María Sonia Cristoff es una escritora argentina. Se graduó en Letras en la Universidad de Buenos Aires. Trabajó en una editorial, en una redacción; tradujo textos y dio clases de inglés y talleres de crónica de viajes, Escribe en distintos medios y da clases en universidades y escuelas. Armó una serie de antologías cuyos ejes centrales se vinculan con su propia narrativa. Escribió muchos artículos y cuentos publicados en prensa internacional y volúmenes colectivos.Sus libros han sido traducidos a seis idiomas.
Sandra, orangutana.
Por una mezcla de azar y procrastinación y quién
sabe qué otras cosas más, empiezo a escribir este
texto en el Día de la Tierra. Así me lo anuncia
Google en cuanto prendo la computadora. La
coincidencia me parece por lo menos atendible,
considerando que, si bien me estoy sentando a
escribir lo que acordé, el perfil de una orangutana
llamada Sandra que vive en el zoológico de
Buenos Aires y que está en el candelero a partir
de un fallo judicial muy reciente, todos sabemos
que, a esta altura, hablar de zoológicos y de especies
más o menos amenazadas remite siempre a
hablar de la Tierra, de este planeta que nos conforma
y nos sostiene, al menos por el momento.
Entonces, hago por primera vez en mi vida un
doble clic en las efemérides de Google. No voy
a decir que esperaba encontrarme con un manifiesto
anarquista que denunciara cuáles son
las políticas neoliberales que están destruyendo
el planeta, pero al menos sí esperaba alguno de
esos mensajes que se escudan en la metáfora del
cambio climático para sermonear a los niños y
dejar dormir tranquilos a los padres. A todos los
padres. Sin embargo, me equivocaba, porque lo
que el doble clic me depara es un cuestionario
que me invita a saber qué tipo de animal soy.
Solo tengo que responder cinco preguntas. Allá
voy entonces. La primera es qué hago los viernes
por la noche. Las cuatro siguientes son del mismo
tenor, o incluso peor si es que eso es posible.
El final del test me revela que soy un pájaro
llamado saltarín cabecirrojo norteño. Con los
dedos un tanto temblorosos por este momento
de anagnórisis, entro en Google para buscar de
qué se trata el tipo de animal que, me acabo de
enterar, soy. Wikipedia es, como tantas otras veces,
la primera opción. Allí entonces encuentro
el nombre –¿debería decir mi nombre?– del cabecirrojo
en latín, luego una descripción técnica
de sus colores según se trate de macho o hembra
y además un par de datos de relevancia: uno
es que, según la escala elaborada por la Unión
Internacional para la Conservación de la Naturaleza
(UICN), el cabecirrojo es una especie que,
en la grilla de estado de conservación, aparece
listada bajo la categoría «preocupación menor»,
lo que significa que tiene el más bajo riesgo de
desaparecer. El otro dato revelado por el artí-
culo es que, durante el cortejo, el cabecirrojo
macho ejecuta un «paso de baile humano conocido
como el moonwalk de Michael Jackson».
De acuerdo, ya sabemos cómo se escriben los
artículos de Wikipedia, ya sabemos cuáles son
los aciertos que podemos encontrar ahí y cuáles
no. Lo curioso es que Google elija conmemorar
el Día de la Tierra apelando precisamente a
varias de las direcciones que tan mal le vienen
haciendo a la Tierra: la negación del estado de
amenaza en que se encuentra, la banalización y
el antropocentrismo. No quiero hacerles el juego
a los señores que especulan económicamente
con el cambio climático ni tampoco menoscabar
la memoria de Michael Jackson, a quien he visto
en imitaciones extraordinarias, pero realmente,
si vamos a hablar del estado de este planeta, las
cosas no están como para distraernos con un
cuestionario de revista de peluquería. Lo digo
como cabecirrojo alerta que soy, jamás como pá-
jaro de mal agüero.
