Valeria Luiselli es una escritora mexicana, autora de ensayos, novelas y publicaciones en varios periódicos y revistas. La critica alemana la ha llamado la nueva revelación de las letras latinoamericanas. Escribe una columna semanal en El País. Su trabajo más reciente es un ensayo sobre los niños migrantes.
RELINGOS
Obra suspendida
En el Paseo de la Reforma, soberbia faz que simula la entrada a una ciudad de
México imperial que desde luego ya no existe, hay un cuadrángulo de pequeñas
ausencias, de plazuelas donde hubo algo que ahora son sólo huecos. Como si
a la sonrisa perfecta y señorial de la Madame de la Reforma le faltaran ahora
algunos dientes. Sabrá Dios —y acaso Salvador Novo— qué hubo antes en esos
espacios vacíos, hoy meras reminiscencias de un pasado de grandeza.
En ciertas esquinas del crucero de Reforma, Hidalgo y el Eje 1 Norte Mosqueta,
más o menos a la altura del metro y en los alrededores inmediatos de este enorme
crucero, hay una zona de terrenos vagos, espacios residuales abandonados al
ir y venir perpetuo de lonas de vendedores ambulantes, turistas, repartidores de
mercancías, ladronzuelos, indigentes, paseantes, polvo.
El accidente urbano, por llamarlo de alguna manera, ocurrió durante la ampliación
del Paseo de la Reforma en los años sesenta. Con el nuevo trazo y ampliación
de la avenida vino una oleada de demoliciones de los edificios de la zona.
Como la nueva franja de calle atravesaba diagonalmente el trazado ortogonal de
la ciudad, algunos lotes rectangulares se volvieron triangulares o trapezoides, y
como resultaba inconcebible a la construcción de nuevos edificios en los espacios
irregulares que le «sobraron» al Paseo, se fueron quedando estos trapecios y triángulos de asfalto y adoquín, como piezas sobrantes de un rompecabezas.
Ya nadie recuerda el origen y propósito de estos pedazos de ciudad, pero nadie
se atreve tampoco a desecharlos ni a usarlos del todo.
Un grupo de arquitectos de la Universidad Nacional Autónoma de México,
dirigidos por Carlos González Lobo, ha bautizado estos espacios, estas sobras
urbanas, con el nombre de «relingos». No me queda claro de dónde viene el término,
pero imagino que puede estar relacionado con las «realengas», vieja voz
castellana que se refería a las tierras marginales de la corona, abandonadas o en
desuso. (Extraños avatares de las palabras: ahora, en ciertos países latinoamericanos,
«realenga» se utiliza para hablar de un animal que no tiene dueño, y en
otros, la palabra es sinónimo de «holgazán».)
No soy experta en la historia de la arquitectura, pero puedo afirmar con algún grado
de confianza que el relingo es una derivación chilanga de otra idea: los terraines
vagues del arquitecto catalán Ignasi de Solà-Morales. Al igual que los relingos,
el terraine vague es un espacio urbano ambiguo, un lote baldío sin bordes definidos
ni bardas delimitantes, una especie de terreno al margen de la vida metropolitana,
si bien físicamente se puede encontrar en pleno centro de una ciudad, en
el crucero de dos avenidas principales, o debajo de un puente recién construido.
Saliendo por la boca del metro Hidalgo más cercana a la Iglesia de San Judas
Tadeo —justo detrás de un altar de la virgen de Guadalupe en el que se exhibe
un mosaico donde supuestamente apareció una mancha de humedad con la
forma exacta de la madre de todos los mexicanos—, hay una pequeña plaza
en forma de triángulo. En medio de la plaza, una gran fuente en homenaje a
la labor de los periodistas mexicanos, borbotea y escupe chisguetes de aguas
grises donde los indigentes de la zona llegan, con su barra de jabón y su toalla, a
lavarse la cara y el cuerpo bajo la estatua de Francisco Zarco. Esa misma plaza se
convierte, a cierta hora de la tarde, en una cancha de fútbol rápido, y los domingos
a mediodía, se vuelve a transformar en sede de una tertulia de sordomudos
que salen de la misa para sordos de San Judas.
