Lina es una mentirosa incapaz de
soportar su verdadera cara en el espejo.
Tiene una cara que pregona su
sensualidad: los ojos brillantes, la boca
ávida, la mirada provocativa. Pero en
lugar de rendirse a su erotismo, se
avergüenza; lo sofoca. Y todo este deseo
y toda esta codicia se retuercen en su
interior y destilan el veneno de la
envidia y los celos. Lina odia todo
aquello donde florece la sensualidad.
Está celosa de todo, de los amores de
todos. Siente celos cuando ve a las
parejas besarse por las calles de París,
por los cafés y por los parques. Las mira
con una extraña mirada de rabia.
Desearía que nadie hiciera el amor
puesto que ella no puede hacerlo.
Se compró un camisón de blondas
negras, igual que el mío. Vino a mi piso
para pasar algunas noches conmigo.
Dijo que se había comprado el camisón
para un amante, pero yo me di cuenta de
que aún llevaba la etiqueta del precio.
Embriagaba mirarla porque era
regordeta y le sobresalían los pechos
por el escote de la blusa blanca. Vi su
feroz boca entreabierta y el pelo rizado
aureolándole salvajemente la cabeza.
Todos sus gestos eran desordenados y
violentos, como si hubiera un león en el
cuarto.
Comenzó afirmando que odiaba a
mis amantes, Hans y Michel.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Por
qué?
Sus razones eran confusas, poco
convincentes. Me puse triste. Eso
significaba citas secretas. ¿Cómo iba a
entretener a Lina mientras estuviese en
París? ¿Qué era lo que quería?
—Simplemente estar contigo.
De modo que nos limitamos a la
mutua compañía. Nos sentábamos en los
cafés, íbamos de compras, dábamos
paseos.
Me gustaba verla arreglarse para la
noche, con joyas exóticas que tanta
viveza daban a su rostro. No pertenecía
al París elegante ni a los cafés. Lo suyo
era la jungla, las orgías y las danzas
africanas. Pero no era un ser libre,
sacudido por las naturales oleadas del
placer y del deseo. Si su boca, cuerpo y
voz estaban hechos para la sensualidad,
interiormente se sentía inhibida. Llevaba
empalado entre las piernas el rígido
poste del puritanismo. Todo el resto de
su cuerpo era suelto, provocativo. Tenía
siempre el aspecto de quien acaba de
salir del lecho de algún amante o bien
está a punto de ir a acostarse con
alguien. Tenía ojeras y un gran
desasosiego, una especie de energía que
emanaba de todo su cuerpo en forma de
impaciencia o avidez.
Hizo todo lo posible por seducirme.
Le gustaba que nos besáramos en la
boca. Me cogía la boca y se excitaba y
luego se alejaba. Desayunábamos juntas.
Acostada, levantaba las piernas para
que le viera el sexo desde mi sitio a los
pies de la cama. Mientras se vestía,
dejaba caer la camisa, simulando no
haberme oído entrar, y durante un
momento quedaba desnuda, cubriéndose
luego.
Las noches que Hans venía a verme
siempre teníamos alguna escena.
Entonces ella debía dormir en el cuarto
encima del mío. A la mañana siguiente
se despertaba enferma de celos. Me
hacía besarla en la boca una y otra vez
hasta que nos excitábamos, y entonces
paraba. Le gustaban aquellos besuqueos
sin clímax.
Salíamos juntas y yo admiraba a la
mujer que cantaba en el cafetucho. Lina
se emborrachaba y se enfurecía
conmigo.
—Si fuera hombre, te mataba —
decía.
Yo me enfadaba. Entonces ella
lloraba y decía:
—No me abandones. Si me
abandonas, estoy perdida.
Al mismo tiempo bramaba contra el
lesbianismo, diciendo que era
repugnante y que ella no pasaría de los
besos. Sus escenas me iban agotando.