★ ★ ★
También por Wikipedia me entero de que Rostock,
la ciudad al borde del Báltico en la que
nació la orangutana Sandra, supo ser el puerto
principal de Alemania del Este hasta que, después
de la reunificación y de la caída del Muro,
pasó a ser solo un puerto más. La orangutana
nació en 1986, es decir antes de que eso ocurriera,
y fue trasladada al zoológico de Buenos Aires
en 1994, ya bajo la reunificación. Precisamente
veinte años después de su llegada quedó en el
centro de una contienda judicial interesantísima en sí misma y en sus posibles derivaciones
cuando, el 13 de noviembre del año pasado, la
Asociación de Funcionarios y Abogados por los
Derechos de los Animales (AFADA) presentó
un hábeas corpus a su favor. Aduciendo que las
autoridades del zoológico de Buenos Aires habían
privado a la orangutana de su libertad en
forma ilegítima y arbitraria, y que su salud, tanto
desde el punto de vista físico como psíquico, está
deteriorada al punto de poner en riesgo su supervivencia,
AFADA requirió que se la liberara
y se la trasladara al santuario de Sorocaba, en el
estado de São Paulo, Brasil, donde podría vivir
entre congéneres y en mejores condiciones.
El recurso era claramente intrépido: el hábeas
corpus es una figura legal que históricamente
se aplica a personas. Y en AFADA, organización
liderada por el abogado Pablo Buompadre
y patrocinada por el constitucionalista Andrés
Gil Domínguez, lo sabían bien: además de conocer
el destino aciago de la serie de pedidos
similares interpuestos por distintas organizaciones
a favor de los grandes simios en otras partes
del mundo, ellos mismos acababan de fracasar
con un hábeas corpus que había llegado hasta
la Corte Suprema de Justicia de la Nación por
un chimpancé llamado Toti que vivía en un
zoológico privado de la Patagonia. En principio,
el caso de Sandra no fue una excepción en
esa serie de fracasos: el recurso fue rechazado
en dos instancias hasta que el 18 de diciembre,
ante una nueva apelación, la Sala II de la Cá-
mara Federal de Casación Penal estableció que
la orangutana es un sujeto no humano y, como
tal, titular de derechos. El fallo fue catalogado
de «histórico» y lo mejor será no resistirse a ese
adjetivo, por más transitado que esté. Son tan
pocos los antecedentes en el mundo, que en diciembre
Sandra fue furor en las redes y noticia
en medios como The Guardian, The Independent
y Der Spiegel, entre muchos otros. Y si bien tanto
desde varios de esos soportes como desde los
despachos de algunos constitucionalistas locales
se pone en cuestión el sistema argumentativo
del fallo, sobre todo porque remite a una sola
fuente bibliográfica, o más bien a dos textos de
un mismo autor, nadie deja de reconocer que
sienta un precedente radical. Antes de este fallo,
aunque el animal estuviese bien cuidado, incluso
bien cuidado según lo establecen los requisitos
de la Ley 14.346 que lo protege, era considerado
un objeto y, como tal, podía ser exhibido y
tenido en cautiverio. En cambio ahora, en tanto
sujeto no humano, su cautiverio y exhibición
pública como objeto son en sí mismos actos que
vulneran sus derechos. Después de ese fallo de
diciembre las acciones legales en este momento
siguen, porque a Sandra se le han otorgado derechos
pero no se ha especificado cuáles, y por lo
visto determinarlos es una cuestión complicadí-
sima cuando no carísima que quién sabe cuánto
tiempo más llevará, porque la maquinaria legal
puede ser, como sabemos, proliferante hasta el
delirio. Sandra como activista involuntaria, Sandra
como posible momento de quiebre: las tres
veces que fui a verla para escribir este perfil la vi
así. Hice todo lo posible por verla así.
★ ★ ★
Encierro y exhibición: dos de los padecimientos
de Sandra a los que apunta la denuncia que
hizo AFADA. Me acuerdo de eso mientras miro
el documental de Nicolas Philibert, Nénette, de
2010, centrado en la orangutana homónima que
nació en los bosques de Borneo y que entonces,
mientras la cámara de Philibert la toma, vive en
el Jardin des Plantes de París. Tres años vivió en
el bosque, casi cuarenta adentro de esa vitrina
gigante. Siguiendo la línea cinéma vérité de sus
trabajos anteriores, Philibert la sigue tan implacable
como austeramente, sin subrayados. Desde
fuera de la vitrina pero a veces casi pegada al
vidrio, como un visitante más, la cámara registra
tanto a Nénette y a los suyos como a los infinitos
visitantes que la orangutana recibe por día.
Infinitos y ruidosos. En pares, solos, en grupos.
