Ilustración Susana García |
—Fue acá. Justo acá —dijo parándose en seco y dando un golpe con el pie sobre el camino de tierra. Volví sobre mis pasos hasta quedar junto a ella, casi pegadas.
—Acá se me apareció de repente. Como salido de ninguna parte. Si no lo conociera desde que soy así, habría pensado que era el Diablo y no el Tatú—, volvió a pegar con el pie levantando una nubecita de polvo.
Nos quedamos calladas, conteniendo la respiración. Ella, reviviendo el momento. Yo, tratando de imaginármelo, de ponerme en su lugar.
A ambos lados del camino crecía el maizal casi tan alto como nosotras dos. Como ella que era petisa y como yo, que a los doce era demasiado alta para mi edad, siempre me decían.
El sol partía la tierra y no se escuchaba nada fuera del viento pasando entre las hojas y las cañas haciendo ese ruido áspero, de garganta seca.
—Yo iba a lo de la Teya —dijo extendiendo un brazo desnudo y enrojecido hacia adelante.
Ella tenía la piel muy blanca, como la madre. Mi otra tía y mi tío también. Mi padre tenía la piel oscura como su madre muerta, la mujer que tuvo mi abuelo antes de casarse con la madre de mis tíos que era bien gringa, rubia y de ojos claros. Ellos heredaron su tez, por eso en el verano se ardían.
La Teya era una vecina que vivía a dos kilómetros siguiendo el camino. Era una mujer alegre. La confidente de mis tías.
—Todos los días iba a esta hora. Le limpiaba la cocina y después tomábamos mate de té y escuchábamos la radio. Nunca me di cuenta, pero el Tatú me espiaba —dijo bajando la voz.
Miré a los costados. El maizal se extendía, verde y compacto, hasta donde alcanzaba la vista. El Tatú o cualquiera podía acechar sin ser visto.
—Entonces me cazó así —dijo poniéndose frente a mí y agarrándome los brazos. Un grito se me atravesó como una espina de pescado.
—Y me miraba con los ojos brillantes. Y me olía el cogote y el pecho. Ay, me acuerdo y se me pone la piel de gallina. Mirá —dijo soltándome y mostrándome el brazo encrespado.
Otra vez nos quedamos en silencio.
Dos o tres metros adelante distinguí una delgada huella sinuosa en la tierra suelta. Por ahí había pasado una víbora. En otro momento me hubiese asustado, pero no me cabía otro miedo que el de esa historia, ocurrida varios años atrás, actualizada por la narración de mi tía.
El Tatú era un primo suyo, diez o quince años mayor. Vivía en una granja vecina con Cali, su padre, y dos hermanas: la Negra y Sonia. Los tres solterones con el padre viudo. Yo fui muchas veces a su casa con mis tías. Pero al Tatú no lo vi nunca. Cuando llega visita, él se esconde.
El Tatú es raro. Así le dicen ellas. Por parte de la familia materna de mis tíos siempre hubo algún raro. Una fruta picada. De la mujer de mi abuelo, que yo le decía abuela aunque no era mi abuela, también decían que era rara. Mi madre se enojaba cuando decían así. Para ella, la abuela no estaba loca, sino que todos la trataban como a una retardada y ella se acostumbró. Puede ser que si alguien no sale raro de nacimiento se le haga creer que sí con tal de no cortar la cadena de taras que la familia arrastra de generación en generación. A la prima Sonia, mis tías con sus amigas, le decían la fallada porque nunca le bajó la regla y entonces no pudo tener hijos ni casarse.
Ese día, durante esa siesta, ni mi tía ni yo ni nadie podía sospechar que veinte años después, le saltaría la falla hereditaria a mi tío y se volaría la cabeza de un disparo.
—Entonces ¿qué pasó? —le pregunté.
El sol estaba picante y las dos estábamos todas sudadas.
—Me miraba así como te digo. Los ojos como dos tizones encendidos. Quería zafarme, pero me tenía agarrada muy fuerte. Me llevó a la rastra hasta el maizal. Vení, te muestro.
Tomé la mano que me tendía y fui tras ella por el sendero angostísimo que quedaba entre los surcos sembrados. Las hojas y las cañas me arañaban los brazos y las piernas. Nos metimos unos cuantos metros. Miré hacia atrás y ya no se veía el camino. Mi tía se detuvo.
—Más o menos por acá, había un círculo pelado. El desgraciado había cortado varias cañas y armado un colchón con las hojas. Las hojas ya estaban secas y crujieron cuando me echó de espaldas y se me cayó encima porque me tenía agarrada de las muñecas. Me tenía como estaqueada y no podía moverme. Un poco porque lo tenía arriba mío y otro poco porque estaba muerta de miedo. Así que me encomendé a la Virgen y cerré los ojos esperando que pase lo peor.
Se quedó callada.
—¿Y después? —pregunté.
—De repente me soltó una muñeca y lo sentí correrse para el costado. Todavía me tenía bien fuerte de la otra mano. No me animaba a mirar, así que esperé un ratito, quieta, juntando valor, calculando el momento justo para escaparme. Abrí los ojos. Era un día como hoy. El sol estaba acá arriba, grande y brillante. Me lastimó la vista y tuve que pestañear varias veces hasta acostumbrarme. Giré despacito la cabeza y lo vi echado boca arriba al lado mío. Estaba dormido. Dormido como un bendito. Moví un poquito el brazo, él aflojó los dedos y pude soltarme. Me paré tratando de no hacer ruido y caminé unos pasos y ahí sí empecé a correr. Y corrí y corrí. No me daban las patas, te juro.
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