Angélica Gorodischer es una escritora argentina considerada una de las tres voces femeninas más importantes dentro de la ciencia ficción en Iberoamérica, junto con la española Elia Barceló y la cubana Daína Chaviano. Ha publicado muchas novelas y cuentos, de diversos temas. Recibió varios premios y ha sido traducida a varios idiomas.
¡AYYY!
Sonó el timbre y ella fue a abrir la puerta. Era su
marido.
-¡Ayyyy!- gritó ella- ¡pero si vos estás muerto!
Él sonrió, entró y cerró la puerta. Se la llevó al
dormitorio mientras ella seguía gritando, la puso en la
cama, el sacó la ropa e hicieron el amor. Una vez. Dos
veces. Tres. Una semana entera, mañana, tarde y noche
haciendo el amor divina, maravillosa, estupendamente.
Sonó el timbre y ella fue a abrir la puerta. Era la
vecina.
-¡Ayyyy!- gritó la vecina-, ¡pero si vos estás muerta!- y
se desmayó.
Ella se dio cuenta de que hacía una semana que no se
levantaba de la cama para nada, ni para comer ni
para ir al baño. Se dio vuelta y ahí estaba su marido, en
la puerta del dormitorio:
-¿Vamos yendo, querida?- dijo y sonreía.
***
Absit
Las cosas sucedieron más o menos así. Ese tipo venía caminando por la vereda del barrio. Era sábado temprano a la tarde y el sol le daba en la espalda. Se paró frente a la verja pintada de verde. Ay no, pensó, ay, no, por favor no otra vez no, ¿cuántos años tendrá? siete, ocho cuanto más, ay, no, no quiero.
La reja cerraba un jardín pequeño con algo de césped no muy bien cuidado, una planta de azalea, un jazmín del cabo y casi nada más, si no se consideran los restos de algunas alegrías del hogar y malvones, y la chiquita jugaba con un animalito de paño que tenía mucho pelo, nada de cola y mucho bigote. Le hablaba.
El tipo le habló a ella.
-Hola -le dijo.
Ella no le contestó.
-Hola -insistió él-, ¿cómo te llamás?
-Mi mamá me dijo que no hable con extraños.
-Por eso te pregunto cómo te llamás, para que no seamos extraños. Vos me decís cómo te llamás, yo te digo cómo me llamo.
Seis años, pensó. Nada más que seis, ay, cómo puedo hacer, seis años no más, a esa edad son suaves, blandas, ay, no.
-No te digo nada.
-Bueno, no me digas nada. ¿Tu mamá está?
-No, se fue al súper.
-Entonces estás con tu papá.
Que me diga que sí, que está con el papá y me voy, me voy.
-No.
-O con la muchacha.
-¿Qué?
-La muchacha que trabaja en tu casa.
-No tenemos muchacha.
-¿Y con quién estás? ¿Con tu abuelita, con tu tía?
No sólo blandas, no sólo suaves, chiquitas, tienen todo tan chiquito.
-No.
-¿Estás solita?
-Y, sí.
-Mirá, tengo un caramelo. Te lo doy para consolarte porque estás solita, ¿querés? Es de frutilla.
-Bueno.
-También tengo una muñeca. Es muy linda, con carita de porcelana y tiene zapatitos y una cofia.
-A verla.
-Acá, la tengo en el bolsillo del saco, ¿querés verla?
Eso que tienen entre las piernas es tan pero tan chiquito que da trabajo, no se puede, de primera intención no se puede y lloran y es peor.
-Sí.
-Bueno, abrime la reja y te la muestro.
-Está abierta, no tiene llave, para no dejarme encerrada.
-Ah, qué bien.
El tipo empujó la reja y entró en el jardín. Todavía iba pensando no, no, ojalá que no, pero sabía que sí. Casi sentía la piel de la nena bajo sus dedos: seda, raso, dulce, tibia, no quiero, se decía, no quiero que me pase otra vez pero ya estaba solo, solo en un mundo en el que no había nada más que el jardín y se preguntaba adónde podré llevarla.
