martes, 28 de julio de 2020

La zorra de la calle / Inés Garland





En esa época no había tanta gente en la 
calle. No se le había ganado terreno al río y se podía bajar hasta la costa, caminar entre las casas cerca de la orilla, saludar a los ribereños. No era peligroso. Los Aranguren les habían soltado la correa a los hijos mayores hacía algunos años, pero no habían tenido la necesidad de estarles detrás para saber adónde iban o qué hacían a la tarde cuando volvían del colegio. Esos hijos ya estaban en la facultad. Lorenzo era el cuarto de nueve hermanos y acababa de cumplir catorce años. Volvía a la casa en tren desde los ocho porque nadie tenía tiempo ni ganas de buscarlo a la salida del colegio, y habría sido peor que se quedara esperando tardes enteras en las escaleras porque sus hermanos se olvidaban de él. A él le gustaba volver en tren. A veces, en los primeros años, se quedaba dormido y se despertaba en la estación de Tigre, pero también eso había dejado de importarle. Se acostumbraba a todo. Le gustaba mirar a la gente, les inventaba historias, se imaginaba que les hablaba, que las mujeres lo dejaban sentarse cerca de ellas o hasta le pasaban un brazo sobre el hombro, como si lo conocieran. 

La mujer de la esquina de la estación era fea. Una mujer como una maza, con piernas fuertes y espalda ancha, sin cintura. Estaba parada siempre ahí, a tres cuadras de la casa de los Aranguren, en la calle por donde pasaba Lorenzo cuando volvía del colegio. 
La primera vez que la vio, no la saludó. Algo en la mirada de ella lo obligó a bajar los ojos, y casi sin pensarlo cruzó la calle. Le pareció que ella lo seguía con la vista, y dio vuelta en la primera esquina, tomando un camino que no le convenía, solo para quitarse de encima la sensación de que lo seguía mirando. 
Pero también a ella se acostumbró. Él terminó por saludarla, primero con la mano, desde la vereda de enfrente, y un día no cruzó y se acercó y se quedó parado ahí, sin saber qué hacer, sonriéndole. 
—Es un lindo nombre Lorenzo —es lo único que se iba a acordar de lo que le dijo ella la primera vez que hablaron. 
Algo más le debe haber dicho porque terminaron en una casa vieja con muchos cuartos y olor a lavandina y a perfume muy dulce; una casa húmeda, cerca del río, con las persianas siempre cerradas.

Se imagina que ya esa primera vez le pagó.

Los recuerdos solo se ordenan para poder contarlos. La mujer se llamaba Sheila. Nunca la llegó a ver hermosa, eso sería demasiado. Pero le gustaba acariciarla, sobre todo en esos primeros tiempos, cuando él acababa muy pronto y le sobraba turno. La piel de Sheila era fresca y tirante, y muy suave. Y a veces, cuando el día del colegio había sido difícil o había tenido deportes, se quedaba dormido, y ella se sentaba en la cama, a su lado, pintándose las uñas o mirando la pared en silencio. Cuando él se despertaba y la encontraba en la penumbra, tan callada y cercana, la veía casi hermosa. Aunque no, no era eso, era otra cosa, algo que sentía en el pecho, uno nudo que se desataba. 
—A las lindas las tenés que tratar como si fueran feas. Los hombres creen que las lindas no les van a dar pelota. A algunos eso les da rabia y se hacen los interesantes o las tratan mal. Los otros se babean. ¿Vos conocés el dicho? ¿”La suerte de la fea, la linda la desea”? Las lindas no quieren que las trates distinto. La pasan mal. Vos a Macarena te le acercás así como te acercaste a mí. La saludás, le hablás normal. La mirás con esos ojitos que tenés, y cuando puedas le das un beso.

Lo hacía sonar fácil. También le ensañaba otras cosas, del cuerpo de las mujeres, o del suyo. Eso no era hablando. Era metiéndose en unos lugares donde él se perdía. Al principio se asustó. Estaba seguro de que su madre se iba a dar cuenta. O sus hermanas mayores. Era imposible que no lo vieran. Él mismo se lo veía en el espejo de su casa. No podría haber dicho exactamente qué era, pero hasta la voz le había cambiado, la forma de moverse. Él lo sentía, sentía su cuerpo, las maneras de su cuerpo. Todo el tiempo. En el viaje en tren apenas podía disimular lo que le pasaba. Se tapaba con la valija, asustado de que las otras mujeres pensaran que era un degenerado. Sheila estaba ahí todas las tardes.

