Shirin Neshat
Fotógrafa, guionista y directora de cine iraní, es una de las artistas más representativas del arte iraní contemporáneo, con una importante producción audiovisual y fotográfica. Reside en Estados Unidos desde sus 17 años.
Su obra se caracteriza por el tratamiento de la condición de la mujer, en las sociedades islámicas contemporáneas; centrándose en las dimensiones sociales, culturales, políticas, religiosas e ideológicas propias a los conflictos que viven las mujeres en las sociedades musulmanas contemporáneas, en específico, aquellas que radican en la comunidad iraní. A partir del imaginario que Occidente ha construido en torno a la mujer del Medio Oriente y su relación con el Islam, Neshat establece un novedoso discurso crítico en dos sentidos: contra estos estereotipos occidentales; pero también sobre los contextos sociales y políticos de donde son originarios. Para enfatizar el carácter conflictivo de estos contextos, Neshat se vale del recurso de la contraposición de opuestos que le permiten exponer el carácter polémico y binario del sistema en que viven las mujeres musulmanas: esto simboliza el uso del blanco y el negro, el exterior y el interior de los ambientes presentados, lo velado frente a lo corpóreamente mostrado, lo propiamente femenino frente a lo masculino.
Más de su obra: http://www.gladstonegallery.com/artist/shirin-neshat/#&panel1-1
Blog feminista // Soporte digital de los fanzines que editamos cada tanto // Difundimos diversas producciones culturales // Apoyamos y participamos en diferentes campañas: #52PeliculasDeDirectoras - #LeamosAutoras
martes, 30 de enero de 2018
lunes, 29 de enero de 2018
Lucina Alvarez / Poemas
Lucina Alvarez nació en España y se naturalizó argentina. Fue poeta, profesora y colaboró con varias revistas como Momento, El juguete rabioso y Buenos Aires tango. Su obra formó parte de la antología "Los que siguen". En 1976 fue secuestrada con su marido de su casa, que fue desvalijada, y aún se encuentran desaparecidos.
Metamorfosis
La madera se enloqueció de fórmica.
Desapareció la grieta
El olor
El codo consabido
La palabra en el hueco de la mano
El ojo nostalgioso mirando un punto fijo.
Un pringoso carnaval fosforescente
Me robó
Aquel cielo poblado de maníes
Algún gesto color de madrugada
Y este perfil de humo
Que tiene miedo
Que le fusilen el futuro.
Un favor a la poesía
Poetas, cantores
Deshollinadores de la vieja memoria
Rumiadores celestes de palabras
Caballeros andantes de la melancolía
Buceadores de la magia
Filatelistas de la ceniza
Lamas de los papelitos
Amigos míos
No vayamos a olvidarnos de la luz
Que no está allá arriba ni tan lejos
Sino aquí
Por estos lados.
Morirse
Ocurre que
unos se mueren de risa
otros se mueren de ganas
otros se mueren de frío
otros se mueren de rabia
otros se mueren de hambre
otros se mueren de un susto
marías se mueren de umbrales
bares se mueren de grilles
tantos se mueren de solos
suicidas se mueren de mundo
otros se mueren de andamio
“un árbol se muere de pie”
un jefe se muere acostado
solteras se mueren de pueblo
Rilke se muere de flor
Emily se muere de triste
trenes se mueren de horario
tranvías se mueren de olvido
un loco se muere de suelto
amores se mueren de dudas
zapatos se mueren de calle
mateos se mueren de asfalto
relojes se mueren de tiempo
muy uno se muere de Che
otros se mueren de estatua
algunos se mueren de lluvia
otros se mueren de noche
otros se mueren de viento
otros se mueren de luna
la luna se muere de Apolos
un camello se muere de sol
un tílburi se muere de nieve
una esquina se muere de tango
un pájaro se muere de jaula
Fierro se muere de ausencias
almidones se mueren de tía
un soldado se muere de bala
USA se muere de Cuba
lagartos se mueren de verde
oros se mueren de azul
Van Gogh de amarillo
Alfonsina de sal
algunos de amor
otros de miedo
otros se mueren.
viernes, 26 de enero de 2018
Viernes_Ilustradas - Ana Sanfelippo
Ana Sanfelippo
Ilustradora, diseñadora gráfica Argentina, se especializó en tipografía y caligrafía.
Hace obras de arte para libros , revistas. Cuenta con varias publicaciones oficiales y mostró su trabajo en diversas exposiciones tanto en Buenos Aires como en Eslovaquia.
Gran parte de su trabajo son ilustraciones para libros infantiles. Utiliza tintas y acrílicos, creando escenarios naturales con mucho colores vibrantes.
Más de su trabajo: http://www.anasanfelippo.com.ar/
Ilustradora, diseñadora gráfica Argentina, se especializó en tipografía y caligrafía.
Hace obras de arte para libros , revistas. Cuenta con varias publicaciones oficiales y mostró su trabajo en diversas exposiciones tanto en Buenos Aires como en Eslovaquia.
Gran parte de su trabajo son ilustraciones para libros infantiles. Utiliza tintas y acrílicos, creando escenarios naturales con mucho colores vibrantes.
Más de su trabajo: http://www.anasanfelippo.com.ar/
miércoles, 24 de enero de 2018
Mujeres_al_Lente - Elena Kalis
Elena Kalis
Fotógrafa rusa , residente de Bahamas que realiza una bonita, colorida e imaginativa fotografía siempre bajo el agua.
Fotógrafa rusa , residente de Bahamas que realiza una bonita, colorida e imaginativa fotografía siempre bajo el agua.
Realizó proyectos fotográficos bajo el agua con sus hijos y amigos, que le han catapultado a la actualidad fotográfica, habiéndose utilizado algunas de sus imágenes para ilustrar libros o portadas de discos. También sus fotografías han aparecido impresas en diferentes revistas y publicaciones online.
Especialmente conseguida está la serie Alicia en el país de las maravillas, en la que consigue plasmar con gran imaginación y plasticidad momentos del libro bajo el líquido elemento. Sus modelos comparten el líquido elemento con distintos elementos que le confieren una gracia especial al conjunto.
Más de su trabajo: https://www.elenakalisphoto.com
lunes, 22 de enero de 2018
Irene Gruss / poemas
Irene Gruss es poeta y dueña de una voz propia a la que siempre persigue. Formó parte de un movimiento que significó la continuación y el replanteo del coloquialismo que animó la poesía de los 60. Integró las redacciones de grandes revistas literarias y colaboró en distintas publicaciones. Sus poemas fueron traducidos al francés, inglés, ruso, croata, portugués, italiano y sueco. Publicó numerosos libros de poesía y en su caracter de compiladora, la antología "Poetas argentinas". Sus poemas exponen una mirada compleja de lo cotidiano y muchos tienen un tono despiadado. Coordinó talleres de poesía y su otro oficio es la corrección.
El jardín
¿Estás cansada del viaje, Diana?
¿Dejaste las valijas y te asomaste a ver el sol
en tu jardín, fuiste allí
rápidamente, pausadamente?
¿Echaste una ojeada a las plantas
o mirás cada una, sabiéndola,
descubriéndola, cuidás
tu jardín, hablás, cantás con
la regadera en la mano?
¿Estás cansada de vuelta del viaje,
Diana? ¿Estás contenta?
