miércoles, 16 de mayo de 2018

María Sonia Cristoff / Sandra, orangutana

María Sonia Cristoff  es una escritora argentina. Se graduó en Letras en la Universidad de Buenos Aires. Trabajó en una editorial, en una redacción;  tradujo textos y dio clases de inglés y talleres de crónica de viajes, Escribe  en distintos medios y da clases en universidades y escuelas.  Armó una serie de antologías cuyos ejes centrales se vinculan con su propia narrativa. Escribió muchos artículos y cuentos publicados en prensa internacional y volúmenes colectivos.Sus libros han sido traducidos a seis idiomas.



Sandra, orangutana.

Por una mezcla de azar y procrastinación y quién sabe qué otras cosas más, empiezo a escribir este texto en el Día de la Tierra. Así me lo anuncia Google en cuanto prendo la computadora. La coincidencia me parece por lo menos atendible, considerando que, si bien me estoy sentando a escribir lo que acordé, el perfil de una orangutana llamada Sandra que vive en el zoológico de Buenos Aires y que está en el candelero a partir de un fallo judicial muy reciente, todos sabemos que, a esta altura, hablar de zoológicos y de especies más o menos amenazadas remite siempre a hablar de la Tierra, de este planeta que nos conforma y nos sostiene, al menos por el momento. Entonces, hago por primera vez en mi vida un doble clic en las efemérides de Google. No voy a decir que esperaba encontrarme con un manifiesto anarquista que denunciara cuáles son las políticas neoliberales que están destruyendo el planeta, pero al menos sí esperaba alguno de esos mensajes que se escudan en la metáfora del cambio climático para sermonear a los niños y dejar dormir tranquilos a los padres. A todos los padres. Sin embargo, me equivocaba, porque lo que el doble clic me depara es un cuestionario que me invita a saber qué tipo de animal soy. Solo tengo que responder cinco preguntas. Allá voy entonces. La primera es qué hago los viernes por la noche. Las cuatro siguientes son del mismo tenor, o incluso peor si es que eso es posible. El final del test me revela que soy un pájaro llamado saltarín cabecirrojo norteño. Con los dedos un tanto temblorosos por este momento de anagnórisis, entro en Google para buscar de qué se trata el tipo de animal que, me acabo de enterar, soy. Wikipedia es, como tantas otras veces, la primera opción. Allí entonces encuentro el nombre –¿debería decir mi nombre?– del cabecirrojo en latín, luego una descripción técnica de sus colores según se trate de macho o hembra y además un par de datos de relevancia: uno es que, según la escala elaborada por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), el cabecirrojo es una especie que, en la grilla de estado de conservación, aparece listada bajo la categoría «preocupación menor», lo que significa que tiene el más bajo riesgo de desaparecer. El otro dato revelado por el artí- culo es que, durante el cortejo, el cabecirrojo macho ejecuta un «paso de baile humano conocido como el moonwalk de Michael Jackson». De acuerdo, ya sabemos cómo se escriben los artículos de Wikipedia, ya sabemos cuáles son los aciertos que podemos encontrar ahí y cuáles no. Lo curioso es que Google elija conmemorar el Día de la Tierra apelando precisamente a varias de las direcciones que tan mal le vienen haciendo a la Tierra: la negación del estado de amenaza en que se encuentra, la banalización y el antropocentrismo. No quiero hacerles el juego a los señores que especulan económicamente con el cambio climático ni tampoco menoscabar la memoria de Michael Jackson, a quien he visto en imitaciones extraordinarias, pero realmente, si vamos a hablar del estado de este planeta, las cosas no están como para distraernos con un cuestionario de revista de peluquería. Lo digo como cabecirrojo alerta que soy, jamás como pá- jaro de mal agüero. 