Un arquitecto diseñó, para este relingo, una Casa de Artes y Oficios para Sordos.
El espacio, según los planos que me mostró, albergaría la Liga de Sordos de
San Hipólito y la compañía de teatro de sordos Seña y Verbo. Así, los sordos
de la misa de San Judas tendrían un espacio para prolongar indefinidamente
las tertulias dominicales. Pero por ahora, la Casa de Artes y Oficios es sólo un
proyecto; y es probable, como sucede con tantas buenas intenciones, que se le
adelante un nuevo supermercado o una oficia de teléfonos.
Se usará grúa
La arquitectura, según Roland Barthes, debe ser al mismo tiempo la proyección de
un imposible y la puesta en práctica de un orden funcional. En su ensayo sobre
la Torre Eiffel cuenta que en 1881, poco antes de la construcción de la antena
gigante, un arquitecto francés había imaginado «una torre solar» para el —hasta
entonces vacío— Champ de Mars. La torre, según la descripción del arquitecto,
tendría una enorme hoguera que, por medio de un sistema complejo de espejos,
iluminaría la ciudad entera. En el último piso de la torre, coronando el gran farol
de hierro, habría un espacio para que los inválidos de la ciudad pudieran subir a
respirar el aire puro de París.
Aunque a la descripción de la torre solar le faltan algunas precisiones —por
ejemplo, uno se pregunta si los espejos para reflejar la luz de la hoguera gigante
se instalarían alrededor de la ciudad o sobre la misma torre, o cómo llegarían
los inválidos hasta la cima de la estructura y, una vez ahí, cómo harían para no
achicharrarse—, la sola idea es perfecta en un sentido arquitectónico: un sueño
desquiciado y semifuncional. O en todo caso a mí, que soy incapaz de imaginar
cosas en tres dimensiones, me resulta fascinante pensar que una persona se haya
parado en medio de un espacio vacío y haya concebido en él los detalles de un
edificio lleno de sordomudos interpretando Macbeth o una torre en cuya cima estuvieran
los inválidos parisinos calentándose las manos en una hoguera gigante.
Los espacios sobreviven al paso del tiempo de la misma manera que sobrevive
una persona a su muerte: en esa alianza estrecha entre la memoria y la imaginación.
Los lugares existen en tanto sigamos pensando en ellos, imaginando en
ellos; en tanto los recordemos, nos recordemos ahí, y recordemos lo que imaginamos
en ellos.
Aquí no se dan informes
Cerca del antiguo hospital de San Hipólito —«Primer hospital para dementes
que hubo en América, fundado por Bernardo Álvarez en 1577», y ahora recinto
que alberga el bar La Hostería de los Bohemios—, sigue en pie el edificio donde
antiguamente estaba la Biblioteca Miguel de Cervantes. Dos policías custodian
su fachada: uno largo, melancólico y quijotesco; el otro, chaparro y chato.
No quisiera aseverar que el carácter del mexicano es tal o cual cosa; si algo me
elude por completo es el carácter de mis conciudadanos, y si algún interés no
tengo es el de ensayar ahora una definición. Pero empiezo a sospechar que no
es mera coincidencia el hecho de que cada vez que he intentado entrar a algún
recinto con aires oficiales, se me hace alguna variación de la pregunta «¿de parte
de quién viene?». Declarar que uno no viene de parte de nadie, que nadie lo
recomienda ni va forzosamente a ver a un licenciado en particular, sino que uno
está paseando, sólo paseando, que tiene ganas de ver el techo del edificio —¡porque
sí!—, parece desconcertar a los ángeles azules que custodian la entrada a los
paraísos oficiales de esta ciudad.
Pero si uno tiene la paciencia suficiente, los dos policías de la Cervantes terminan
por dejarlo pasar, ándele no sea malito, al interior en ruinas de la ex biblioteca.
Adentro, no hay vestigio alguno de los libros que pasaron por ahí —acaso
algún tornillo que aún se aferra a la pared despellejada donde antes se empotró
una estantería—. Pero en el ambiente hay un no sé qué libresco: aire pesado,
tufo a tinta desperdiciada, ideas encuadernadas en tapa dura.