¿Alguien te acarició, jugó otra vez
con tu melena de fénix,
te besó los párpados
como quien desea tocar
una mirada así de azul, de gris
según el tiempo? ¿Fuiste feliz,
Diana? ¿Intenso y duro, el viaje?
¿Acomodaste la cabeza en el asiento del avión?,
¿descansaste?
¿Estás repleta de memoria, de sentidos
por el viaje, Diana?
¿Comerías conmigo para contarme?
¿Pasaste hambre en la estadía,
Diana, pasaste hambre?
¿Te embriagaste? ¿En algún momento
llegaste a marearte por el viaje?
¿En algún momento, sentiste
esa nada en la boca
del estómago, ahí donde dicen que
está el alma? ¿Llenaste
con qué esa nada, con la gente,
con las cosas, tuviste
necesidad? ¿Observaste
la vida tranquila? ¿Así, como te veo
ahora, calma
y sabihonda? ¿Conociste
la muerte en el viaje,
Diana? ¿Te asustó, la asustaste?
¿Trajiste fotos, postales,
documentos?, ¿abrazaste a
muchos, te abrazaron?
¿Gozaste, tradujiste el amor
loca de deseo? ¿Hablaste demasiado, callaste
demasiado? ¿Por qué
estás diciéndome
que escribir es lo único
que tenemos? ¿Estás
cansada, es por eso, porque
estás cansada del viaje? ¿Querés
dormir, recostarte en un hombro,
querés reír, llorar un
poco? ¿Acaso el viaje mismo
no te consuela,
Diana? ¿No es como el tacto
de otra mano, no lo es, verdad?
¿Comerías conmigo para
contarme?
¿Ya floreció la rosa
en tu jardín? ¿Es tan bella?
¿Los pétalos reventaron
plenos de vida, la vida es
púrpura después de un viaje,
Diana,
es así?
¿Dejaste las valijas y te asomaste a ver el sol
en tu jardín, fuiste allí
rápidamente, pausadamente?
¿Echaste una ojeada a las plantas
o mirás cada una, sabiéndola,
descubriéndola, cuidás
tu jardín, hablás, cantás con
la regadera en la mano?
¿Estás cansada de vuelta del viaje,
Diana? ¿Estás contenta?
¿Alguien te acarició, jugó otra vez
con tu melena de fénix,
te besó los párpados
como quien desea tocar
una mirada así de azul, de gris
según el tiempo? ¿Fuiste feliz,
Diana? ¿Intenso y duro, el viaje?
¿Acomodaste la cabeza en el asiento del avión?,
¿descansaste?
¿Estás repleta de memoria, de sentidos
por el viaje, Diana?
¿Comerías conmigo para contarme?
¿Pasaste hambre en la estadía,
Diana, pasaste hambre?
¿Te embriagaste? ¿En algún momento
llegaste a marearte por el viaje?
¿En algún momento, sentiste
esa nada en la boca
del estómago, ahí donde dicen que
está el alma? ¿Llenaste
con qué esa nada, con la gente,
con las cosas, tuviste
necesidad? ¿Observaste
la vida tranquila? ¿Así, como te veo
ahora, calma
y sabihonda? ¿Conociste
la muerte en el viaje,
Diana? ¿Te asustó, la asustaste?
¿Trajiste fotos, postales,
documentos?, ¿abrazaste a
muchos, te abrazaron?
¿Gozaste, tradujiste el amor
loca de deseo? ¿Hablaste demasiado, callaste
demasiado? ¿Por qué
estás diciéndome
que escribir es lo único
que tenemos? ¿Estás
cansada, es por eso, porque
estás cansada del viaje? ¿Querés
dormir, recostarte en un hombro,
querés reír, llorar un
poco? ¿Acaso el viaje mismo
no te consuela,
Diana? ¿No es como el tacto
de otra mano, no lo es, verdad?
¿Comerías conmigo para
contarme?
¿Ya floreció la rosa
en tu jardín? ¿Es tan bella?
¿Los pétalos reventaron
plenos de vida, la vida es
púrpura después de un viaje,
Diana,
es así?
Miopía
lo pequeñas que son las cosas.
Delirio de grandeza
en la mirada.
Mientras tanto
Yo estuve lavando ropa
mientras mucha gente
desapareció
no porque sí
se escondió
sufrió
hubo golpes
y
ahora no están
no porque sí
y mientras pasaban
sirenas y disparos, ruido seco
yo estuve lavando ropa,
acunando,
cantaba,
y la persiana a oscuras.
mientras mucha gente
desapareció
no porque sí
se escondió
sufrió
hubo golpes
y
ahora no están
no porque sí
y mientras pasaban
sirenas y disparos, ruido seco
yo estuve lavando ropa,
acunando,
cantaba,
y la persiana a oscuras.
Balcones
Esa vieja a lo lejos apenas puede colgar en la soga un repasador,
antes lo retorció pero ya no como antes,
cuando la fuerza era ciega y
eran sábanas, toallones, el mameluco de su hombre, los
infinitos
calcetines, no, ahora ya no,
apenas da en el blanco con ese broche
y lo aprieta, se agarra de la soga.
Suspira.
De pronto mueve su cabeza,
ve que la estoy mirando, la saludo como si la conociera.
Sonríe y
va hasta la maceta del malvón, me la ofrece
entre los cables, el aire que nos separa.
viernes, 19 de enero de 2018
Viernes_Ilustradas - Ana Pez
Ana Pez
Ilustradora Madrileña, Licenciada en Historia, profesora de dibujo, suele elegir el camino menos transitado, donde a menudo encuentra cosas inesperadas e interesantes. Esto le lleva a embarcarse en todo tipo de proyectos (libros, portadas de discos, páginas web, carteles, teatro...) y técnicas que van desde el lápiz de color, acrílico, pop up o digital.
Desde su comienzo dio pasos firmes en el mundo de la ilustración, publicando con varias editoriales tanto en España como en Francia, Inglaterra y Brasil.
Su opera prima Mon Petit Frère Invisible (Mi pequeño hermano invisible) ha obtenido varios premios y menciones destacadas.
Mon Petit Frère Invisible es un libro especial. «Está pensado para ser degustado en físico y en directo», invita su autora en tiempos de placeres digitales. Las gafas de cartón, con unas lentes de acetato roja, convierten en invisible la tinta naranja. Gracias a esta magia conseguimos una doble lectura que nos muestra un mundo escondido a los mayores.
Lxs invitamos a conocer a esta versátil ilustradora.
http://www.pencil-ilustradores.com/ilustrador.php?id=000000003K
Ilustradora Madrileña, Licenciada en Historia, profesora de dibujo, suele elegir el camino menos transitado, donde a menudo encuentra cosas inesperadas e interesantes. Esto le lleva a embarcarse en todo tipo de proyectos (libros, portadas de discos, páginas web, carteles, teatro...) y técnicas que van desde el lápiz de color, acrílico, pop up o digital.
Desde su comienzo dio pasos firmes en el mundo de la ilustración, publicando con varias editoriales tanto en España como en Francia, Inglaterra y Brasil.
Su opera prima Mon Petit Frère Invisible (Mi pequeño hermano invisible) ha obtenido varios premios y menciones destacadas.
Mon Petit Frère Invisible es un libro especial. «Está pensado para ser degustado en físico y en directo», invita su autora en tiempos de placeres digitales. Las gafas de cartón, con unas lentes de acetato roja, convierten en invisible la tinta naranja. Gracias a esta magia conseguimos una doble lectura que nos muestra un mundo escondido a los mayores.