-A ver la muñeca.
-Vení, ahora te la muestro, dame la mano y nos escondemos detrás de la planta así no nos ve nadie porque si te ve una vecina te va a tener envidia.
-Entonces vamos atrás.
-¿Atrás?
Cuidado, se dijo. No conocés el lugar, tené cuidado, no te vaya a pasar como con la hermanita de la Lucy.
-En el terreno de atrás van a hacer un edificio pero como hoy es sábado no hay nadie.
-¿Tenemos que entrar en la casa?
-Pero no, por acá, por el costado, vení y me mostrás la muñeca.
-Ah, hay árboles y todo.
-Los van a sacar. Mi mamá dice que son unos brutos.
-Tu mamá tiene razón. Siempre tiene razón, ¿no es cierto?
La mamá. ¿Por qué no viene la mamá? No, ahora no, que no venga.
-No sé. Dice que no tengo que agarrar caramelos si alguien me da. Y que todos los hombres son malos. Unos cerdos, dice.
-Bueno, no es para tanto. Hay gente mala y hay gente buena. ¿Acaso tu papá no es bueno?
-Mi papá no vive con nosotras. Mostrame la muñeca. ¿Tiene un vestido azul?
-¿Eh? Sí, azul. La verdad es que la dejé en casa pero
-Vos también sos malo. Me dijiste que tenías la muñeca en el bolsillo y no la tenés.
-Pero no, vas a ver qué bueno soy, vení, vamos atrás de ese árbol y te muestro algo más lindo que la muñeca.
-Bueno, cuidado, ahí hay un pozo. Dicen que fue de un jibe.
-Aljibe.
-Eso. Un jibe, y que es hondo hondo. Lo van a tapar con cemento y tierra y piedras, dijo don Leyes.
-¿Don Leyes?
-El capataz. Y que hay agua abajo. Y sapos. Y mi mamá dijo que ojalá lo tapen pronto porque debe haber ratas y jurciégalos.
-Murciélagos. Vení, vamos para allá.
-Cuidado, ahí está el pozo, ¿ves?
-Hmmmm. Sí. Tan hondo no parece.
-Sí que es hondo, hondo hasta el otro lado del mundo.
-Bueno, nena, bueno, vení, vamos.
-Mirá, mirá qué hondo.
-Sí, sí, está bien, ya veo, es muuuuy hondo.
El tipo se inclinó, miró hacia abajo, hacia lo hondo del pozo. El corazón del tipo galopaba allá en el fondo del pozo que era su cuerpo. La nena lo empujó: apoyó las dos manitos contra la cintura del tipo y empujó con todas sus fuerzas. El tipo cayó gritando y la nena se arrodilló en el borde del pozo y miró para abajo.
-¿Hay jurciégalos? -preguntó.
-¡Mocosa de mierda, sacame de aquí!
No, cómo lo iba a sacar de ahí. El tipo se dio cuenta de que la nena no iba a poder sacarlo de ahí. Miró para arriba: la cara de la nena se recortaba claramente muy claramente por sobre el borde, contra el cielo azul de la tarde de un sábado, un sábado solitario, sin nadie. Nadie salvo una nena chiquita, suave, blandita. Miró para arriba: seis metros fácil fácil, mucho más alto que el techo de una habitación, cómo iba a poder salir de ahí.
-¡Andá a buscar a alguien, andá, vamos!
La nena no se movió.
-Andá, escuchame nenita, andá a buscar a alguien, la vecina o el kiosquero de enfrente.
-Enfrente no hay un kiosco, en la otra cuadra hay un kiosco.
-Andá, andá nenita, andá y decile al kiosquero que hubo un accidente, que venga, que traiga una soga, no, una escalera, no, mejor una soga, andá.
-Bueno -dijo la nena-, pero ¿hay jurciégalos abajo?
-No, no hay. Andá, querida, andá a buscar al kiosquero, decile que una soga, que traiga una soga que hubo un accidente.