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También por Wikipedia me entero de que Rostock, la ciudad al borde del Báltico en la que nació la orangutana Sandra, supo ser el puerto principal de Alemania del Este hasta que, después de la reunificación y de la caída del Muro, pasó a ser solo un puerto más. La orangutana nació en 1986, es decir antes de que eso ocurriera, y fue trasladada al zoológico de Buenos Aires en 1994, ya bajo la reunificación. Precisamente veinte años después de su llegada quedó en el centro de una contienda judicial interesantísima en sí misma y en sus posibles derivaciones cuando, el 13 de noviembre del año pasado, la Asociación de Funcionarios y Abogados por los Derechos de los Animales (AFADA) presentó un hábeas corpus a su favor. Aduciendo que las autoridades del zoológico de Buenos Aires habían privado a la orangutana de su libertad en forma ilegítima y arbitraria, y que su salud, tanto desde el punto de vista físico como psíquico, está deteriorada al punto de poner en riesgo su supervivencia, AFADA requirió que se la liberara y se la trasladara al santuario de Sorocaba, en el estado de São Paulo, Brasil, donde podría vivir entre congéneres y en mejores condiciones. El recurso era claramente intrépido: el hábeas corpus es una figura legal que históricamente se aplica a personas. Y en AFADA, organización liderada por el abogado Pablo Buompadre y patrocinada por el constitucionalista Andrés Gil Domínguez, lo sabían bien: además de conocer el destino aciago de la serie de pedidos similares interpuestos por distintas organizaciones a favor de los grandes simios en otras partes del mundo, ellos mismos acababan de fracasar con un hábeas corpus que había llegado hasta la Corte Suprema de Justicia de la Nación por un chimpancé llamado Toti que vivía en un zoológico privado de la Patagonia. En principio, el caso de Sandra no fue una excepción en esa serie de fracasos: el recurso fue rechazado en dos instancias hasta que el 18 de diciembre, ante una nueva apelación, la Sala II de la Cá- mara Federal de Casación Penal estableció que la orangutana es un sujeto no humano y, como tal, titular de derechos. El fallo fue catalogado de «histórico» y lo mejor será no resistirse a ese adjetivo, por más transitado que esté. Son tan pocos los antecedentes en el mundo, que en diciembre Sandra fue furor en las redes y noticia en medios como The Guardian, The Independent y Der Spiegel, entre muchos otros. Y si bien tanto desde varios de esos soportes como desde los despachos de algunos constitucionalistas locales se pone en cuestión el sistema argumentativo del fallo, sobre todo porque remite a una sola fuente bibliográfica, o más bien a dos textos de un mismo autor, nadie deja de reconocer que sienta un precedente radical. Antes de este fallo, aunque el animal estuviese bien cuidado, incluso bien cuidado según lo establecen los requisitos de la Ley 14.346 que lo protege, era considerado un objeto y, como tal, podía ser exhibido y tenido en cautiverio. En cambio ahora, en tanto sujeto no humano, su cautiverio y exhibición pública como objeto son en sí mismos actos que vulneran sus derechos. Después de ese fallo de diciembre las acciones legales en este momento siguen, porque a Sandra se le han otorgado derechos pero no se ha especificado cuáles, y por lo visto determinarlos es una cuestión complicadí- sima cuando no carísima que quién sabe cuánto tiempo más llevará, porque la maquinaria legal puede ser, como sabemos, proliferante hasta el delirio. Sandra como activista involuntaria, Sandra como posible momento de quiebre: las tres veces que fui a verla para escribir este perfil la vi así. Hice todo lo posible por verla así. 
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Encierro y exhibición: dos de los padecimientos de Sandra a los que apunta la denuncia que hizo AFADA. Me acuerdo de eso mientras miro el documental de Nicolas Philibert, Nénette, de 2010, centrado en la orangutana homónima que nació en los bosques de Borneo y que entonces, mientras la cámara de Philibert la toma, vive en el Jardin des Plantes de París. Tres años vivió en el bosque, casi cuarenta adentro de esa vitrina gigante. Siguiendo la línea cinéma vérité de sus trabajos anteriores, Philibert la sigue tan implacable como austeramente, sin subrayados. Desde fuera de la vitrina pero a veces casi pegada al vidrio, como un visitante más, la cámara registra tanto a Nénette y a los suyos como a los infinitos visitantes que la orangutana recibe por día. Infinitos y ruidosos. En pares, solos, en grupos. 