Lxs invitamos a conocer a esta versátil ilustradora.
Más de su trabajo:
http://anapez.blogspot.com.ar/
http://www.pencil-ilustradores.com/ilustrador.php?id=000000003K
miércoles, 17 de enero de 2018
Mujeres_al_Lente - Elena Shumilova
Elena Shumilova
Fotógrafa rusa internacionalmente publicada, se especializa en imágenes infantiles y familiares. Lo curioso del asunto es que su primera cámara no la tuvo hasta principios de 2012, que es cuando nació su pasión por la fotografía. Desde entonces fotografía a sus hijos a diario, tratando de capturar momentos naturales, aprovechando fenómenos naturales y la iluminación de la zona, siempre en un entorno rural, lejos del gris de la ciudad. Su manejo de la luz es exquisito.
Sus fotos han aparecido en docenas de publicaciones en todo el mundo, incluidas Digital SLR Magazine, Practical Photography Magazine.
Sus fotos han aparecido en docenas de publicaciones en todo el mundo, incluidas Digital SLR Magazine, Practical Photography Magazine.
Las fotos y videos de Elena también han sido utilizados por las campañas publicitarias de Vodafone y Petcurean, portadas de libros y selección de postales en el Reino Unido, Alemania y Estados Unidos.
Ella vive y trabaja en el campo en la región de Tver, Rusia, viajando por todo el mundo con los nuevos proyectos y talleres.
Ella vive y trabaja en el campo en la región de Tver, Rusia, viajando por todo el mundo con los nuevos proyectos y talleres.
Más de su trabajo: https://elenashumilova.smugmug.com/
lunes, 15 de enero de 2018
Los Oesterheld / Fernanda Nicolini - Alicia Beltrami
Fernanda Nicolini estudió abogacía y periodismo. Colaboró en varios medios (Página/12, Clarín, Veintitrés, TXT, Anfibia entre otros). Es directora de la revista Brando. Publicó novelas, cuentos y poesía.
Alicia Beltrami es licenciada en Comunicación Social. Trabajó como periodista en Perfil, Crítica de la Argentina y BAE. Publicó en La Nación, Página/12 y la revista Acción, entre otros. HIzo producción e investigación periodística y entrevistas para documentales del Canal Encuentro y la Tv Pública.
Trabajaron juntas en la biografía de la familia Oesterheld. Una tragedia familiar que terminó en secuestro y desaparición a manos de la dictadura militar de Héctor, el ideólogo de la historieta moderna en Argentina, de sus cuatro hijas, sus tres yernos y dos de sus cuatro nietos. El libro es una reconstrucción del camino cultural y político de una familia que cuenta la historia violenta de una época y un país que termina ejerciendo exterminio.
Fernanda Nicolini y Alicia Beltrami
Los Oesterheld (fragmento)
El primer sábado que pasó en la casa de Devoto, Héctor sacó una reposera al jardín, se sentó al sol y empezó a hablar solo. Desde adentro, los anfitriones lo espiaban desconcertados. Le veían aspecto de viejo loco, así, desarrapado. A los pocos días, Héctor les dijo quién era y les mostró el grabador en el que registraba los guiones. Les habló de lo que estaba haciendo ahora, la adaptación de 20 mil leguas de viaje submarino para Billiken, que había empezado el año anterior con muchísimo éxito. También les contó que en Récord querían reeditar El Eternauta en formato de libro. Eso lo entusiasmaba especialmente.
Si en el mercado editorial Columba representaba la producción de una historieta estandarizada para un público masivo sin demasiadas exigencias y, desde lo ideológico, una línea explícitamente reaccionaria –se fiscalizaba que los policías y los soldados fueran siempre los buenos: a fin de cuentas sus publicaciones se repartían en los cuarteles–; Récord venía a representar todo lo contrario. Con su revista Skorpio, buscaba devolverle cierto prestigio a la historieta. Había repatriado las creaciones de Pratt dando a conocer su Corto Maltés, y convocado tanto a ilustradores reconocidos de la talla de Breccia, Arturo del Castillo y Solano López, como a jóvenes guionistas como Guillermo Saccomanno. También prometía ser un buen negocio para sus dueños, el agente editorial italiano Álvaro Zerboni y su socio local y ex empleado, Alfredo Scutti: las historietas se hacían con sueldos argentinos pero después se comercializaban en Europa, principalmente Italia, a precios internacionales.
Héctor fue uno de los últimos en sumarse. Como sucedía en cada lugar al que llegaba, su aparición, si bien silenciosa, fue un acontecimiento. Se sabía que su entrada previa en Columba había generado malestar en el guionista estrella, Robin Wood, autor talentoso pero que admiraba a Héctor a regañadientes: no podía disimular la molestia que le generaba que a Oesterheld lo consideraran un genio y a él, simplemente un buen guionista. En Récord, en cambio, nadie se sintió desplazado con su incorporación sino todo lo contrario. Muchos de ellos se habían formado con él y lo reivindicaban como el máximo autor de la cultura popular. Lo que no quitaba que algunos, como Saccomanno, se sintieran un poco inhibidos, a pesar de su amabilidad. Quien se animó a hablarle el primer día que lo vio fue el guionista Eugenio Zappietro, que firmaba como Ray Collins, había hecho su primera historieta policial –la renombrada Precinto 56– a pedido de Hugo Pratt para Misterix y era fanaìtico declarado de Héctor desde los 16 años.
–De chico yo andaba con una barra de amigos, sabe, y nos alegramos cuando leímos en Hora Cero que las historietas se iban a empezar a vender en Brasil porque eso significaba que la revista iba a seguir por mucho tiempo más.
Le dijo en la entrada de Récord. Héctor bajaba del ascensor y Zappietro lo interceptó. No podía contenerse. No sólo se sabía sus historias de memoria, sino que había continuado algunas de ellas en su paso por Abril, como El Indio Suárez y Santos Palma. Y, sin embargo, nunca lo había tenido enfrente. Siguió:
–Humildemente quiero decirle que nosotros, los que estamos acá, arrancamos desde donde usted llegó, usted nos allanó el camino.
–Bueno, gracias, es un poco mucho...
–¿Y me permite decirle otra cosita? Yo creo que su mejor trabajo es Mort Cinder.
–¿Sí? ¿Por qué?
–Porque usted ahí se mete a fondo con la interioridad del personaje y lo poco que yo he hecho hasta ahora se inscribe en esa buìsqueda que usted ya había empezado con Ernie Pike.
Héctor lo escuchó atento y sonrió halagado, pero no dijo nada más. Zappietro era un personaje particular dentro de Récord. Lector apasionado, escritor de novelas románticas primero y de historietas después, lo que más llamaba la atención, además de sus modos ceremoniosos, era su otra profesión: policía. Para 1975, tenía el cargo de subcomisario y estaba al frente de la revista oficial de la Policía Federal y de un programa de radio y otro de televisión, los dos sobre prevención. Él mismo hacía chistes sobre su condición de botón. En la redacción, de todos modos, era muy apreciado. Esa fue la única vez que conversaron. Un año y medio después, con Héctor ya desaparecido, el propio Pratt le iba a pedir a Zappietro que hiciera averiguaciones. Y lo hizo. Su respuesta fue que Héctor no constaba en ningún registro, ni en los de su fuerza ni en los militares.