La exbiblioteca se utiliza ahora como un pequeño y, hasta donde pude entender,
no muy oficial taller de restauración de murales. A lo largo del primer piso de la
biblioteca están dispuestas seis o siete mesas largas, y sobre ellas, languidecen
paneles de un mural de los años treinta pintado por Ramón Alva de la Canal:
Principio de la escritura, se llama.
Un hombre pequeño, topesco y desconfiado (el director del taller), se acercó a
ahuyentarme en cuanto me vio cruzar el arco del umbral en compañía de uno
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de los dos policías. Pero el ángel de azul, ya de mi lado, le declaró enseguida mis
buenas intenciones: que dice la señorita que lo viene a ver a usted.
En cada sección del mural se registra a un momento distinto de la historia grá-
fica de la humanidad, empezando por una imagen sencilla y casi tierna de los
primeros trazos temblorosos sobre la pared de alguna cueva, y terminando por
una suerte del himno estridentista a la gran industria de la prensa moderna.
Se antoja un poco irónico que ese preciso mural, Principio de la escritura, estuviera
siendo restaurado en la ex biblioteca, donde no queda ni un solo libro. La
imagen de la biblioteca vacía y en ruinas donde se encuentra ahora este mural,
también en ruinas, debería quizá constituir el séptimo e inexistente panel para
completar la serie:
1. Pintura rupestre
2. Escritura cuneiforme
3. Papiros y jeroglíficos
4. El alfabeto
5. Johannes Gutenberg
6. Imprenta moderna
7. Decadencia de bibliotecas y librerías
Se compran bibliotecas
Se ha comparado muchas veces a las ciudades con el lenguaje: se puede leer
una ciudad, se dice, como se lee un libro. Pero la metáfora se puede invertir.
Los paseos que hacemos a lo largo de las lecturas, trazan los espacios que habitamos
en la intimidad. Hay textos que serán siempre nuestros callejones sin
salida; fragmentos que serán un puente. T. S. Eliot: una planta que crece entre
el debris de un edificio derrumbado: «¿Cuáles son las raíces que prenden, qué
ramas / brotan de este cascajo?». Salvador Novo: un paseo transformado en vía
de alta velocidad. Tomás Segovia: una alameda, un respiro; Roberto Bolaño:
una azotea; Isabel Allende: un shopping mal (realmaravilloso); Deleuze: un
tope; Derrida: un bache; Robert Walser: una grieta en el muro, para asomarse al
otro lado; Baudelaire: una sala de espera; Hannah Arendt: una torre, un punto
arquimediano; Heidegger: un callejón sin salida; Benjamin: una calle de un solo
sentido, transitada en contracorriente. Y todo lo que no hemos leído: un relingo:
el vacío en el corazón de la ciudad.
Reparación garantizada
Restaurar: maquillar espacios que deja en cualquier superficie el taladro del
tiempo. Escribir es un proceso de restauración a la inversa. Un restaurador rellena
huecos en una superficie donde ya existe una imagen más o menos acabada;
el escritor, en cambio, trabaja a partir de las fisuras y los huecos. En esto se
parecen el arquitecto y el escritor. Escribir: rellenar relingos.
No, escribir no es rellenar huecos (construir una casa, un edificio, en un espacio
vacío tampoco lo es necesariamente). Quizá sea más acertada la imagen de los
bonsáis de Alejandro Zambra: «Escritor es el que borra… Cortar, podar: encontrar
una forma que ya estaba ahí». Pero las palabras no son plantas y, en todo caso, los jardines son para los poetas
de corazón: los de corazón ajardinado. La prosa es para los que tienen espíritu
de albañil.
Escribir: taladrar paredes, romper ventanas, dinamitar edificios. Excavaciones
profundas para encontrar —¿encontrar qué?—, no encontrar nada.
Escritor es el que distribuye silencios y vacíos.
Escribir: hacerle hueco a la lectura.
Escribir: hacer relingos.
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