La cara de la nena desapareció y el tipo se quedó de veras solo: ni murciélagos había.
Se miró las manos, miró a su alrededor. Oscuro, estaba muy oscuro. Se dio cuenta de que estaba parado en el barro, un barro flojo aguachento y que los zapatos se le habían empapado y el agua le entraba y le enfriaba los pies, mocosa de mierda ojalá vuelva pronto, el kiosquero, ¿le dirá al kiosquero lo de la soga? ¿y yo qué le digo al kiosquero cuando venga? Un accidente. ¿Cómo me caí, cómo estaba yo acá? Le digo que entré por la otra calle, a mear porque me estaba haciendo encima y vi que acá no había nadie y entré y pisé el borde y me caí, eso le digo y espero que la mocosa hija de puta no cuente nada ni hable del caramelo ni de la muñeca, ay que se apure, qué está esperando, pendeja de mierda.
Miraba para arriba y hacía mal: se le cerró la garganta porque había pensado en esas paredes desnudas de piedra que podían caerle encima y sepultarlo vivo por qué no si eso era como un, un sótano, una celda, una tumba, la nena, esa nena maldita que se apure, no, vea oficial, lo que pasó fue que me estaba meando encima y vi que en el terreno no había nadie pero primero necesito una soga, alguien, alguien que tenga fuerza y que tire de la soga.
Pasaron dos horas y empezó a oscurecer allá afuera, allá arriba. Mientras tanto el tipo pasó las manos por sobre las paredes del pozo y descubrió que estaban hechas de piedra. Piedras irregulares, ásperas, que se le venían encima, pero que no ofrecían agujeros en los que poner los pies o sostenerse para tratar de subir. La nena, la mocosa de porquería que lo había empujado, adónde estaría la muy tarada imbécil que no había ido a buscar al kiosquero. Se estaba haciendo de noche.
Gritar, se le ocurrió. Voy a gritar, alguien me va a oír. Gritó y gritó, gritó socorro y auxilio y gritó cosas y llamó a la nena y nadie lo oyó. Era sábado, era una tarde de sábado. No, no puede ser, no pueden dejarme aquí hasta mañana, mañana que es domingo tampoco va a haber nadie, esa mocosa tiene que venir, tiene que decirle a alguien lo que hizo, si le cuenta a la madre por ejemplo, la madre seguro que va a venir a ver, pero ¿y si no le cree?, dejate de inventar pavadas m'hijita, ¿y si no le cree y comen y se van a acostar y yo aquí?
-¡Señoooooraaaaaa! -gritó.
-¡Señoora, auxiliooooo, aquíiiii, venga!
Y el cielo de noche era negro como el tipo nunca lo había visto, negro y lleno de estrellas, muchas, tantas, tantas estrellas, ay Dios mío que venga alguien, que esa mujer le crea a la nena, por favor Dios yo nunca nunca jamás voy a agarrar a otra nena nunca jamás ya no voy a lastimar a ninguna nena te prometo cuando tenga ganas voy con putas pero nenas no no puedo estar aquí en este pozo hasta el lunes cuando vengan los albañiles no, pero no, me voy a morir morirse no es nada pero no aquí de este modo no, por favor Dios oíme hacé que venga alguien.
Y siguió gritando. Gritó durante mucho tiempo hasta que la garganta se le secó y empezó a tragar saliva para tratar de que se le humedeciera de nuevo para poder seguir gritando. Pero ya no podía y el cielo seguía siendo negro con muchas estrellas asiento de Dios le habían dicho pero Dios no, Dios tampoco lo oía. Estaba empapado, empapado de agua y barro y sudor y le dolía todo el cuerpo todo. Le dolía el vientre. Necesitaba ir al baño, un baño ¡un baño, qué disparate! Se rio a carcajadas. ¡Un baño! Estaba metido en un pozo seis metros de hondo y quería un baño bajarse los pantalones y echar afuera todo lo que tenía en las tripas créame oficial yo lo único que quería era cagar y vi que no había nadie en el terreno. Tuvo un retorcijón y una arcada. Algo dentro de él se movía y trataba de salir. El asco, el miedo, eso, el agua barrosa, las paredes del pozo.