La entrada en Récord también iba a significar para Héctor la posibilidad de volcar en una obra final su nueva vida. Después del éxito de la reedición de El Eternauta, Scutti le iba a pedir una segunda parte. Probablemente no la que el director de Récord imaginaba. Mientras tanto, iba a reeditar varios de sus clásicos como Ernie Pike, Sargento Kirk y Ticonderoga, crear otro western, Loco Sexton, y hasta incursionar en el género de terror con Nekrodamus.
En esos textos trabajaba los fines de semana, sentado en el jardín de la casa de la calle Navarro a la altura de Chivilcoy, en donde vivió con su hija Marina desde mayo hasta diciembre de 1975. Él dormía en un escritorio en la planta baja, en el que también escribía, y ella en un cuarto de juegos en el segundo piso. A la mañana, salían por el baldío del fondo sin que los vecinos los vieran para tomarse el tren, y volvían alrededor de las siete de la tarde. A veces Marina no volvía, y cuando estaba, apenas abría la boca. Con el padre era cariñosa, incluso en público, pero con los demás le costaba mucho relacionarse. Héctor, en cambio, se quedaba en largas sobremesas con Clara y Carlos, los dueños de casa. Les contaba de su vida de geólogo, de sus viajes por el interior y de su trabajo en el laboratorio del Banco Industrial.
–Es como si hablara de otra vida... Como si de repente me hubiera animado a dar un salto y estuviera en otro universo.
Les dijo una de esas noches.
–¿Y cómo te animaste a dar el salto?
–Por mis hijas.
Clara y Carlos, que habían empezado su militancia con un grupo católico, también estaban convencidos de que la única opción de cambio era la lucha armada. Pero habían decidido no incorporarse a la organización porque tenían dos hijos chicos y creían que protegerlos era su responsabilidad como padres. Seguían con su militancia de base en barrios de zona norte y colaboraban con la organización en cuestiones de logística. En ese tiempo, confeccionaban carteras con doble fondo para esconder armas.
Con el correr de los días, la confianza hacía que las charlas nocturnas pasaran de la historieta y la geología a cuestiones más personales. Si la preocupación de Héctor por la seguridad de sus hijas era un tema presente, su crisis y separación de Elsa era otra constante.
A pesar de que se lo había cruzado alguna vez en Columba, el joven Guillermo Saccomanno no se animaba a pedirle una entrevista a Héctor y le preguntó a su amigo y colega, Carlos Trillo, si podía interceder. Trillo, que venía de trabajar en Patoruzú y Satiricón, no tuvo problema: con Héctor se conocían desde hacía tiempo.
Unos meses antes, Saccomanno había viajado por primera vez a Europa y había entrevistado a Umberto Eco, que seis años antes, en 1969, había escrito el prólogo a la primera edición de Mafalda en italiano, en plena revalorización de la cultura popular a partir de su obra Apocalípticos e Integrados. Luego, en París, estuvo con Pratt, que había publicado el Sargento Kirk en italiano sólo con su nombre y que no tuvo problemas en atribuirse también otros guiones de Héctor durante toda la charla. Finalmente, en España, se reunió con un grupo de historietistas que se oponían a Franco –ya en sus últimos días– y que se agrupaban alrededor de la revista de historietas Bang! Oesterheld, para ellos, era una megaestrella. Herederos del Mayo Francés, estaban particularmente deslumbrados con El Che.
La consideraban una obra magna, tanto por los textos como por las ilustraciones expresionistas de los Breccia y querían una entrevista con el que consideraban el mejor historietista en lengua española.
Saccomanno y Trillo lo citaron a Héctor en una confitería de Santa Fe y Pueyrredón, El Olmo, y allí le hicieron la propuesta. Héctor se mostró encantado con la idea de que la revista fuera extranjera. El encuentro siguió con un almuerzo en un restaurante de la avenida Santa Fe, King George. Ya se habían bajado una botella de vino y el reportaje todavía no había empezado. Finalmente fueron al departamento en el que Saccomanno vivía con su mujer, Lucía Capozzo. Allí Héctor se sentó en un sillón. Detrás de él, sobre su cabeza, colgaban dos pósteres del dibujante Moebius: uno con figuras de cowboys y otro, de Pieles Rojas. Lucía le preguntó si le podía hacer unas fotos y Héctor sonrió para la cámara. Era fin del verano y llevaba una camisa color claro de mangas cortas y un pantalón de vestir. El pelo le caía lacio sobre un costado de la cara. Completamente blanco, contrastaba con el vello oscuro de sus brazos fornidos. A los pocos minutos se prendió el grabador. Serían poco más de las tres de la tarde. Le preguntaron todo lo que le querían preguntar. Estaban sorprendidos por la soltura y el humor en sus respuestas, y por lo actualizado que parecía, tanto en cine como en literatura. Se hicieron las nueve y media de la noche y seguían sacando y poniendo casetes, hasta que se acabaron. Entonces pidieron una pizza y siguieron conversando. Era marzo de 1975 y Héctor todavía vivía en Beccar. Fue en esas horas, ya sin grabador, que hablaron de política. Les dijo que reivindicaba la lucha de la juventud peronista y hablaron de la coyuntura, en términos generales. Sus entrevistadores, de todos modos, intuían que estaba siendo cauteloso.
La entrevista se publicó con las fotos en aquel departamento. Durante un tiempo, los jóvenes guionistas lo seguirían viendo en Récord. Hasta que Héctor dejó de ir y empezaron los rumores de que andaba clandestino. Una tarde, Lucía lo vio. Cuando volvió a su casa, se lo comentó a su marido:
–Lo crucé en la calle, con bigotes y sombrero. Pero miró para otro lado, como evitándome.
–O quizá como protegiéndote.
Era 1976 y ésa fue la última imagen que tuvieron de él.
En junio salió el quinto número de Evita Montonera a cinco pesos. Un recuadro pedía disculpas por la demora en su publicación –la anterior era de abril y su precio era de tres pesos– y alegaba: “Compañeros destinados a la redacción del Evita son absorbidos permanentemente por los distintos conflictos vividos en el país con motivo de las paritarias y el proceso político consecuente. Además debe sumarse entre otras dificultades nuestra inexperiencia en una prensa clandestina masiva, que también genera problemas de distribución”. El resto de la revista, que traía en tapa una foto de la marcha masiva de trabajadores a Plaza de Mayo del 27 de junio con el título “El pueblo dijo basta”, hacía un resumen de la salida del gobierno de López Rega y de su hombre en el Ministerio de Economía, Celestino Rodrigo, que con su famoso Rodrigazo había provocado una devaluación del 150 por ciento, la duplicación de las tarifas de los servicios públicos y el transporte, y el aumento del combustible, facilitando la licuación de las deudas de las grandes empresas pero también de los salarios.
Promediando la revista aparecía Camote, una historieta sin firma y con ilustraciones en las que se adivinaba un trazo ajeno a la historieta profesional y más cercano al boceto artístico –quizá de su hija Estela, tal vez del Vasco–, que Héctor había ideado también en su reposera del jardín de Devoto.
Camote no era otra cosa que la historia de un militante montonero: el protagonista, que lleva ese apodo, llega a una cita en el centro porteño cuando ve que dos hombres intentan apresar al compañero con el que debía encontrarse.
–¡Hijos de puta! ¡No se lo llevarán!
Grita Camote y dispara con su “rubí punta hueca” que, dice, no es gran cosa.