Muchos niños en grupos la visitan, comentan,
gritan, hacen cosas de niños en grupo. El audio
de la película registra sus voces exactamente
como si estuvieran en una piscina cubierta, una
piscina que no remite en nada a lo placentero y
liberador de nadar sino más bien a ese tipo de
disciplina mal entendida que se imparte en los
internados, al rigor de corte institucional, a la
humillación. El sonido constante rebota contra
las paredes, enfatiza el encierro. Son voces humanas
enlatadas que hacen los comentarios más
previsibles y también más disparatados. La gente
–no los niños, sino la gente grande– proyecta sus
carencias y sus fantasías con una inocencia por
momentos inverosímil, tan abrumadora como
sus voces. Le hablan y se contestan, la toman
como oráculo. La identificación les impide toda
empatía. Un cuidador dice que hay gente que la
visita regularmente, a veces todos los días, como
si fuera un pariente que los necesita, un familiar
preso o enfermo, alguien a quien preferirían ver
en otro lado aunque las cosas se hayan dado así,
y entonces me tienta creer que esos visitantes
son excepciones a esa actitud autocentrada. No
los veo entre el público que pulula en el documental,
pero elijo creerle al cuidador francés.
★ ★ ★
La primera vez que fui a ver a Sandra para escribir
este perfil quedé sumergida, por uno de esos
descuidos de paseante, en una banda de turistas
que venía gritándose cosas –datos, comentarios
cualquiera: de un tiempo a esta parte, lo sabemos,
el ser humano no puede pasar mucho tiempo en
silencio o desconectado, lo que se confunde como
una misma cosa, a riesgo de tener un ataque de
pánico– y entonces llegué hasta su recinto un
poco como los visitantes de Nénette, sumergida
en el ruido. Tenía mucho ruido mental también,
porque desde hace ya casi una década, cuando
publiqué un libro cuya escritura me había hecho
pasar muchos días seguidos en el zoológico, en
este de Buenos Aires y en varios otros también,
me había prometido nunca más pisar ninguno.
Tenía mis razones y las sigo teniendo, pero el
caso Sandra amerita romper más de una promesa.
La segunda vez que fui a ver a Sandra tuve
más suerte: no había nadie alrededor salvo un
par de cuidadores que justo estaban dándole
de almorzar. En realidad uno de los cuidadores
oficiaba de entrenador del otro, quien a su vez
entrenaba a Sandra. Siguiendo las indicaciones
del primero, el segundo le iba tirando pedacitos
de banana a los lugares más remotos de su recinto
–porque esta orangutana, al contrario de
Nénette, tiene una gran parte de su espacio al
aire libre– para que ella los fuera a buscar. Todo
mediatizado por un lenguaje de señas que me
hacía acordar al de los asistentes de aterrizaje en
los aeropuertos. Algunas de esas señas son pura
conexión con el animal, porque lo que se busca
con este entrenamiento es no solo hacerla adelgazar
sino hacerla sentir acompañada, me dijo
el primer entrenador de la cadena. Otros después,
ya fuera del zoológico, me dirán que estas
prácticas de enriquecimiento ambiental dedicadas
a Sandra son muy recientes, una especie
de pantalla post fallo para apaciguar los ánimos
generales y también las denuncias puntuales
contra autoridades del zoológico que este caso
puso en marcha, denuncias graves que en estos
días también siguen su curso. Pero mientras, en
ese mediodía de marzo, el primer entrenador me
contó que todo lo que él sabe lo fue aprendiendo
en libros, en revistas, en manuales, o mirando
en YouTube, en documentales, porque acá en la Argentina no hay un lugar adonde aprender este
oficio. En su caso, por ejemplo, empezó entrenando
perros, porque ese sí es un curso que se
dicta en la Facultad de Veterinaria. Uno se va
haciendo como puede. Hay que reconocer que
durante los últimos cinco años Sandra tuvo un
gran cuidador, eso también me lo dirán afuera,
uno de esos autodidactas con una percepción
del universo animal increíble, una capacidad de
sintonía y de trabajo excepcionales. Pero desde
hace unos meses, después de que el caso estuviera
en los diarios, los directivos del zoológico
lo cambiaron de área, lo volvieron inhallable, lo
silenciaron. Antes de eso, fue una de las personas
que asistieron a la audiencia que, en un nuevo
capítulo de lo que algunos medios llaman «la liberación
de Sandra», la jueza Elena Liberatori
(sic) convocó hacia fines de marzo para empezar
a decidir qué pasos tomar ahora que el fallo
histórico es un hecho, para que lo de «histórico»
no quede relegado al bronce del olvido con el
que a veces se lo asocia y tome en cambio una
forma de aplicación concreta. En esa audiencia,
que el Gobierno de la Ciudad intentó impedir
aunque su pedido fue desestimado, participaron
también el director del zoológico de Buenos
Aires, representantes del poder judicial de la
ciudad, dos patrocinantes de AFADA, abogados
especializados en el tema animal y un equipo
interdisciplinario conformado por profesores
de la Universidad de Rosario y la Universidad
de Buenos Aires. Dicen que la audiencia duró
cuatro horas y que estuvo amenizada por unos
sándwiches de jamón. Refiriéndose a estos últimos
parece ser que, a la salida, uno de los
participantes dijo que ahí estaban todos muy
preocupados por los derechos de la orangutana
pero que, por lo visto, los derechos de los chanchos
nadie los tenía en cuenta.