-¡Señooooraaaa! -y él sabía que ella no lo iba a oír.
Ni ella ni nadie. Ni la nena.
La nena apareció en el borde del pozo allá arriba.
-Al fin volviste -dijo el tipo-. ¿Le dijiste al kiosquero que trajera una soga?
La nena no se movió, no habló, no hizo nada contra el cielo negro negro lleno de estrellas. Cambió, eso sí, cambiaba. Las estrellas venían como cucharada de sopa venían y se derramaban sopa de estrellas sobre la cabecita redonda asomada al borde del pozo. Blanca era de pronto, o plateada, eso, y llena de luz como el cielo. Ah los ángeles, eran los ángeles, él sabía que Dios lo iba a oír, que venían a rescatarlo.
-¡No importa! -gritó-. ¡No hace falta una soga! ¡Ya vienen! -gritó-. ¡Sáquenme de aquí! ¡Señoooooraaaa, señooooraaaaaaa!
Sollozó. Sintió algo doloroso y caliente en los fondillos de los pantalones y se puso a llorar. Lloraba y gritaba. Lo peor no era sentir que se moría, lo peor era tener esperanzas de no morirse. No saber qué ni cómo hacer para no morirse.
-Señora -dijo, ya no gritaba-, señora venga y sáqueme de aquí, yo no le voy a hacer nada a su nena, nada, pero sáqueme de aquí dígale a Dios que venga que me mande a sus ángeles para que me levanten no hay murciélagos que no tengan miedo no hay, señora, venga.
Después hubo silencio y el domingo fue como todos los domingos. La nena y su mamá fueron a lo de la abuela Emilia y volvieron tardísimo pero la mamá no se preocupó porque el lunes era feriado y la nena no tenía que ir al jardín, de modo que durmieron hasta bastante tarde. Hizo frío, eso sí, un frío inesperado para esa época del año y llovió un poco hacia la tarde.
-Señora -dijo Don Leyes-, ¿me permite el teléfono?
Ya otras veces se lo había pedido y ella lo había hecho entrar a la cocina. Era un buen hombre Don Leyes, grandote, moreno, con una sonrisa agradable, muy bien educado. Hasta le había pedido disculpas por el ruido que a veces hacían con la excavadora o las sierras.
-Pero sí, Don Leyes, pase. ¿Quiere un café? Acabo de prepararlo.
-Gracias, señora, pero estuvimos tomando mate con el ingeniero, ¿vio?, y ahora tengo que hablar a la empresa a ver qué hacemos, hay algo en el fondo del pozo, parece que es un animal grande, un perro digo yo.
-Ay, qué trastorno.
-Sí, no se mueve, debe estar muerto pero hay que sacarlo, pensábamos empezar hoy a la tarde con el rellenado.
-Bueno, usted hable tranquilo, yo ya llevé a la nena al colegio y ahora me voy al estudio pero a mediodía vuelvo.
-Gracias, señora, y disculpe la molestia, ¿eh?
Buen hombre Don Leyes. Ojalá pudieran sacar el perro del pozo. Claro que si empieza a llover de nuevo va a ser un problema. Ese pozo siempre fue un peligro, siempre.
***
La perfecta casada
A la memoria de María Varela Osorio
Si usted se la encuentra por la calle, cruce rápidamente a la otra vereda y apriete el paso: es una mujer peligrosa. Tiene entre cuarenta y cinco y cincuenta años, una hija casada y un hijo que trabaja en San Nicokás; el marido es chapista. Se levanta muy temprano, barre la vereda, despide al marido, limpia, lava la ropa, hace las compras, cocina. Después de almorzar mira televisión, cose o teje, plancha dos veces por semana, y a la noche se acuesta tarde. Los sábados hace limpieza general y lava los vidrios y encera los pisos. Los domingos a la mañana lava la ropa que le trae el hijo, que se llama Néstor Eduardo, amasa fideos o ravioles, y a la tarde viene a visitarla la cuñada o va ella a la casa de la hija. Hace mucho que no va al cine pero lee “Radiolandia” y las noticias de policía del diario. Tiene los ojos oscuros y las manos ásperas y empieza a encanecer. Se resfría con frecuencia y guarda un álbum de fotografías en un cajón de la cómoda junto a un vestido de crepe negro con cuello y mangas de encaje.