–La puta, más cana... ¡Qué música, ése es el 38 de Mario!... ¡No rajó, tira desde la esquina, quiere sacarme!... Los despisté, pero perdí la cartera cuando me caí... Gran boludo... la cartera con el sobre de la quincena, el nombre legal, la fábrica.
A partir de ese momento, Camote tiene que pasar a la clandestinidad y guardarse. Lo hace en la casa de Celina, otra militante.
–¿Una piba? ¿Qué tal está?
–Y, Susana Giménez no es...
Celina vive en un barrio obrero con calles de tierra y es hija de Anselmo, un tornero que se enfrenta a la burocracia sindical y que va a ser entregado por un compañero de la comisión interna. Junto con otros compañeros de la fábrica, Camote se va a encargar de ajusticiarlo matando al sindicalista que lo entregó. Con ese final, se despide de Celina, con quien tiene un enamoramiento platónico pero a quien deja de ver para seguir con su militancia.
–Che, esto de militantes montoneros es muy aburrido...
Dijo al pasar Perdía en una reunión de la Conducción Nacional mientras hojeaba la revista.
Inés llegó a la cita bastante nerviosa. Era en un bar cerca de la 9 de Julio y se sentía obligada a agradarle a la persona con la que se iba a encontrar. De eso dependía conseguir una casa dónde vivir, algo que no era muy sencillo en su situación. Estaba embarazada de siete meses, tenía un hijo de un año y medio y acababa de salir de la cárcel. Del otro lado de la mesa se encontró con un señor mayor. Tomaron un café y no hizo falta mucho más. El le contó un poco acerca de los dueños de casa y le dijo que la iba a llevar hasta el lugar. La casa era la de Devoto y el hombre era Héctor.
Inés, nombre de guerra de Graciela Iturraspe, militaba en Columna Norte como parte de la llamada “Banda de Galimberti”. En la madrugada del 27 de junio, la policía entró en el departamento que Inés compartía con su compañero, Jorge Taiana, en el barrio de Palermo, y los detuvo por posesión de armas. Unas semanas antes habían pedido plata a sus responsables para poder mudarse porque sospechaban que el encargado del edificio los podía delatar, pero la plata nunca llegó. A los dos los iban a blanquear como presos políticos. Pero primero a Taiana lo torturaron y a ella la internaron en el Hospital Fernández. Con un embarazo incipiente, pesaba menos de cuarenta y cinco kilos y llevaba encima semanas de agotamiento entre el trabajo político en fábricas San Martín con su pequeño hijo a cuestas y el ritmo vertiginoso que le imprimía Galimberti a cada operación. Cuando la policía la detuvo, apenas podía caminar.
Del hospital la trasladaron a la cárcel de Devoto. Cuatro meses después salió en libertad gracias a una resolución del juez Raúl Zaffaroni y a la intervención de su suegro, Jorge Alberto Taiana, el famoso médico de Perón, que evitó que la pusieran a disposición del Poder Ejecutivo. Su padre había arreglado para que se fuera al sur y dejara de militar, pero ella decidió quedarse con sus compañeros. Sabía que si lo hacía, tenía que pasar completamente a la clandestinidad y en esa situación llegó a la casa de Devoto, en la que enseguida se convirtió en un miembro más de esa rara familia extendida. Para los vecinos, era una prima de Clara que vivía en Bariloche y que había venido a Buenos Aires porque cursaba un embarazo complicado.
La complicación real sucedió unos días después cuando Nicolás, su hijo de un año y medio que también había pasado esos cuatro meses en Devoto, se contagió de meningitis. Internarlo era imposible –en su condición de clandestina no podía quedarse en el hospital con él– por lo que Clara consiguió que el pediatra de sus hijos lo atendiera dos veces por semana en la casa. Durante un mes, Nicolás se debatió entre la vida y la muerte. Sólo tenía reflejo de succión y el médico había prescripto que le dieran mamaderas con agua fría constantemente. Durante el día, Inés subía y bajaba escaleras con su panza de casi ocho meses. Por momentos, el calor de noviembre se hacía insoportable. El alivio llegaba a la noche con Héctor, que se quedaba junto a ella para hacerle compañía y para relevarla con la ida y venida de mamaderas.
–Vos descansá, que ahora ese trabajo lo hago yo.
Le decía. Entonces Inés aprovechaba para dormir junto a la cuna. Otras veces se quedaban conversando hasta la madrugada. El le contaba historias. Inés sabía quién era porque Clara se lo había dicho. Una de esas madrugadas también le habló de El Eternauta.
–Yo escribí sobre esa familia de clase media que a la noche se juntaba a jugar a las cartas y que de repente encuentra una causa mayor por la cual salir a luchar. Y a mí y a mis hijas nos pasó eso mismo... Entonces a veces me pregunto quién fue primero, si ellas con su militancia o yo con algunas ideas que ya estaban ahí...
También hablaban mucho sobre la coyuntura. A Héctor le gustaba escuchar lo que pensaba Inés y, en general, coincidía. Para fines del 75, la Columna Norte empezó a plantear la necesidad de ampliar los espacios de debate frente a la propuesta de la Conducción Nacional de estructurar la organización según el centralismo democrático, que para el ala disidente de Norte tenía mucho de centralismo y poco de democrático. Héctor estaba de acuerdo con los planteos de apertura del debate y con la premisa de que en los momentos más duros, era necesario descentralizar la organización. Algo que Rodolfo Walsh iba a hacer explícito en sus papeles, esos documentos redactados a fines de 1976 en los que criticaba, y debatía con la Conducción, el rumbo que había tomado la organización. A veces, sin embargo, Héctor también tenía sus dudas.
–Yo también creo que hay que tener un oído en lo que piensa la gente. ¿Pero esto no nos desbandará, Inesita?
Los días en la casa de Devoto terminaron una semana antes de Navidad. Clara y su familia se iban a pasar las fiestas fuera de la ciudad y ellos no podían quedarse solos. Nicolás ya se había repuesto de su meningitis y Héctor estaba especialmente entusiasmado: finalmente se había comprado una casita en la zona del Tigre, algo con lo que había soñado toda la vida. El dinero provino de la división del departamento de casados de Beatriz y Miguel, con quien Héctor seguía enojado.
A pesar de la compartimentación, Pucho sabía que Beatriz veía a su madre. Voy a ver a mamá, le decía ella, como una hija aplicada. También supo que para fin de año se había mudado con su padre a una casa del Delta, porque ella misma lo invitó a conocerla. Fueron con Mantecol en colectivo. Se suponía que debían ir tabicados, así que trataron de no prestarle atención al recorrido del colectivo. Para Mantecol era difícil: conocía tan bien la zona que podía identificar hasta los pastizales del borde de la ruta. Por eso, cuando Beatriz los fue a buscar a la entrada de un camino de tierra, él sabía que estaban cerca de Benavidez, quizá Villa La Ñata. A Pucho le llamó la atención la altura de los eucaliptos. En la casa los esperaban Héctor y Marina. El los saludó con un abrazo y les ofreció un café. La pequeña mesa de la cocina estaba llena de libros y papeles y el sol daba en una galería. De pronto, por primera vez en mucho tiempo, Pucho se sintió seguro. Estaban alejados, nadie conocía esa casa, nada les podía pasar ahí. De día salieron a caminar y de noche jugaron a las cartas. Como en los tiempos de Beccar, Héctor hacía trampa y se reía sin parar cuando lo descubrían. Durante la cena, le pidió a Mantecol que le contara de su vida.
viernes, 12 de enero de 2018
Viernes_Ilustradas - Raquel Córcoles
Raquel Córcoles ilustradora española más conocida como Moderna de Pueblo, este nombre de Moderna de Pueblo procede de un personaje creado durante la década de 2010 con gran aceptación del publico.El personaje cuenta sucesos que le han ocurrido a ella o a amigos suyos.