★ ★ ★
Cuando leí ese comentario así, suelto, citado en
un artículo de diario, me pregunté si sería uno de
esos chistes berretas que tanto abundan en este
tipo de contiendas, o si el participante de la audiencia
se estaría refiriendo al modo en que los
chanchos fueron protagonistas en causas judiciales
en otras épocas, especialmente durante la
Edad Media. Michel Pastoureau aborda el tema
en ese libro extraordinario que se llama Una
historia simbólica de la Edad Media occidental, (1) donde cuenta un caso que viene al caso, valga
la redundancia. Durante los primeros días de
1386 se registró en Falaise, un pueblito de la
Baja Normandía, lo que el mismo Pastoureau,
a quien uno pensaría que ya nada de la época
puede asombrarlo, califica como «un acontecimiento
extraordinario»: después de nueve días
de juicio en los que su defensor legal no pudo
hacer mucho para absolverla, una chancha fue
declarada culpable del asesinato de un bebé de
tres meses y condenada a muerte. Antes, se le
leyó la sentencia. Luego, la vistieron con ropas
humanas y la ataron a una yegua que la arrastró
desde la plaza del castillo del señor feudal
hasta la periferia, donde se había instalado un
cadalso en el que la chancha comenzaría su larga
muerte. Primero, el verdugo le cortó el morro y
le hizo unos cortes profundos en la pierna, porque
era parte del protocolo hacer que el animal
sufriera exactamente el mismo tipo de daño que había causado a su víctima. Después, le colocaron
una especie de careta de rasgos humanos y
la ataron por los cuartos traseros a un árbol para
que allí terminara de desangrarse. Una vez que
comprobaron que la chancha estaba muerta del
todo, volvieron a arrastrar sus restos alrededor
de toda la plaza y, finalmente, los quemaron en
una hoguera. Queda claro que esta ejecución,
casi un espectáculo, estaba hecha para un público,
y en este caso un público muy pensado, entre
los que estaban, además del vizconde de Falaise
y de los miembros de su comitiva que administraban
la ley, un grupo levemente heterogéneo
conformado por el dueño de la chancha, el padre
del niño, habitantes del pueblo y una serie de
campesinos que habían sido reclutados en los alrededores
con la orden de asistir no solo con sus
familias sino con sus chanchos, congéneres de la
víctima. Faltaban todavía dos siglos para que el
célebre jurista Barthélemy de Chassanée escribiera
su Consilia, el tratado en el que resumiría
los requisitos formales que debían aplicarse en
los juicios a los animales, pero por lo que se ve,
el señor feudal y sus aliados sabían ya entonces
cómo proceder para que, a partir de esta ejecución,
los involucrados directos –el dueño de la
chancha y el padre del niño– y los otros involucrados
posibles –gente en general, chanchos
en general– tuvieran su momento pedagógico.
Mejor cuidar que animales y niños no anden
sueltos, mejor comer otra cosa: cada uno habrá
llegado a sus conclusiones. Lo que importa acá
remarcar es el hecho de que, aunque entonces
por Derecho no pueda entenderse lo mismo que
pasó a entenderse a partir de la Modernidad, estamos
frente a un caso en el que un animal es
centro de un debate judicial. Y no solo eso, un
caso en el que el animal debe comparecer ante
la justicia para ser condenado (o, en otros casos,
absuelto) porque, dice Pastoureau, en la Edad
Media «todo ser vivo es sujeto de derecho».
