Andrea Rabih fue una escritora argentina. Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires. Comenzó a publicar sus poemas en antologías estudiantiles de la facultad en los años ’80. Publicó cuentos en la revista cultural V de Vian. Ganó varios premios y alternó el oficio de escribir con la docencia y las clases de español para extranjeros, ambas desempeñadas en la Universidad de Buenos Aires. A pesar de su temprano fallecimiento a los 34 años, logró destacarse entre los escritores de su generación. Durante el transcurso de la enfermedad que le ocasionó la muerte, trabajó en dos proyectos: Melanoma, una serie de relatos sobre la vida con cáncer y Todos contentos, una novela corta. Junto con Cera negra, estas obras inéditas fueron publicadas en 2013 en un único volumen con su Obra Completa. El libro fue incorporado en 2014 al proyecto alemán denominado Mujeres escritoras argentinas desarrollado por Johannes Gutenberg-Universitat Mainz.
Claramente dormida
Un sabor a vómito le inundó el paladar. Abrió los ojos: el cuerpo penetrado por el colchón. Sin mover el cuello pudo ver la hora. Eran las siete. Entonces fue acordándose: estaba en el departamento nuevo, los colchones estaban separados. En el otro colchón había alguien. Ella podía percibir su respiración: tranquila, respiración de sueño pesado, no peligrosa. Recorrió la boca con la lengua, el gusto amargo seguía ahí, como el cuerpo de él que todavía se le venía encima. El cuerpo menudo, nervioso, se retorcía en toda su superficie. Se acordó con asco de que la cabeza de él apenas llegaba a su cuello. Besarse y coger al mismo tiempo resultaba difícil. ¿Cómo sacarse ese cuerpito de encima? Cuerpo de lombriz, pensó. Si no se despierta, no habla. No existe. Volvió a dormirse.
Las diez de la mañana. El otro colchón era bien nítido esta vez. El estaba despierto, se estaba moviendo. Intentos de acercamiento. Como un enanito, enano de jardín, empezó a besarle el cuello colgado de su espalda. Besos de lengua. Pero ahora ella era la desmayada, el cuerpo quieto que no responde. La mujer, pensó, puede morirse con todo el cuerpo, puede decidir dejarlo inerte, seco. Eso hizo.
Besos de lengua. Pero ella está claramente dormida: no hay por qué hablar ni explicar nada. Sin embargo él le frota, duelen, los dedos en la espalda. ¿Signo erótico? Parece no entender. Así que ella debe mover la mandíbula: “Tengo mucho sueño. Voy a seguir durmiendo”, le dijo en voz baja. “Bueno”, le dijo él, mientras intentaba llegar con la lengua persistente al lóbulo derecho. Ella se imaginó qué pasaría si, de pronto, con todas sus fuerzas, lo empujara y lo estrellara contra la pared recién pintada de satinol blanco.
Él se levantó y se alejó. Ella lo sintió caminar, moverse por la casa. Escuchó el ruido de una persiana que se levantaba, pero era en la casa de al lado. La canilla del baño seguía goteando: regular, mecánico, fresco. Los otros objetos sonaban igual: en calma, adheridos al piso. Pensó en llamar, en preguntar “¿Pablo?”, pero si estaba, ella tendría que hablar, quería decir que lo tenía en cuenta o que recordaba su nombre o que él podría aparecer sonriendo en el dormitorio. Se incorporó en la cama. No se vistió: ella estaba sola, no había nadie en su casa. Se asomó por la puerta del dormitorio y espió por el pasillo que daba al living: la mesa desordenada, el cenicero asqueado y restos de ceniza en la alfombra. Pronto, pensó, ordenaría y limpiaría todo. Fue a la cocina y calentó café; sentía nuevamente la sensación agradable, perfecta, de las miradas múltiples que circulan cuando uno vive solo. Se sirvió el café y lo llevó al living. En la mesa había muchas cosas: restos de cerveza, la cerradura vieja que él había cambiado el día anterior, un papel escrito de punta a punta y cuatro cigarrillos sueltos. A ella se le habían acabado los chéster la noche anterior.
Agarró la hoja y la leyó. La letra linda, de imprenta, inclinada a la derecha. No había podido encender el calefón. Sonrió, tampoco ella iba a poder hacerlo. Casi no le importó eso de que la llamaría a la tarde porque se quedó leyendo varias veces el paréntesis del final que decía: “frente a este edificio, hacia la izquierda, se produce una sombra tridimensional”, es la sombra de este edificio a esta hora, pensó ella, “una sombra como tu cuerpo, en sombras, con náuseas, irremediablemente hermoso”.
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