Muchos niños en grupos la visitan, comentan, gritan, hacen cosas de niños en grupo. El audio de la película registra sus voces exactamente como si estuvieran en una piscina cubierta, una piscina que no remite en nada a lo placentero y liberador de nadar sino más bien a ese tipo de disciplina mal entendida que se imparte en los internados, al rigor de corte institucional, a la humillación. El sonido constante rebota contra las paredes, enfatiza el encierro. Son voces humanas enlatadas que hacen los comentarios más previsibles y también más disparatados. La gente –no los niños, sino la gente grande– proyecta sus carencias y sus fantasías con una inocencia por momentos inverosímil, tan abrumadora como sus voces. Le hablan y se contestan, la toman como oráculo. La identificación les impide toda empatía. Un cuidador dice que hay gente que la visita regularmente, a veces todos los días, como si fuera un pariente que los necesita, un familiar preso o enfermo, alguien a quien preferirían ver en otro lado aunque las cosas se hayan dado así, y entonces me tienta creer que esos visitantes son excepciones a esa actitud autocentrada. No los veo entre el público que pulula en el documental, pero elijo creerle al cuidador francés. 
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La primera vez que fui a ver a Sandra para escribir este perfil quedé sumergida, por uno de esos descuidos de paseante, en una banda de turistas que venía gritándose cosas –datos, comentarios cualquiera: de un tiempo a esta parte, lo sabemos, el ser humano no puede pasar mucho tiempo en silencio o desconectado, lo que se confunde como una misma cosa, a riesgo de tener un ataque de pánico– y entonces llegué hasta su recinto un poco como los visitantes de Nénette, sumergida en el ruido. Tenía mucho ruido mental también, porque desde hace ya casi una década, cuando publiqué un libro cuya escritura me había hecho pasar muchos días seguidos en el zoológico, en este de Buenos Aires y en varios otros también, me había prometido nunca más pisar ninguno. Tenía mis razones y las sigo teniendo, pero el caso Sandra amerita romper más de una promesa. La segunda vez que fui a ver a Sandra tuve más suerte: no había nadie alrededor salvo un par de cuidadores que justo estaban dándole de almorzar. En realidad uno de los cuidadores oficiaba de entrenador del otro, quien a su vez entrenaba a Sandra. Siguiendo las indicaciones del primero, el segundo le iba tirando pedacitos de banana a los lugares más remotos de su recinto –porque esta orangutana, al contrario de Nénette, tiene una gran parte de su espacio al aire libre– para que ella los fuera a buscar. Todo mediatizado por un lenguaje de señas que me hacía acordar al de los asistentes de aterrizaje en los aeropuertos. Algunas de esas señas son pura conexión con el animal, porque lo que se busca con este entrenamiento es no solo hacerla adelgazar sino hacerla sentir acompañada, me dijo el primer entrenador de la cadena. Otros después, ya fuera del zoológico, me dirán que estas prácticas de enriquecimiento ambiental dedicadas a Sandra son muy recientes, una especie de pantalla post fallo para apaciguar los ánimos generales y también las denuncias puntuales contra autoridades del zoológico que este caso puso en marcha, denuncias graves que en estos días también siguen su curso. Pero mientras, en ese mediodía de marzo, el primer entrenador me contó que todo lo que él sabe lo fue aprendiendo en libros, en revistas, en manuales, o mirando en YouTube, en documentales, porque acá en la Argentina no hay un lugar adonde aprender este oficio. En su caso, por ejemplo, empezó entrenando perros, porque ese sí es un curso que se dicta en la Facultad de Veterinaria. Uno se va haciendo como puede. Hay que reconocer que durante los últimos cinco años Sandra tuvo un gran cuidador, eso también me lo dirán afuera, uno de esos autodidactas con una percepción del universo animal increíble, una capacidad de sintonía y de trabajo excepcionales. Pero desde hace unos meses, después de que el caso estuviera en los diarios, los directivos del zoológico lo cambiaron de área, lo volvieron inhallable, lo silenciaron. Antes de eso, fue una de las personas que asistieron a la audiencia que, en un nuevo capítulo de lo que algunos medios llaman «la liberación de Sandra», la jueza Elena Liberatori (sic) convocó hacia fines de marzo para empezar a decidir qué pasos tomar ahora que el fallo histórico es un hecho, para que lo de «histórico» no quede relegado al bronce del olvido con el que a veces se lo asocia y tome en cambio una forma de aplicación concreta. En esa audiencia, que el Gobierno de la Ciudad intentó impedir aunque su pedido fue desestimado, participaron también el director del zoológico de Buenos Aires, representantes del poder judicial de la ciudad, dos patrocinantes de AFADA, abogados especializados en el tema animal y un equipo interdisciplinario conformado por profesores de la Universidad de Rosario y la Universidad de Buenos Aires. Dicen que la audiencia duró cuatro horas y que estuvo amenizada por unos sándwiches de jamón. Refiriéndose a estos últimos parece ser que, a la salida, uno de los participantes dijo que ahí estaban todos muy preocupados por los derechos de la orangutana pero que, por lo visto, los derechos de los chanchos nadie los tenía en cuenta. 