★ ★ ★
También dice Pastoureau en ese mismo libro
que, aunque menos espectaculares o menos atestiguados
que el caso de la chancha de Falaise,
los pleitos legales que involucraban a estos animales
eran muy frecuentes en esa época –llega
a contar unas 60 causas entre 1266 y 1586– y
que eso respondía a una razón que entonces nadie
discutía: la proximidad entre el cerdo y el
animal humano. En las academias de medicina,
por ejemplo, se diseccionaban chanchos para
estudiar el cuerpo humano teniendo en cuenta
similitudes que luego la ciencia contemporánea
confirmó plenamente, sobre todo cuando se trata
del aparato digestivo, el urinario, los tejidos y
el sistema cutáneo. Recién en el siglo XIX ese
parentesco se trasladó al mono, pero independientemente
de que hablemos de monos o de
cerdos el otro hecho fundamental que esa anécdota
de Falaise remarca es la proximidad que
entonces, en la durante tanto tiempo denostada
Edad Media, había entre el humano y el animal,
los modos en los que desde distintos ámbitos
–la justicia, la ciencia, la percepción popular– se
los pensaba próximos, línea de pensamiento que
fue quebrada al medio de forma tajante durante
el Iluminismo. Entonces, Descartes articuló su
confrontación jerarquizante entre lo humano y
lo animal con una eficacia tal que, con distintas
formulaciones y efectos, recorrió los siglos siguientes
y llegó a estar presente en los preceptos
ideológicos del nazismo, entre otras aberraciones
históricas que persisten hasta hoy. Porque
la cosificación inherente a la teoría cartesiana
se aplica no solo a los animales sino también
a los humanos. Mejor dicho, a algunos humanos,
que según el momento histórico pueden
ser judíos o musulmanes o negros, y así sigue
la lista, siempre una lista que hace referencia a
los desclasados, los abyectos o los que el sistema
considere innecesarios, improductivos, peligrosos.
Porque inevitablemente implica revisar esa
concepción de lo que entendemos por vida es
que me parece crucial el caso Sandra, que vuelve
a plantear la necesidad de pensar no solo el
estatuto de lo animal sino el de lo humano, o
mejor dicho a azuzar la necesidad de encontrar
nuevas formas de confluencia, una puerta de
entrada a nuevas formas de pensar lo viviente,
«a imaginar modos más abiertos y hospitalarios
de ser en común», tal como propone Florencia
Garramuño en Mundos en común, (2) lo que desde
ya supone desestimar tanto la identificación
humano-animal como la definición del primero
en contraposición al segundo, y en cambio
instiga a pensar una nueva convivencia sobre la
que todavía queda mucho por decir, por discutir,
pero en la que, ya queda claro, no hay espacio
para la cosificación de las formas de vida. A
eso me refiero cuando hablo de Sandra como activista involuntaria, Sandra como uno de los
capítulos de un posible momento de quiebre.
★ ★ ★
La tercera vez que fui a ver a Sandra para escribir
este perfil no había a su alrededor ni turistas ni
cuidadores. El día también era radiante y fresco,
porque en el sentido meteorológico no hay en
Buenos Aires época del año más generosa que
el otoño. Como era más temprano que las otras
veces que había ido, el sol llegaba desde otro
ángulo y entonces el color cobrizo de los pelos
largos de Sandra resaltaba más. Me acuerdo
que a fines del año pasado, cuando empezaron a
aparecer las primeras noticias que la involucraban,
encontré entre los comentarios de un diario
de gran tirada el comentario de un lector, por
llamarlo así, en el que decía que la orangutana
le parecía idéntica a una judía con peluca. Hay
que reconocerle al supuesto lector una importante
capacidad de síntesis, porque en tan breve
comparación compactaba discriminación hacia
al menos tres grupos. Uno de ellos, el de las mujeres,
tiene una vuelta de tuerca bastante curiosa
en el caso de los orangutanes y de los grandes
simios en general –categoría en la que también
están incluidos los chimpancés, los bonobos y
los gorilas–, tal como me contó hace unos días
Susana Pataro, antropóloga y representante en
América Latina de la Fundación Jane Goodall.
Ocurre que, desde su base tanzana, donde estaba
instalado haciendo excavaciones que luego
serían cruciales en la discusión acerca de los orí-
genes de la humanidad, el arqueólogo británico
Louis Leaky terminó enviando –a veces casi a
su pesar– a tres mujeres para que investigaran
a los grandes simios sobre el terreno. La primera
de ellas fue Jane Goodall, que estudió los
chimpancés. La más hollywoodense fue Diane
Fossey, que estudió los gorilas. Y la que viene
más al caso acá es Biruté Galdikas, primatóloga
de origen lituano nacida en Alemania y hoy
radicada en Canadá, que después de sus incursiones
en Borneo escribió libros en los que se
dice lo nunca dicho antes acerca de los orangutanes
y su hábitat, porque estas mujeres son las
primeras en comprender que, cuando hablamos
de una especie, hablamos indefectiblemente
de su hábitat, es decir del nuestro, el de todos.