En 2010 ganó la Beca Carné Joven Conéctate al Cómic y publicó el primer libro protagonizado por el personaje de la moderna, un Cómic titulado Sóc de poble. Las primeras colaboraciones en la prensa fueron en la revista el jueves..
http://modernadepueblo.com/
miércoles, 10 de enero de 2018
Mujeres_al_Lente - Awoiska van der Molen
Awoiska van der Molen fotógrafa holandesa su obra se basa en un enfoque intuitivo de la creación de imágenes y de su interés en las cualidades intangibles de sus sujetos.
Se graduó con un máster en Fotografía en la Academia St. Joost de Breda. Comenzó su camino por la fotografía retratando de forma equilibrada a mujeres en las calles de Nueva York, familias sentadas en silencio, u otras obras donde la atención de sus modelos radicaba más allá de la cámara. Continuó este enfoque en sus fotografías de entornos urbanos, produciendo imágenes extrañas de casas y calles anónimas.
Desde 2009, ha realizado imágenes abstractas en blanco y negro en la naturaleza. Al pasar largos períodos de tiempo en soledad en paisajes remotos, lentamente descubre la identidad del lugar, lo que le permite capturar sus cualidades emocionales y físicas específicas. Usando su experiencia personal dentro del paisaje para su proceso creativo, instintivamente busca un estado del ser en el que el límite entre ella y su entorno se desdibuje, ofreciendo una ambigüedad visceral y elusiva.
Sin títulos ni ninguna indicación de ubicación, sus impresiones de gelatina de plata a gran escala recrean sus experiencias personales en el paisaje para el espectador y permanecen abiertas a la interpretación. Sus composiciones tienen tanto las cualidades pictóricas del abstraccionismo temprano y la atención meticulosa a los detalles de la Escuela de Fotografía de Düsseldorf de los años ochenta. Sus imágenes están realizadas a mano en el cuarto oscuro, continuando la secuencia íntima y laboriosa de procesos lentos con cámara de gran formato y creando una quietud única que emana de su trabajo.
Ha participado en numerosas exposiciones colectivas e individuales, así como también se le han otorgado varios premios.
Más de su obra: https://www.awoiska.nl/
lunes, 8 de enero de 2018
Violeta Gorodischer / Mamushkas
Violeta Gorodischer es escritora y periodista. Colaboró con diversos medios y actualmente se desempeña como editora en el diario La Nación. Publicó la novela "Los años que vive un gato"; "Buscadores de fe" crónicas sobre busquedas espirituales, miedos, culpas y deseos de la clase media contemporánea; "Sueños a 90 centavos" diez relatos que integran un mismo núcleo: los vínculos femeninos a través de la amistad y la pareja. Con el último libro ganó el premio Fondo Nacional de las Artes.
Mamushkas
Treinta y siete. Helena, pantuflas rosas, pijama blanco de algodón, acomoda las mamushkas de su biblioteca. Caritas sonrientes y mejillas coloradas. Vestidos verdes con adornos en violeta. Boquitas corazón para seducir a los rusos de la gélida Moscú. Una dentro de otra dentro de otra dentro de otra y así. Las desarma y las acomoda en fila, de mayor a menor, justo frente a los libros de Taschen y los catálogos de ilustradores. Después pone agua para el café.
El año pasado cumplió treinta y seis, pero no se preocupó. Tal vez ayudaron la fiesta y el alcohol: cuando todos se fueron, terminó recibiendo en su casa al tipo con el que se acuesta desde hace ya casi tres años, sin que nunca se haya barajado la idea de una relación seria. Al menos sin que él lo haya hecho. Helena recuerda que la despertó al día siguiente con un manoseo suave, un juego previo que terminó antes de lo que a ella le hubiera gustado. Lo vio dormirse otra vez, ignoró el círculo de saliva en su almohada y se levantó para ir al baño.
Ahora no sabe si festejar, qué festejar. El único llamado que recibió fue el de su madre, histérica porque no le había confirmado si se juntaban a almorzar. Helena dijo sí, dijo voy, y no dijo nada más. Se saca el pijama y mira los rollitos que resisten a pesar de la dieta, los pelos negros que asoman impunes de sus piernas. Si no trabajara diez horas por día en el estudio de diseño esto podría haberse evitado. Pasa la mano: un felpudo áspero ajeno a cualquier forma de calidez. En un par de horas, una ucraniana desconocida va a desnudarla, recostarla, pasarle cera caliente por las axilas, las piernas y el cavado hasta que queme y se endurezca. Entonces va a tirar rápido, firme, con fuerza. Y ella va a reprimir un grito en ese modo de tortura suave: un dolor íntimo que a veces, un poco, le gusta.
Una amiga suya fue madre hace un par de semanas. Ayer Helena fue a visitarla. Saludó con un beso y entregó la bolsa con un enterito celeste para niños de cero a tres meses. Su amiga agradeció, reclinada sobre el sillón de cuerina con su hijo en brazos. Helena miró la succión rítmica, el tamaño enorme de la teta, el borde oscuro del pezón. Se sintió hipnotizada. La amiga se acomodó el corpiño, palmeó al bebé en la espalda hasta hacerlo eructar y después se lo encajó a Helena sin hacer preguntas. Sacó el celular y apuntó con la cámara. Helena sonrió tensa, haciendo fuerza con el brazo izquierdo para que no se le cayera la cabecita de la criatura. Un plato roto en mil pedazos. Una calabaza estrellada en el piso de madera. Una piedra contra el vidrio de una ventana. Antes de irse, le dio un beso en el pelo suave, casi invisible. Olía a jabón de glicerina.
Toma el café. Escupe y le pone dos cucharadas de azúcar, aunque la nutricionista le dijo que no. Ella también podría ser madre. Debería ser madre, si tuviera con quién. Mientras enjuaga la taza para que no quede nada sucio en la pileta, piensa: una casa de tres ambientes y un jardín con malvones rojos. Un sueldo que le alcance para irse de vacaciones más de diez días a Brasil. Más tetas, menos culo, piernas flacas para usar minifaldas sin acomplejarse. Un pelo largo, lacio y fuerte. Un hombre que le diga vamos a comer a lo de mi mamá. Una cuna con barrotes y un móvil de pajaritos. Asientos en el colectivo. Antojos de aceitunas o galletitas con miel. Séquitos espontáneos siempre dispuestos a ayudarla, ombligo del universo, el mundo a sus pies. Una panza blanca, redonda, turgente: que crezca y crezca y crezca, que lo envuelva todo, que no pare de crecer.
A las dos menos cuarto, bañada, vestida y depilada, toca timbre en casa de sus padres. A la tarde se junta con las chicas y por eso eligió vestirse bien. Un vestido nuevo que es suelto y le disimula la panza. Ropa interior negra y con encaje porque en el fondo, tiene esperanzas de terminar la noche con él. O con alguien, si es que su amiga Mariana la sorprende y le presenta al amigo del novio en ese encuentro que le viene prometiendo hace rato y que nunca termina de concretar. La madre, en la piel el bronceado suave gracias al tenis de mediodía, abre la puerta con una sonrisa. El padre todavía no sale del baño. Hay olor a empanadas recién sacadas del horno, copas con vino sobre la mesa. Se escuchan gritos y Karen, su hermana menor, sale del cuarto con sus dos sobrinos.