Su madre no le pegaba nunca. Pero a los seis años le dio una paliza un día por dibujar una puerta con tizas de colores y le hizo borrar el dibujo con un trapo mojado. Ella mientras limpiaba pensó en las puertas, en todas las puertas, y decidió que eran muy estúpidas porque siempre abrían a los mismos lugares. Y la que limpiaba era precisamente la más estúpida de todas las puertas porque daba al dormitorio de los padres. Y abrió la puerta y entonces no daba al dormitorio de los padres sino al desierto de Gobi. No le sorprendió aunque ella no sabia que era el desierto de Gobi y ni siquiera le habían enseñado todavía en la escuela dónde queda Mongolia y nunca ni ella ni su madre ni su abuela habían oído hablar de Nan Shan ni de Khangai Nuru.
Dio unos pasos del otro lado de la puerta y se agachó y rascó el suelo amarillento y vio que no había nada ni nadie y el viento caliente le alborotó el pelo asi que volvió a pasar por la puerta abierta, la cerro y siguió limpiando. Y cuando terminó la madre rezongó otro poco y le dijo que lavara el trapo y que llevara el escobillón para barrer esa arena y que se limpiara los zapatos. Ese día modificó su apresurada opinión sobre las puertas aunque no del todo, no por lo menos hasta no ver lo que pasaba.
Lo que fue pasando a lo largo de toda su vida y hasta hoy fue que de vez en cuando las puertas se comportaban en forma satisfactoria aunque en general seguían siendo estúpidas y abriéndose sobre corredores, cocinas, lavaderos, dormitorios y oficinas en el mejor de los casos. Pero dos meses después del desierto por ejemplo, la puerta que todos los días daba al baño se abrió sobre el taller de un señor de barba que tenía puestos un batón largo, zapatos puntiagudos y un gorro que le caía a un costado de la cabeza. El viejo estaba de espaldas sacando algo de un mueble alto con muchos cajoncitos detrás de una máquina de madera muy grande y muy rara con un volante y un tornillo gigante, en medio de un aire frío y un olor picante, y cuando se dio vuelta y la vio empezó a gritarle en un idioma que ella no entendía. Ella le sacó la lengua, salio por la puerta, la cerró, la volvió a abrir y entró al baño y se lavó las manos para ir a almorzar.
Otra vez, a la siesta, muchos años más tarde, abrió la puerta de su habitación y salió a un campo de batalla y se mojó las manos en la sangre de los heridos y de los muertos y arrancó del cuello de un cadáver una cruz que llevó colgando mucho tiempo bajo las blusas cerradas o los vestidos sin escote y que ahora esta guardada en una caja de lata bajo los camisones, con un broche, un par de aros y un reloj pulsera descompuesto que fueron de su suegra. Y así sin querer y por suerte estuvo en tres monasterios, en siete bibliotecas, en las montañas más altas del mundo, en ya no sabe cuántos teatros, en catedrales, en selvas, en frigoríficos, en sentinas y universidades y burdeles, en bosques y tiendas, en submarinos y hoteles y trincheras, en islas y fabricas, en palacios y en chozas y en torres y en el infierno.
No lleva la cuenta ni le importa: cualquier puerta puede llevar a cualquier parte y eso tiene el mismo valor que el espesor de la masa para los ravioles, que la muerte de su madre y que las encrucijadas de la vida que ve en televisión y lee en “Radiolandia”.