Eso queda también clarísimo en Green, la película
en la que Patrick Rouxel sigue la agonía
de una orangutana víctima del desmonte al que
una serie de humanos trata de salvarle la vida.
En paralelo y en clave abiertamente activista, la
película sigue los pasos de la deforestación que
otros seres humanos, los favorecidos por la industria
del aceite de palma, hacen del hábitat
natural de los orangutanes, los bosques de Borneo
y Sumatra, y los efectos que eso tiene sobre
otros seres humanos, los pobladores de la zona
que, también como la orangutana Green, están
en agonía. Mientras yo investigaba para escribir
este perfil, se estrenaba en el Festival de Cine de
Buenos Aires The Act of Killing, la película en laque Joshua Oppenheimer revela las otras atrocidades
políticas de las que fue testigo cuando
viajó a Indonesia a hacer un documental justamente
sobre esos últimos seres humanos, los
trabajadores que forman la última cadena de la
industria del aceite de palma.
★ ★ ★
Green le habían puesto de nombre a la orangutana
que un día pasó a verlo todo menos verde
que negro. Supongo que el nombre se le habrá
ocurrido a uno de los enfermeros del equipo
que trataba de salvarle la vida. Me pregunto entonces
quién le habrá puesto Sandra a Sandra
y entonces me entero de que en Rostock, antes
de venir de Alemania, se llamaba Marissa. Algo
parecido le pasó al orangután macho con el que
vino, su pareja, que allá se llamaba Rafael y acá
se lo rebautizó como Max, aunque uno hubiese
esperado la ecuación contraria. Por qué les
cambiaron los nombres pregunté entonces, pero
nadie me lo supo decir. O al menos no con pasión
onomástica. Es normal cuando cambian de
zoológico, me dijo, cansino, un cuidador que pasaba
por ahí. Y me contó que al hijo que Sandra
tuvo en 1998 le pusieron Shembira acá mismo,
en el zoológico de Buenos Aires, pero después lo
trasladaron a uno en China, cree, y vaya a saber
cómo se llama ahí. A su hijo Sandra lo rechazó
de entrada, agrega. Fue el personal del zoológico
el que tuvo que encargarse de amamantarlo
y darle los cuidados básicos hasta que estuviera
en condiciones de pasar a formar parte de otra
colección, ella nunca quiso saber nada con su
criatura. Por qué, preguntaría, pero sé que es inú-
til, entonces pregunto por qué Sandra en vez de
Marissa. Sería el nombre de algún amor imposible
de un cuidador. O de la suegra, nunca se
sabe, comenta antes de irse.
Un par de días después Claudio Bertonatti,
que fue director del zoológico de Buenos Aires
entre enero de 2012 y abril de 2013, me dijo que,
entre la serie de cambios que intentó introducir
pero no pudo, estaba justamente este de los
nombres. Ya que los zoológicos se plantean hoy
una misión educativa, le parecía el colmo del etnocentrismo,
por no decir de la estupidez, esto
de ponerles nombres de personas. Él intentó
llamar a los animales con alguna palabra que hiciera
referencia a su lugar de origen, a sus formas
de ser, pero no hubo caso. Una de las atracciones
del zoológico es armar un concurso que suele
reunir a muchos chicos para ver cuál de todos es
el que logra ponerle nombre a un animal, con lo
cual el zoológico jamás haría nada que arruine
su objetivo central, el mercado del espectáculo.
En lengua malaya, orang significa hombre y
utan bosque, me dice Gail Jones, una escritora
australiana con la que me encuentro mientras
estoy escribiendo, con lo cual orangután quiere
decir literalmente «hombre del bosque». Pienso
entonces que, justamente ahí, desde el nombre,
la especie ya estuvo siempre remitiendo a lo que
con el tiempo se volvería una tensión, porque la
marcha del mundo hizo que en algún momento
las preposiciones se alteraran y desde entonces
la ecuación pasó de «hombre del bosque» a
«hombre contra el bosque». Una alteración que
se registra allá en su Borneo natal y en miles de
otros puntos de la Tierra que, dicen, una vez al
año festeja su día.
(1) Buenos Aires, Katz Editores, 2006.
(2) Mundos en común. Ensayos sobre la inespecificidad en el arte, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2015.
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