo espera no ser atrapada por algún niño juguetón y travieso. No hay día de Reyes, ni ilusiones, ni palabras que espere para darles sentido a sus actos cotidianos.
La gata duerme. Ella la mira. Y decide que en un rato, después de comer el filete quizá, va a sentarse a la PC y va a escribirle a sus hijos: Mamá se muere chicos, una enfermedad que lleva el nombre de senil es lo que han diagnosticado. Seguro que entonces le contestan. Un mensaje al menos, un llamado. Algo.

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