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Cuando leí ese comentario así, suelto, citado en un artículo de diario, me pregunté si sería uno de esos chistes berretas que tanto abundan en este tipo de contiendas, o si el participante de la audiencia se estaría refiriendo al modo en que los chanchos fueron protagonistas en causas judiciales en otras épocas, especialmente durante la Edad Media. Michel Pastoureau aborda el tema en ese libro extraordinario que se llama Una historia simbólica de la Edad Media occidental, (1) donde cuenta un caso que viene al caso, valga la redundancia. Durante los primeros días de 1386 se registró en Falaise, un pueblito de la Baja Normandía, lo que el mismo Pastoureau, a quien uno pensaría que ya nada de la época puede asombrarlo, califica como «un acontecimiento extraordinario»: después de nueve días de juicio en los que su defensor legal no pudo hacer mucho para absolverla, una chancha fue declarada culpable del asesinato de un bebé de tres meses y condenada a muerte. Antes, se le leyó la sentencia. Luego, la vistieron con ropas humanas y la ataron a una yegua que la arrastró desde la plaza del castillo del señor feudal hasta la periferia, donde se había instalado un cadalso en el que la chancha comenzaría su larga muerte. Primero, el verdugo le cortó el morro y le hizo unos cortes profundos en la pierna, porque era parte del protocolo hacer que el animal sufriera exactamente el mismo tipo de daño que había causado a su víctima. Después, le colocaron una especie de careta de rasgos humanos y la ataron por los cuartos traseros a un árbol para que allí terminara de desangrarse. Una vez que comprobaron que la chancha estaba muerta del todo, volvieron a arrastrar sus restos alrededor de toda la plaza y, finalmente, los quemaron en una hoguera. Queda claro que esta ejecución, casi un espectáculo, estaba hecha para un público, y en este caso un público muy pensado, entre los que estaban, además del vizconde de Falaise y de los miembros de su comitiva que administraban la ley, un grupo levemente heterogéneo conformado por el dueño de la chancha, el padre del niño, habitantes del pueblo y una serie de campesinos que habían sido reclutados en los alrededores con la orden de asistir no solo con sus familias sino con sus chanchos, congéneres de la víctima. Faltaban todavía dos siglos para que el célebre jurista Barthélemy de Chassanée escribiera su Consilia, el tratado en el que resumiría los requisitos formales que debían aplicarse en los juicios a los animales, pero por lo que se ve, el señor feudal y sus aliados sabían ya entonces cómo proceder para que, a partir de esta ejecución, los involucrados directos –el dueño de la chancha y el padre del niño– y los otros involucrados posibles –gente en general, chanchos en general– tuvieran su momento pedagógico. Mejor cuidar que animales y niños no anden sueltos, mejor comer otra cosa: cada uno habrá llegado a sus conclusiones. Lo que importa acá remarcar es el hecho de que, aunque entonces por Derecho no pueda entenderse lo mismo que pasó a entenderse a partir de la Modernidad, estamos frente a un caso en el que un animal es centro de un debate judicial. Y no solo eso, un caso en el que el animal debe comparecer ante la justicia para ser condenado (o, en otros casos, absuelto) porque, dice Pastoureau, en la Edad Media «todo ser vivo es sujeto de derecho». 