–Saluden a la tía.
Los nenes se aferran a las piernas de Karen. Vicente, el de siete, no habló hasta los tres años y Helena llegó a pensar que era autista. Cuando Karen no la veía, se sentaba muy cerca del nene y decía “Vicente, Vicente, Vicente”, a ver si él respondía al estímulo o seguía en su mundo. Y Vicente siempre la miraba, con sus rulos negros, con esos ojos color miel, la nariz húmeda de mocos. La miraba pero no le respondía, dejando a Helena con una sensación de vacío que todavía hoy le cuesta explicar. Ahora le dice “hola, tía, feliz cumpleaños” y no mucho más.
Emilio, en cambio, es un huracán rubio de setenta centímetros y remera a rayas azules. Llegó dos años después de que Karen perdiera su segundo embarazo. Fue un caso en doscientos, le explicaron los médicos: casi al quinto mes de gestación, detectaron que había una malformación congénita y que el corazón del feto había dejado de latir. Karen tuvo que someterse a un parto inducido. Su obstetra le recomendó que estuviera consciente para “soltar”. Toda la familia participó del entierro para hacer el duelo, y después Karen y su marido hicieron terapia de pareja hasta que llegó Emilio. Mientras gatea para besarlo, Helena ve que su hermana está más flaca que la última vez. Que se sacude el vestido que compró en su viaje a Miami y se sienta a la mesa con la madre, aliviada de que alguien le vigile a los nenes. Treinta y tres. Trabaja free lance en una agencia de publicidad. Y tiene mucama.
–¿Los mirás un ratito, Helen?
Helena gira para responderle a Karen, pero la encuentra perdida en el celular: “Mi amor, qué suerte que te encuentro, ¿venís al final?”. Helena piensa en Lucas, su cuñado.
Siempre quiso integrarse a su grupo de amigos pero hay algo de ella que a Lucas no le termina de gustar. Al menos eso cree Helena: si no, le preguntaría algo de su vida, o la incluiría en sus chistes, o se reiría a las carcajadas como hace con las novias de los otros cuando ya corrió mucho vino en el asado que siempre hace a fin de año. Vuelve a prestar atención a sus sobrinos. Emilio, sentado a upa de ella, golpea la mesa ratona de madera con una cuchara de plata. Vicente dibuja soles redondos en las servilletas de papel. Emilio golpea cada vez más fuerte, se ríe con intensidad diabólica. Vicente empieza a tachar lo que dibujó y Helena ve cómo la mesa ratona del living acaba de marcarse con la punta filosa del lápiz.
–Vin, cuidado con la mesa de la abuela –dice, y el nene la mira como si no le hubiera dicho nada. En realidad, como si no le importara lo que le acaba de decir. Helena siente algo de humillación, algo de impotencia. Emilio sigue con el golpeteo y a Helena empieza a dolerle la cabeza: un dolor que nace detrás de los ojos y avanza como un torbellino cada vez más grande. Un taladro en pleno microcentro. Una resonancia magnética. Una licuadora prendida por tiempo indeterminado. La gota que cae sobre la frente hasta retumbar en los tímpanos y la corteza cerebral. Y la cuchara, el mango de la cuchara, el ritmo metálico, constante, estridente, de la cuchara. En un impulso, Helena se la saca de la mano. Es un segundo: Emilio parpadea. Mira la mesa, su mano ahora vacía, la mira a ella, abre mucho la boca y empieza a llorar. Helena quiere calmarlo pero no puede. No sabe cómo. Vicente se levanta de golpe, tal vez anticipa lo que viene. Karen llega corriendo desde el cuarto, la melena rubia al viento, la expresión desencajada. Mira la cuchara en la mano de Helena, agarra a Emilio en brazos y, con el celular todavía pegado al oído, dice: “Dejá, gordi, dejá, no vengas”.
Ahora sí, todos sentados a la mesa. La madre con su copa de vino llena, el padre con el pelo mojado, el chaleco a rayas y la tercera empanada en la boca, la hermana en silencio, cortando con un cuchillo para que sus hijos coman. Helena termina la segunda empanada de carne. No va a comer más, así no está tan pesada para el té con las chicas. Su sobrino Emilio juega ahora con el relleno de humita como si fuera arena. Vicente pide ir a ver George de la selva hasta que llegue el postre. La madre de Helena intenta convencerlo de que se quede a festejar el cumple de la tía, pero el nene no tiene ganas. Helena quisiera entenderlo, en vez de enojarse. ¿Tendrá ella hijos alguna vez? En el mejor de los casos, podría embarazarse a fin de año si su historia actual se consolida. Cambiar algunas cosas de él sería suficiente: las remeras de superhéroes, los llamados a cualquier hora, ayudarlo a conseguir un trabajo estable. Y si no, puede hacerlo con cualquiera: ir a una fiesta, elegir uno, mentir y decir que se cuida con pastillas... El bebé nacería en agosto próximo. Ella ya tendría treinta y ocho. Madre primeriza. Todo eso de lo que siempre hablan sus amigas con hijos. Los análisis de sangre, de orina, las ecografías, la translucencia nucal, la punción para ver si tendrá malformaciones, espina bífida o síndrome de Down. Otra opción es congelar óvulos por si todo fracasa. Convertirse en la Dorian Gray de la reproducción asistida. Mientras las patas de gallo avanzan, sus huevos frágiles y translúcidos se mantendrían inmunes al paso del tiempo, listos para activarse ante la señal de largada. Pero cuesta una fortuna. Se muerde las uñas.
El celular vibra sobre la mesa y Helena lo agarra. Un mensaje de él. No se ven hace dos semanas y Helena piensa en la rutina de la no rutina. Encontrarse siempre después de las once, pedir comida en algún delivery, alternar posiciones en la cama, decirse cosas cariñosas pero solo en chiste, como “pupi”, como “mi vida”, como “amor mío”, evitar las salidas en público, no hablar de la familia.
“En qué andás”, lee. Toma un sorbo de vino que le endulza la garganta y le enciende las mejillas. Como las mamushkas. Apoya el pulgar en el teclado diminuto. Sube a la letra c. De coger. De correr. De comer. De creer. De cumplir años. Duda por unos segundos, hasta que su hermana suelta un grito y Helena, rápida de reflejos, tira el celular para atajar a Emilio: de tanto hamacarse en la sillita de madera, casi se va al piso. Lo agarra de la cintura para levantarlo. Emilio vuelve a llorar. La silla tambalea. Karen se acerca a abrazar a su cachorro y Helena sale del cuadro. Desde el sillón, Vicente ignora la película y mira todo con los ojos más grandes que nunca. Por un segundo cruza miradas con Helena, que ve el brillo en sus pupilas y entiende lo que él piensa. A veces, como ahora, Vicente daría cualquier cosa por ver caer a su hermanito. Toma otro sorbo de vino y escribe en el celular: “Cumplo años. ¿Nos vemos?”.
