
Camino entre desconocidos que no se miran entre sí porque miran para adentro, como si el aire helado de la calle fuera el preámbulo de una misa, la ceremonia de ser rusos. Es frío este día después de la clase de ruso, hay frío mientras camino sobre una masa de hielo hacia la parada del tranvía, el crujido de la nieve bajo mis botas: botas de cuero revestidas interiormente con piel de oveja, medias de lana tres cuartos, medias bombacha, camiseta térmica, remera de lana, pullover, abrigo de cuero y piel, bufanda, gorro y orejera de polar. Debajo de todo eso estoy yo. No puedo dejar de sentirme un sándwich puro pan, soy el poco fiambre que queda de esa cosa en la que me convertí cuando me vine a vivir a este país, a esta ciudad que con la primera nevada se transforma en un pueblo de calles sin asfalto, con veredas que son túneles entre montañas de nieve, cuando el aire es una masa en silencio y nadie habla en la calle. El único sonido es el chirrido del tranvía al hacer la curva, el freno, la gente que sube en silencio como en una procesión. Hay lugar y asiento para todos en este día de invierno cuando el mundo está en orden, donde no hay borrachos, ni olores, ni calles sucias, grises calles de asfalto tirado como por olvido, un asfalto ahora inexistente bajo el manto de nieve, lo único que aquí parece crear un orden natural. Alientos de frío salen de las bocas de otros pasajeros, de mi boca, vapores de calor que se condensan en el aire suben desde los kioskos de la plaza, de las chimeneas de las casas, como otros alientos de otras bocas, un concierto silencioso de vapores. Todo respira frío y tranquilidad esta mañana, la gente y las casas, los árboles y los objetos, todos y cada uno protagonistas del mismo aire. Estoy sentada junto a la ventana, el tranvía avanza muy lentamente, como con cuidado, un cuidado nuevo, insólito. Los edificios bajo el cielo azul límpido parecen aun más limpios, contentos, sonrientes las ventanas reflejando el sol, que hace resaltar las superficies blancas, porque todo lo que está quieto es blanco. Siento calor en la cara, el sol calienta mi piel, es una caricia cálida en medio de tanto frío. Cierro los ojos.
Y cuando los abro, estoy en otro mundo, un mundo que es este mismo pero en otra escala, una escala aumentada de la realidad o enajenada por la irrealidad, porque empezó a nevar y los copos en el aire iluminado se separan en mínimas partículas que quedan suspendidas en el espacio, como el polvo en el reflejo del sol en una mañana de verano. Pero no es polvo, son partículas minúsculas de hielo perfectamente reconocibles, se me acercan como ínfimos platos voladores, chocan contra el vidrio y desaparecen en puntos que no llegan a ser gotas. Me arrimo a la ventana y los miro de cerca, flotando ingrávidos en el aire. Y entonces, aunque no pueda creer lo que ven mis ojos, los veo: son dibujos de nieve, uno, dos, cuatro, se multiplican en el aire, flotan sin peso en esa masa fría y luminosa. Cada una es un dibujo diferente, son infinitas las formas, son simétricas, translúcidas, cerradas en sí mismas, perfectas, tienen una vida que no dura nada, pero hasta la nada dura más tiempo en esta mañana bajo el sol de Moscú. Las veo y quisiera jugar con ellas, hacer dibujos en el aire, flores de hielo en la ventana, combinaciones de mandalas rusas, ornamentos orientales sin principio ni fin. Pero me quedo sentada en mi asiento y no hago nada. Todo sigue igual, cada uno está en lo suyo: la abuelita con sus dos bolsos llenos de botellas de cerveza vacías dormita en su asiento individual, un hombre con gorro de piel como un zorrino tiene la vista fija en un punto frente a él, una chica sonríe mientras lee un libro, el conductor, arropado como un prisionero del Gulag, cambia la velocidad. Quiero decirles que miren los dibujos, es un espectáculo para los ojos, sólo hay que acercarse un poco. Pero no digo nada, me quedo callada. Entonces, veo que soy la única que repara en ellos, quizás me fue otorgado por un rato el don de ver como a través de un lente especial, de meterme en una dimensión diferente. Entiendo y sonrío. Sé que es un regalo, un mensaje, un misterio. Y lo agradezco en silencio.
(Esta crónica se editó en diversas antologías de España y Argentina y espera con otras veintinueve crónicas de Rusia ser editada este año (aunque el editor me dijo que el papel está muy caro). “La idea del frío” ganó el Premio Osvaldo Soriano de Relato de la Facultad de Periodismo y Ciencias Sociales de La Plata en 2013).
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