No hace mucho acompañó a la hija a lo del médico y mirando la puerta cerrada de un baño en el pasillo de la clínica se sonrió. No estaba segura porque nunca puede estar segura pero se levantó y fue al baño. Y sin embargo era un baño: por lo menos había un hombre desnudo metido en una bañadera llena de agua. Todo era muy grande, con techos muy altos y piso de mármol y colgaduras en las ventanas cerradas. El hombre parecía dormido en su bañadera blanca, corta y honda, y ella vio una navaja sobre una mesa de hierro que teíia las patas adornadas con hojas y flores de hierro y terminadas en garras de león, una navaja, un espejo, unas tenazas para rizar el pelo, toallas, una caja de talco y un cuenco con agua, y se acercó en puntas de pie, levantó la navaja, fue en puntas de pie hasta el hombre dormido en la bañadera y lo degolló. Tire la navaja al suelo y se enjuagó las manos en el agua tibia de la bañadera. Se dio vuelta cuando salía al corredor de la clínica y alcanzó a ver a una muchacha que entraba por la otra puerta de aquel baño. La hija la miró:
-Qué rápido volviste.
-El inodoro no funcionaba –contestó.
Muy pocos días después degolló a otro hombre en una tienda azul de noche. Ese hombre y una mujer dormían apenas tapados con las mantas de una cama muy grande y muy baja y el viento castigaba la tienda e inclinaba las llamas de las lámparas de aceite. Más allá habría un campamento, soldados, animales, sudor, estiércol, órdenes y armas. Pero allí adentro había una espada junto a las ropas de cuero y metal y con ella cortó la cabeza del hombre barbudo y la mujer dormida se
movió y abrió los ojos cuando ella atravesaba la puerta y volvía al patio que acababa de baldear.
Los lunes y los jueves, cuando plancha por las tardes los cuellos de las camisas, piensa en los cuellos cortados y en la sangre y espera. Si es verano sale un rato a la vereda después de guardar la ropa hasta que llega el marido. Si es invierno se sienta en la cocina y teje. Pero no siempre encuentra hombres dormidos o cadáveres con los ojos abiertos. En una mañana de lluvia, cuando tenía veinte años, estuvo en una cartel y se burló de los prisioneros encadenados; una noche cuando
los chicos eran chicos y todos dormían en la casa, vio en una plaza a una mujer despeinada que miraba un revólver sin atreverse a sacarlo de la cartera abierta, caminó hasta ella, le puso el revólver en la mano y se quedó allí hasta que un auto estacionó en la esquina, hasta que la mujer vio al hombre de gris que se bajaba y buscaba las llaves en el bolsillo, hasta que la mujer apuntó y disparó; y otra noche mientras hacia los deberes de geografía de sexto grado fue a buscar los lápices de colores a su cuarto y estuvo junto a un hombre que lloraba en un balcón. El balcón estaba tan alto, tan alto sobre la calle, que tuvo ganas de empujarlo para oír el golpe allá abajo pero se acordó del mapa orográfico de América del Sur y estuvo a punto de volverse. De todos modos, como el hombre no la había visto, lo empujó y lo vio desaparecer y salió corriendo a colorear el mapa así que no oyó el golpe pero sí el grito. Y en un escenario vacío hizo una fogata bajo los cortinados de terciopelo, y en un motín levantó la tapa de un sótano, y en una casa, sentada en el piso de un escritorio, destrozó un manuscrito de dos mil páginas, y en el claro de una selva enterró las armas de los hombres que dormían y en un río alzo las compuertas de un dique.
La hija se llama Laura Inés y el hijo tiene una novia en San Nicolás y ha prometido traerla el domingo que viene para que ella y el marido la conozcan. Tiene que acordarse de pedirle a la cuñada la receta de la torta de naranjas y el viernes dan por televisión el primer capítulo de una novela nueva. Vuelve a pasar la plancha por la delantera de la camisa y se acuerda del otro lado de las puertas siempre cuidadosamente cerradas de su casa, aquel otro lado en el que las cosas que pasan son, mucho menos abominables que las que se viven de este lado, como se comprenderá.
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