Cuando Hans la vio, dijo:
—El problema de Lina es que es un
hombre.
Me dije que intentaría y conseguiría
romper su resistencia de una u otra
forma. Nunca he sido muy hábil para
seducir a quienes se resisten. Quiero que
quieran, que se rindan.
Cuando Hans y yo estábamos por la
noche en mi dormitorio, teníamos miedo
de hacer ruidos que Lina pudiese oír. No
quería lastimarla, pero odiaba sus
escenas de frustración y sus celos
disimulados.
—¿Qué quieres, Lina, qué es lo que
quieres?
—Quiero que no tengas amantes.
Odio verte con hombres.
—¿Por qué odias tanto a los
hombres?
—Tienen algo que yo no tengo.
Querría tener pene para poder hacerte el
amor.
—Hay otras formas de hacer el amor
entre mujeres.
—Pero yo querría tenerlo.
Más adelante, un día le dije:
—¿Por qué no vienes conmigo a
visitar a Michel? Quiero que conozcas
su madriguera de explorador.
—Tráela y la hipnotizaré. Ya verás
—me había dicho Michel.
Lina aceptó. Fuimos al piso de
Michel. Él había quemado incienso,
pero una clase de incienso que yo
desconocía.
Lina se puso bastante nerviosa
cuando vio el lugar. La atmósfera erótica
la turbaba. Se sentó en el canapé forrado
de piel. Parecía un hermoso animal, un
animal cuya captura bien valía la pena.
Me di cuenta de que Michel quería
dominarla. El incienso nos iba
adormeciendo.
Lina quiso abrir la ventana, pero
Michel vino a sentarse entre nosotras y
comenzó a hablarle.
Tenía la voz dulce y envolvente.
Contaba historias de sus viajes. Vi que
Lina escuchaba, que había dejado de
retorcerse y de fumar febrilmente, que
estaba reclinada contra la espalda y
fantaseando sobre las inacabables
historias de Michel. Lina tenía los ojos
semi-cerrados. Luego se quedó dormida.
—¿Qué has hecho, Michel?
Yo también me sentía soñolienta. Él
sonrió.
—He quemado un incienso japonés
que da sueño. Es afrodisíaco y no es
peligroso.
Sonreía maliciosamente. Yo me reí.
Lina no estaba completamente
dormida. Había cruzado las piernas.
Michel se subió encima de ella y trató
de separar las piernas con las manos,
pero se mantuvieron firmemente
cerradas. Entonces le insertó la rodilla
entre los muslos y las abrió. Me
excitaba ver a Lina tan rendida y abierta.
Empezó a acariciarla, a desnudarla. Ella
se daba cuenta de lo que hacíamos, pero
le causaba placer. Mantuvo su boca en
la mía, con los ojos cerrados, y dejó que
Michel y yo la desnudáramos por
completo.
Sus abundantes pechos cubrieron el
rostro de Michel. Él mordió los
pezones. Lina dejó que Michel la besara
entre las piernas y le introdujera el pene.
A mí me dejó besarle los pechos y
acariciárselos. Tenía unas hermosas
nalgas, firmes y redondeadas. Michel
siguió manteniéndole las piernas
separadas y mordiéndola en su carne
más tierna hasta hacerla gemir. Lina sólo
quería el pene. Así que Michel la
poseyó y cuando hubo gozado quiso
poseerme a mí. Lina se irguió en el
asiento, abrió los ojos y nos miró un
instante con asombro. Luego me sacó el
pene de Michel y no permitió que
volviera a introducirlo. Se tiró sobre mí,
hecha una furia sexual, acariciándome
con la boca y las manos. Michel volvió
a poseerla, esta vez por detrás.
Cuando Lina y yo salimos a la calle,
cogidas de la cintura, ella hizo como si
no recordara nada de lo ocurrido. Se lo
permití. Al día siguiente abandonó
París.
No hay comentarios:
Publicar un comentario