A las seis en punto, Helena entra al bar de Palermo. Mica y Paula la esperan en una mesa al fondo, en el patio, rodeadas de coloridos faroles de papel y carteles en letras de acrílico que cuelgan de la pared. “Love”, “Happiness”, “Peace”, lee mientras se acerca y esquiva a una moza con una bandeja de capuchinos y muffins de chocolate. En realidad sus amigas son cuatro, pero Julieta no viene porque su hijo de un año levantó fiebre y Mariana tiene gripe. Le habló por chat antes de salir. “Que este año se te dé”, dijo justo antes de que Helena cerrara sesión sin animarse a insistir con la presentación del amigo del novio.
Ahora llega a la mesa, saluda, se sienta en uno de los sillones de hierro con almohadones floreados y recibe las felicitaciones. Cada vez son menos en el grupo. Paula sale con un inglés que conoció en su posgrado de Recursos Humanos y en un año se van a ir a vivir a Londres. Mica, que era la última soltera, ya salió tres veces con el tipo que le presentaron en una reunión de amigos. De otros amigos, un grupo al que Helena no pertenece ni quiere pertenecer. Cuando cuenta que ayer fueron a cenar, Paula aplaude y dice que se alegra tanto. Helena quisiera ser espontáneamente buena pero no puede. Tampoco puede dejar de pensar que Mica ya lo vio cuatro veces en dos semanas mientras que, en ese mismo tiempo, ella se vio solo una con él. La moza se acerca y sirve el “teanner” que sus amigas encargaron para festejar.
La mesa empieza a llenarse. Sandwiches de pastrón y pepinillos. Arrollados de queso brie con rúcula y tomates confitados. Budín de coco y zanahoria. Croissants y palmeritas. Una jarra de limonada con menta y jengibre. Tazas enormes de café con leche. Helena mira el despliegue con una mezcla de miedo y fascinación. Piensa que va a comer solo tres cosas así no se hincha y le queda espacio para la cena. Tiene esperanzas de cena. Mira el celular y ellas empiezan con las preguntas:
–¿Te llamó? ¿Se van a ver?
Helena dice “sí”, dice “no sé”, y se llena la boca con una palmerita. Uno de tres. Ahora tiene que espaciar el siguiente bocado y ser más estratégica en sus decisiones. Sus amigas comen y hablan con la boca llena, se superponen entre ellas. Le dicen que lo apriete, que novios o nada, que se haga respetar, que tiene que ponerle un ultimátum. A Helena le encantaría hacer todo eso y más. Pedirle que vaya a comer con su familia. Irse de vacaciones juntos. Pasar las fiestas los dos solos en alguna playa lejana. Casarse, tener hijos, formar una familia con él. “Estamos bien así”, dice. “No necesito otra cosa”. La charla deriva en otros temas. Casas, camas, pelos, tamaños, posiciones, ropa, trabajo.
Helena recuerda la escena del almuerzo. Mira el reloj. Tamborilea los dedos.
Paula y Mica siguen hablando. Ella cierra los ojos e intenta masticar treinta veces, como le explicaron la única vez que se animó a pasar por un dieta club. Uno, dos, tres, cuatro. Abre los ojos y traga.
Un nene de la calle entra a vender biromes. Las tres lo ven, pero no dicen nada. Cuando llega a la mesa, el jogging roto, alpargatas negras y buzo con capucha, Paula le compra una y le da un sandwich de pastrón. Pregunta “cómo te llamás” y Mica resopla. El nene dice algo inentendible y Paula le pide que lo repita justo cuando la moza se acerca para sacarlo. Helena ve la resignación de ese nene que debe tener siete años. Como Vicente. Se acuerda entonces de las noches en su casa, cuando sus padres salían y Karen y ella se quedaban al cuidado de Doris, la empleada paraguaya que las crió. Ella también les hablaba de su infancia en las calles de Asunción. Les decía que entraba a los bares a vender flores y que todos le querían comprar porque era negrita, simpática y linda. También les contaba leyendas donde siempre había un pombero, un duende malo, un lobo y una mujer a la que querían violar. Helena se pregunta si acaso esos monstruos serían los hombres. Piernas sobre piernas en la cama. Chicles de menta. Toblerones en las sábanas. Mujeres que descuidan a sus hijos para cuidar a los del patrón. Los padres pueden morir. Poner el nombre de una compañera en el congelador y hacerla desaparecer. Llenar el cuarto de agua cuando hace calor. Karen siempre la acusaba frente a los padres pero ella no. Ella a Doris la quería de verdad. Cartucheras con cabritas bordadas. Polleras de bambula largas hasta los pies. Diminutas sillas de mimbre. Muñecas de tela. Recuerdos de Paraguay.
–Fomentás el trabajo infantil, hacés caridad la sobresalta el grito de Mica.
–¿Y por qué es mala la caridad? Yo le di algo para que se llene la panza. ¿Vos qué hiciste? –dice Paula, con la vena de la frente marcada.
Mica abre grande la boca y entonces Helena, que se había quedado mirando cómo el nene juntaba monedas en plena calle, cambia de tema como si cambiara de canal. Necesita aire. Pregunta por una amiga del colegio que no ven hace tiempo. Le llegó el rumor de que está embarazada de seis meses y acaba de separarse.
–El la cagaba –asegura Mica mientras moja un croissant en el café con leche.
–Sí –agrega Paula limpiándose la boca con una servilleta en forma de corazón–, pero ella estaba desesperada por tener un hijo. Cumplió treinta y ocho.
Las tres asienten. Se hace un silencio. La parejita de al lado se levanta. Helena decide que su tercer permitido va a ser el sandwich de pastrón. Le cuesta tragar. Mica recibe un mensaje y muestra la pantalla del teléfono: “Finde en Mar del Plata confirmado”. Helena fuerza una sonrisa cómplice que queda a mitad de camino. Paula hace pucherito y dice que extraña al novio inglés. Helena toma un sorbo de limonada y vuelve a mirar por la ventana. El nene ya no está.
–Voy al baño –dice.
Apoyada en la pileta de venecitas, se mira al espejo. Se enjuaga las manos, se moja la nuca. Todo huele a lavandina y desinfectante. Escucha la cadena y una de las puertas de vidrio esmerilado se abre. Helena ve salir a una chica de unos veintipico con una panza enorme. El pelo rubio, lacio y suelto. El vestido de flores. La piel tan blanca. La chica pide permiso con una sonrisa. Un pequeño universo de felicidad. Helena se mueve para dejarle espacio y la mira. Debe estar de ocho. Se enjuaga sus propias manos durante mucho más tiempo que Helena. Las masajea, las acaricia, se seca despacio con el papel.
Helena respira hondo. Saluda con la cabeza cuando la otra se va. “Que estés bien”. La puerta se cierra despacio y Helena queda del lado de adentro. Tiene que salir, pero quiere que la chica se aleje. No verla más. ¿Quién la espera? ¿Qué le espera? ¿Adónde va? ¿Qué sentirá en los minutos previos al parto? ¿Cómo se va a llamar su bebé? ¿Cómo lo va a criar? ¿Se enfermará? ¿Tendrá amigos? ¿Será un líder o una víctima de bullying? ¿Cómo se hace para proteger a alguien? El celular vibra: llegó un nuevo mensaje. Helena lo mira, pero no contesta. Cruza la puerta y camina de nuevo hasta el patio. Tilos en el aire: el olor de la primavera.
–¿Pedimos la cuenta y vamos? –pregunta. Después piensa que los faroles rojos, verdes y amarillos tienen otro sentido ahora. Empieza a anochecer.
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