(Fragmento del libro Estilos Radicales)
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Nadie debería emprender un debate
sobre la pornografía sin antes reconocer
que hay varias pornografías —por lo
menos tres— y sin asumir el
compromiso previo de abordarlas una
por una. La verdad sale muy beneficiada
cuando se examina, por un lado, la
pornografía como elemento de la
historia social y, por otro, la pornografía
como fenómeno psicológico (síntoma de
la deficiencia o deformidad sexual tanto
en los productores como en los
consumidores, según la opinión
generalizada) y cuando, por añadidura,
se distingue de estas dos otro tipo de
pornografía: una modalidad o
convención menor pero interesante
dentro de las artes.
En la que quiero fijar la atención es
en la última de estas tres pornografías.
Más estrictamente, en el género literario
para el cual, a falta de un nombre mejor,
estoy dispuesta a aceptar (en la
intimidad del debate intelectual serio, no
en los tribunales de justicia) el dudoso
rótulo de pornografía. Por género
literario entiendo un conjunto de obras
que pertenecen a la literatura
considerada como arte, y a las cuales se
aplican las pautas intrínsecas del mérito
artístico. Desde el punto de vista de los
fenómenos sociales y psicológicos,
todos los textos pornográficos entran en
la misma categoría: son documentos.
Pero desde el punto de vista del arte, es
muy posible que algunos de estos textos
se conviertan en algo distinto. Las tres
hijas de su madre, de Pierre Louys;
Historia del ojo y Madame Edwarda,
de George Bataille; Historia de O y La
imagen, firmadas con seudónimos, no
sólo pertenecen a la literatura, sino que
se puede explicar claramente por qué
estos cinco libros tienen un nivel
literario muy superior al de Candy; o al
de Teleny, de Oscar Wilde; o al de
Sodom, del conde de Rochester; o al de
Los amores de un hospodar, de
Apollinaire; o al de Fanny Hill, de
Cleland. La avalancha de pornografía
comercial que se ha distribuido durante
dos siglos en forma clandestina y ahora,
cada vez más, en forma pública, no
basta para impugnar la jerarquía
literaria del primer grupo de libros
pornográficos; tampoco la proliferación
de novelas del tipo de Los insaciables y
El valle de las muñecas menoscaba los
méritos de Anna Karenina, El gran
Gatsby y The Man Who Loved
Children. Tal vez la razón aritmética
entre la auténtica literatura y la bazofia
en el ámbito de la pornografía sea un
poco menor que la que existe entre las
novelas de genuino valor literario y el
grueso de la ficción subliteraria que se
produce para halagar el gusto de las
masas. Pero probablemente no es menor
que la que existe, por ejemplo, en ese
otro subgénero con tan mala reputación
pero que cuenta en su haber con unos
pocos libros de primera magnitud: la
ciencia ficción. (En cuanto formas
literarias, la pornografía y la ciencia
ficción tienen otros varios rasgos
interesantes en común). De todas
maneras, la medida cuantitativa
suministra una pauta trivial. Hay
escritos, quizá relativamente escasos,
que parece razonable catalogar como
pornográficos —suponiendo que esta
rancia denominación sirva para algo— a
los cuales, al mismo tiempo, no se les
puede negar la calificación de literatura
seria.
Todo esto parecería obvio. Y sin
embargo hay indicios de que dista
mucho de serlo. Por lo menos en
Inglaterra y Estados Unidos, el estudio y
la valoración razonados de la
pornografía se ciñe estrictamente a los
límites de la retórica que emplean los
psicólogos, sociólogos, historiadores,
juristas, moralistas profesionales y
críticos sociales. La pornografía es una
enfermedad que hay que diagnosticar y
que se presta a la formulación de
juicios. Se está a favor o en contra de
ella. Y tomar partido respecto de la
pornografía no se parece nada al hecho
de estar a favor o en contra de la música
aleatoria o del pop art, y en cambio se
parece bastante al hecho de estar a favor
o en contra de la legalización del aborto
o de la ayuda gubernamental a las
escuelas religiosas. En verdad, los
nuevos y elocuentes defensores del
derecho y el deber de la sociedad a
prohibir los libros obscenos, como
George P. Elliott y George Steiner, y
quienes, como Paul Goodman, prevén
que la política de censura tendrá
consecuencias nocivas mucho peores
que cualquier daño que puedan producir
dichos libros, abordan este tema con la
misma propensión a considerarlo
fundamental. Tanto los libertarios como
los aspirantes a censores están de
acuerdo en reducir la pornografía a la
categoría de síntoma patológico y de
producto social problemático. Existe un
consenso casi unánime acerca de lo que
es la pornografía, y se la identifica con
teorías sobre las fuentes del impulso que
lleva a producir y consumir estas
curiosas mercancías. Cuando se la
enfoca como tema de análisis
psicológico, raramente se la juzga como
algo más interesante que meros textos
que ilustran una interrupción deplorable
en el desarrollo normal de la sexualidad
adulta. Según este punto de vista, la
pornografía no es más que la
representación de las fantasías de la
vida sexual infantil, filtradas por la
conciencia más experta y menos
inocente del adolescente masturbador,
para que las compren los denominados
adultos. Cuando se la enfoca como
fenómeno social —por ejemplo, en
relación con el auge de la producción de
pornografía en las sociedades de Europa
occidental y Estados Unidos a partir del
siglo XVIII— el criterio no es menos
inequívocamente clínico. La pornografía
se convierte en una patología colectiva,
en la enfermedad de toda una cultura
acerca de cuyas causas existe un
consenso casi general. La producción
creciente de libros obscenos se atribuye
a una herencia purulenta de la represión
sexual cristiana y a la pura y simple
ignorancia fisiológica, antiguas lacras
que se ven ahora sintetizadas por hechos
históricos más recientes, por el impacto
de dislocaciones drásticas en las formas
tradicionales de la familia y el orden
político, y por el cambio inquietante en
el papel de los sexos. (El problema de
la pornografía es uno de «los dilemas de
una sociedad en transición», afirmó
Goodman en un ensayo que escribió
hace varios años). Por consiguiente,
existe un consenso casi total en el
diagnóstico de la pornografía. Las
discrepancias sólo afloran cuando se
trata de calcular las consecuencias
psicológicas y sociales de su difusión, y
de enunciar las tácticas y las políticas a
aplicar.
Los artífices más esclarecidos de la
política moral están dispuestos,
indudablemente, a admitir que existe
algo así como una «imaginación
pornográfica», aunque sólo en el sentido
de que las obras pornográficas son
símbolos de un fracaso o una
deformación extremos de la
imaginación. Y tal vez reconozcan que,
como han sugerido Goodman, Wayland
Young y otros, también existe una
«sociedad pornográfica» de la que, en
realidad, la nuestra es un ejemplo
floreciente, porque se trata de una
sociedad edificada con tanta hipocresía
y represión que debe generar
inevitablemente una explosión de
pornografía, entendida esta como su
expresión lógica y como su antídoto
subversivo y popular. Pero jamás he
visto argumentar en sector alguno de la
comunidad literaria angloestadounidense
que determinados libros pornográficos
son obras de arte interesantes e
importantes. Mientras se encare la
pornografía sólo como un fenómeno
social y psicológico y como un foco de
preocupación moral, ¿cómo se podría
plantear semejante argumento?
Aquí abajo pueden encontrar Estilos radicales completo ;)
https://goo.gl/5uymYg
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