Los ahorros se le acabaron pronto. Sheila le fio. Pero una semana o dos más tarde, un jueves, no estaba en la vereda esperándolo. Él pensó en volver a su casa, ya la veía al día siguiente. Pero con cada cuadra que lo alejaba de la casa de las persianas cerradas, la idea de entrar en la suya, pre prepararse algo de comer y empezar a dar vueltas, porque qué otra cosa iba a hacer con el nudo que tenía en el estómago, y en la garganta, jugaría a la pelota en el jardín, se pondría a lijar el portón, saldría a caminar por el río, no, se desarmaba. Se estaba desarmando. 
Llegó corriendo a la casa de las persianas cerradas y otra de las chicas lo dejó entrar. 
—Sheila está ocupada —dijo. 
Podía esperarla. Podía esperarla sentado. Pero cuando la chica se fue, él quiso pararse en el pasillo frente a la puerta. Era amarilla la puerta. Él nunca había visto que la puerta fuera amarilla.

Tenía hambre. Los gruñidos de su estómago parecían magnificarse en la oscuridad del pasillo. Se escuchaban voces detrás de las puertas, pasos, crujidos. Se fue tranquilizando porque sabía que Sheila iba a abrir la puerta y lo iba a tomar de la mano y lo iba a llevar a la cama. A lo mejor le fiaba dos turnos.

La puerta se abrió. El hombre que salía se dio vuelta para mirar a Sheila. 
—Hola, perrito —le dijo ella. 
Nunca le había dicho perrito. 
El hombre era flaco y viejo. Tenía un dejo de desprecio en la boca, tal vez por encontrarse con él parado ahí con esa cara de hambre.

Sheila le dijo, después, antes de acompañarlo a la puerta, que ya no podía fiarle más. Ese había sido el último turno que podía darle. No era decisión de ella, dijo. Él no pudo imaginarse quién más podía haber tomado una decisión así, pero sabía que tenía razón. No tenía forma de pagarle. Hacía unos meses el padre le había suspendido la mensualidad.

Pensó en volver caminando del colegio y ahorrar la plata del boleto, pero desde el centro había un trecho larguísimo. No tenía dudas de que lo podía hacer, pero no le alcanzaría el tiempo antes de volver a su casa a la hora de la cena. 
Entonces pensó en robar. Su madre era desordenada con la plata y dejaba la billetera en cualquier parte. Lo iba a hacer de a poco. Nadie se iba a dar cuenta. A los quince años era injusto no tener un peso partido al medio, nadie le había explicado por qué. Todos sus amigos recibían mensualidad.

Le faltaban dos meses para cumplir dieciséis cuando la madre finalmente se dio cuenta de que alguien le sacaba plata de la billetera. Lo comentó en la mesa del domingo al mediodía, después de misa. 
—No lo puedo creer —dijo. 
Lo que no podía creer era que Isolina —nuestra mucama de toda la vida, como le dijo esa noche, como le decía siempre, pero a él esa noche la frase le pareció rara aunque era cierto para él, Isolina había estado ahí desde antes de que él naciera, había estado ahí toda su vida, pero no toda la vida de su mamá o de su papá, ni siquiera de sus hermanos mayores— que Isolina fuera capaz. 
—Hay que echarla —dijo el padre. 
Él quiso decir que era él el que sacaba la plata de la billetera, quiso decirlo pero no lo dijo. No lo dijo ahí, frente a sus hermanos y a su padre, porque pensó que se lo iba a decir después a su madre, más tarde, antes de irse a dormir, al día siguiente, antes de irse al colegio, a la tarde, cuando volviera directamente sin irse con Sheila. Pero se fue con Sheila. Y le pagó con la plata robada. Y escuchó detrás de la puerta los sollozos de Isolina y a su madre que le decía que el robo era lo único que no se podía tolerar, y el llanto de Isolina cuando decía yo no fui, señora, le juro que yo no fui. 

Escuchó con la mano en el bolsillo, el puño cerrado alrededor de los billetes arrugados, húmedos de sudor. 

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