lunes, 19 de junio de 2017

La imaginación pornográfica / Susan Sontag



(Fragmento del libro Estilos Radicales)


  Nadie debería emprender un debate sobre la pornografía sin antes reconocer que hay varias pornografías —por lo menos tres— y sin asumir el compromiso previo de abordarlas una por una. La verdad sale muy beneficiada cuando se examina, por un lado, la pornografía como elemento de la historia social y, por otro, la pornografía como fenómeno psicológico (síntoma de la deficiencia o deformidad sexual tanto en los productores como en los consumidores, según la opinión generalizada) y cuando, por añadidura, se distingue de estas dos otro tipo de pornografía: una modalidad o convención menor pero interesante dentro de las artes. En la que quiero fijar la atención es en la última de estas tres pornografías. Más estrictamente, en el género literario para el cual, a falta de un nombre mejor, estoy dispuesta a aceptar (en la intimidad del debate intelectual serio, no en los tribunales de justicia) el dudoso rótulo de pornografía. Por género literario entiendo un conjunto de obras que pertenecen a la literatura considerada como arte, y a las cuales se aplican las pautas intrínsecas del mérito artístico.      Desde el punto de vista de los fenómenos sociales y psicológicos, todos los textos pornográficos entran en la misma categoría: son documentos. Pero desde el punto de vista del arte, es muy posible que algunos de estos textos se conviertan en algo distinto. Las tres hijas de su madre, de Pierre Louys; Historia del ojo y Madame Edwarda, de George Bataille; Historia de O y La imagen, firmadas con seudónimos, no sólo pertenecen a la literatura, sino que se puede explicar claramente por qué estos cinco libros tienen un nivel literario muy superior al de Candy; o al de Teleny, de Oscar Wilde; o al de Sodom, del conde de Rochester; o al de Los amores de un hospodar, de Apollinaire; o al de Fanny Hill, de Cleland. La avalancha de pornografía comercial que se ha distribuido durante dos siglos en forma clandestina y ahora, cada vez más, en forma pública, no basta para impugnar la jerarquía literaria del primer grupo de libros pornográficos; tampoco la proliferación de novelas del tipo de Los insaciables y El valle de las muñecas menoscaba los méritos de Anna Karenina, El gran Gatsby y The Man Who Loved Children. Tal vez la razón aritmética entre la auténtica literatura y la bazofia en el ámbito de la pornografía sea un poco menor que la que existe entre las novelas de genuino valor literario y el grueso de la ficción subliteraria que se produce para halagar el gusto de las masas. Pero probablemente no es menor que la que existe, por ejemplo, en ese otro subgénero con tan mala reputación pero que cuenta en su haber con unos pocos libros de primera magnitud: la ciencia ficción. (En cuanto formas literarias, la pornografía y la ciencia ficción tienen otros varios rasgos interesantes en común). De todas maneras, la medida cuantitativa suministra una pauta trivial. Hay escritos, quizá relativamente escasos, que parece razonable catalogar como pornográficos —suponiendo que esta rancia denominación sirva para algo— a los cuales, al mismo tiempo, no se les puede negar la calificación de literatura seria. Todo esto parecería obvio. Y sin embargo hay indicios de que dista mucho de serlo. Por lo menos en Inglaterra y Estados Unidos, el estudio y la valoración razonados de la pornografía se ciñe estrictamente a los límites de la retórica que emplean los psicólogos, sociólogos, historiadores, juristas, moralistas profesionales y críticos sociales. La pornografía es una enfermedad que hay que diagnosticar y que se presta a la formulación de juicios. Se está a favor o en contra de ella. Y tomar partido respecto de la pornografía no se parece nada al hecho de estar a favor o en contra de la música aleatoria o del pop art, y en cambio se parece bastante al hecho de estar a favor o en contra de la legalización del aborto o de la ayuda gubernamental a las escuelas religiosas. En verdad, los nuevos y elocuentes defensores del derecho y el deber de la sociedad a prohibir los libros obscenos, como George P. Elliott y George Steiner, y quienes, como Paul Goodman, prevén que la política de censura tendrá consecuencias nocivas mucho peores que cualquier daño que puedan producir dichos libros, abordan este tema con la misma propensión a considerarlo fundamental. Tanto los libertarios como los aspirantes a censores están de acuerdo en reducir la pornografía a la categoría de síntoma patológico y de producto social problemático. Existe un consenso casi unánime acerca de lo que es la pornografía, y se la identifica con teorías sobre las fuentes del impulso que lleva a producir y consumir estas curiosas mercancías.  Cuando se la enfoca como tema de análisis psicológico, raramente se la juzga como algo más interesante que meros textos que ilustran una interrupción deplorable en el desarrollo normal de la sexualidad adulta. Según este punto de vista, la pornografía no es más que la representación de las fantasías de la vida sexual infantil, filtradas por la conciencia más experta y menos inocente del adolescente masturbador, para que las compren los denominados adultos. Cuando se la enfoca como fenómeno social —por ejemplo, en relación con el auge de la producción de pornografía en las sociedades de Europa occidental y Estados Unidos a partir del siglo XVIII— el criterio no es menos inequívocamente clínico. La pornografía se convierte en una patología colectiva, en la enfermedad de toda una cultura acerca de cuyas causas existe un consenso casi general. La producción creciente de libros obscenos se atribuye a una herencia purulenta de la represión sexual cristiana y a la pura y simple ignorancia fisiológica, antiguas lacras que se ven ahora sintetizadas por hechos históricos más recientes, por el impacto de dislocaciones drásticas en las formas tradicionales de la familia y el orden político, y por el cambio inquietante en el papel de los sexos. (El problema de la pornografía es uno de «los dilemas de una sociedad en transición», afirmó Goodman en un ensayo que escribió hace varios años). Por consiguiente, existe un consenso casi total en el diagnóstico de la pornografía. Las discrepancias sólo afloran cuando se trata de calcular las consecuencias psicológicas y sociales de su difusión, y de enunciar las tácticas y las políticas a aplicar. Los artífices más esclarecidos de la política moral están dispuestos, indudablemente, a admitir que existe algo así como una «imaginación pornográfica», aunque sólo en el sentido de que las obras pornográficas son símbolos de un fracaso o una deformación extremos de la imaginación. Y tal vez reconozcan que, como han sugerido Goodman, Wayland Young y otros, también existe una «sociedad pornográfica» de la que, en realidad, la nuestra es un ejemplo floreciente, porque se trata de una sociedad edificada con tanta hipocresía y represión que debe generar inevitablemente una explosión de pornografía, entendida esta como su expresión lógica y como su antídoto subversivo y popular. Pero jamás he visto argumentar en sector alguno de la comunidad literaria angloestadounidense que determinados libros pornográficos son obras de arte interesantes e importantes. Mientras se encare la pornografía sólo como un fenómeno social y psicológico y como un foco de preocupación moral, ¿cómo se podría plantear semejante argumento?


Aquí  abajo pueden encontrar Estilos radicales completo ;)
https://goo.gl/5uymYg


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