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También dice Pastoureau en ese mismo libro que, aunque menos espectaculares o menos atestiguados que el caso de la chancha de Falaise, los pleitos legales que involucraban a estos animales eran muy frecuentes en esa época –llega a contar unas 60 causas entre 1266 y 1586– y que eso respondía a una razón que entonces nadie discutía: la proximidad entre el cerdo y el animal humano. En las academias de medicina, por ejemplo, se diseccionaban chanchos para estudiar el cuerpo humano teniendo en cuenta similitudes que luego la ciencia contemporánea confirmó plenamente, sobre todo cuando se trata del aparato digestivo, el urinario, los tejidos y el sistema cutáneo. Recién en el siglo XIX ese parentesco se trasladó al mono, pero independientemente de que hablemos de monos o de cerdos el otro hecho fundamental que esa anécdota de Falaise remarca es la proximidad que entonces, en la durante tanto tiempo denostada Edad Media, había entre el humano y el animal, los modos en los que desde distintos ámbitos –la justicia, la ciencia, la percepción popular– se los pensaba próximos, línea de pensamiento que fue quebrada al medio de forma tajante durante el Iluminismo. Entonces, Descartes articuló su confrontación jerarquizante entre lo humano y lo animal con una eficacia tal que, con distintas formulaciones y efectos, recorrió los siglos siguientes y llegó a estar presente en los preceptos ideológicos del nazismo, entre otras aberraciones históricas que persisten hasta hoy. Porque la cosificación inherente a la teoría cartesiana se aplica no solo a los animales sino también a los humanos. Mejor dicho, a algunos humanos, que según el momento histórico pueden ser judíos o musulmanes o negros, y así sigue la lista, siempre una lista que hace referencia a los desclasados, los abyectos o los que el sistema considere innecesarios, improductivos, peligrosos. Porque inevitablemente implica revisar esa concepción de lo que entendemos por vida es que me parece crucial el caso Sandra, que vuelve a plantear la necesidad de pensar no solo el estatuto de lo animal sino el de lo humano, o mejor dicho a azuzar la necesidad de encontrar nuevas formas de confluencia, una puerta de entrada a nuevas formas de pensar lo viviente, «a imaginar modos más abiertos y hospitalarios de ser en común», tal como propone Florencia Garramuño en Mundos en común, (2) lo que desde ya supone desestimar tanto la identificación humano-animal como la definición del primero en contraposición al segundo, y en cambio instiga a pensar una nueva convivencia sobre la que todavía queda mucho por decir, por discutir, pero en la que, ya queda claro, no hay espacio para la cosificación de las formas de vida. A eso me refiero cuando hablo de Sandra como activista involuntaria, Sandra como uno de los capítulos de un posible momento de quiebre. 
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La tercera vez que fui a ver a Sandra para escribir este perfil no había a su alrededor ni turistas ni cuidadores. El día también era radiante y fresco, porque en el sentido meteorológico no hay en Buenos Aires época del año más generosa que el otoño. Como era más temprano que las otras veces que había ido, el sol llegaba desde otro ángulo y entonces el color cobrizo de los pelos largos de Sandra resaltaba más. Me acuerdo que a fines del año pasado, cuando empezaron a aparecer las primeras noticias que la involucraban, encontré entre los comentarios de un diario de gran tirada el comentario de un lector, por llamarlo así, en el que decía que la orangutana le parecía idéntica a una judía con peluca. Hay que reconocerle al supuesto lector una importante capacidad de síntesis, porque en tan breve comparación compactaba discriminación hacia al menos tres grupos. Uno de ellos, el de las mujeres, tiene una vuelta de tuerca bastante curiosa en el caso de los orangutanes y de los grandes simios en general –categoría en la que también están incluidos los chimpancés, los bonobos y los gorilas–, tal como me contó hace unos días Susana Pataro, antropóloga y representante en América Latina de la Fundación Jane Goodall. Ocurre que, desde su base tanzana, donde estaba instalado haciendo excavaciones que luego serían cruciales en la discusión acerca de los orí- genes de la humanidad, el arqueólogo británico Louis Leaky terminó enviando –a veces casi a su pesar– a tres mujeres para que investigaran a los grandes simios sobre el terreno. La primera de ellas fue Jane Goodall, que estudió los chimpancés. La más hollywoodense fue Diane Fossey, que estudió los gorilas. Y la que viene más al caso acá es Biruté Galdikas, primatóloga de origen lituano nacida en Alemania y hoy radicada en Canadá, que después de sus incursiones en Borneo escribió libros en los que se dice lo nunca dicho antes acerca de los orangutanes y su hábitat, porque estas mujeres son las primeras en comprender que, cuando hablamos de una especie, hablamos indefectiblemente de su hábitat, es decir del nuestro, el de todos. Eso queda también clarísimo en Green, la película en la que Patrick Rouxel sigue la agonía de una orangutana víctima del desmonte al que una serie de humanos trata de salvarle la vida. En paralelo y en clave abiertamente activista, la película sigue los pasos de la deforestación que otros seres humanos, los favorecidos por la industria del aceite de palma, hacen del hábitat natural de los orangutanes, los bosques de Borneo y Sumatra, y los efectos que eso tiene sobre otros seres humanos, los pobladores de la zona que, también como la orangutana Green, están en agonía. Mientras yo investigaba para escribir este perfil, se estrenaba en el Festival de Cine de Buenos Aires The Act of Killing, la película en laque Joshua Oppenheimer revela las otras atrocidades políticas de las que fue testigo cuando viajó a Indonesia a hacer un documental justamente sobre esos últimos seres humanos, los trabajadores que forman la última cadena de la industria del aceite de palma. 
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Green le habían puesto de nombre a la orangutana que un día pasó a verlo todo menos verde que negro. Supongo que el nombre se le habrá ocurrido a uno de los enfermeros del equipo que trataba de salvarle la vida. Me pregunto entonces quién le habrá puesto Sandra a Sandra y entonces me entero de que en Rostock, antes de venir de Alemania, se llamaba Marissa. Algo parecido le pasó al orangután macho con el que vino, su pareja, que allá se llamaba Rafael y acá se lo rebautizó como Max, aunque uno hubiese esperado la ecuación contraria. Por qué les cambiaron los nombres pregunté entonces, pero nadie me lo supo decir. O al menos no con pasión onomástica. Es normal cuando cambian de zoológico, me dijo, cansino, un cuidador que pasaba por ahí. Y me contó que al hijo que Sandra tuvo en 1998 le pusieron Shembira acá mismo, en el zoológico de Buenos Aires, pero después lo trasladaron a uno en China, cree, y vaya a saber cómo se llama ahí. A su hijo Sandra lo rechazó de entrada, agrega. Fue el personal del zoológico el que tuvo que encargarse de amamantarlo y darle los cuidados básicos hasta que estuviera en condiciones de pasar a formar parte de otra colección, ella nunca quiso saber nada con su criatura. Por qué, preguntaría, pero sé que es inú- til, entonces pregunto por qué Sandra en vez de Marissa. Sería el nombre de algún amor imposible de un cuidador. O de la suegra, nunca se sabe, comenta antes de irse. Un par de días después Claudio Bertonatti, que fue director del zoológico de Buenos Aires entre enero de 2012 y abril de 2013, me dijo que, entre la serie de cambios que intentó introducir pero no pudo, estaba justamente este de los nombres. Ya que los zoológicos se plantean hoy una misión educativa, le parecía el colmo del etnocentrismo, por no decir de la estupidez, esto de ponerles nombres de personas. Él intentó llamar a los animales con alguna palabra que hiciera referencia a su lugar de origen, a sus formas de ser, pero no hubo caso. Una de las atracciones del zoológico es armar un concurso que suele reunir a muchos chicos para ver cuál de todos es el que logra ponerle nombre a un animal, con lo cual el zoológico jamás haría nada que arruine su objetivo central, el mercado del espectáculo. En lengua malaya, orang significa hombre y utan bosque, me dice Gail Jones, una escritora australiana con la que me encuentro mientras estoy escribiendo, con lo cual orangután quiere decir literalmente «hombre del bosque». Pienso entonces que, justamente ahí, desde el nombre, la especie ya estuvo siempre remitiendo a lo que con el tiempo se volvería una tensión, porque la marcha del mundo hizo que en algún momento las preposiciones se alteraran y desde entonces la ecuación pasó de «hombre del bosque» a «hombre contra el bosque». Una alteración que se registra allá en su Borneo natal y en miles de otros puntos de la Tierra que, dicen, una vez al año festeja su día.

(1) Buenos Aires, Katz Editores, 2006.
(2) Mundos en común. Ensayos sobre la inespecificidad en el arte, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2015.

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