¿Te hable alguna vez de la muerte de mi hermana, la Beba? -preguntó Lucía. Polo la miró. Miró sus dedos delgados que plegaban con bastante habilidad el mantel.
-No -dijo-. Me parece que no.
Alrededor se oía un ruido de cucharas, de sillas arrastradas, de conversaciones coincidentes. La Madelón, con la luz de los veladores encendida desde las tres de la tarde se resumía en esos sonidos, en el acordeonista escurriéndose entre las mesas, en el humo de los cigarrillos condensado arriba, junto al cielorraso.
-La Beba era horrible -empezó Lucía-. Nunca te imaginarás esa frente descomunal, las mejillas sombreadas por un vello duro, hacia abajo. No quedan fotos. Era maestra, y a los chicos no les importaban sus sufrimientos, sus desengaños seguidos. Confabulaban contra ella, y no sé de ningún caso en el que haya durado más de tres meses en el mismo colegio. Al final decidió irse a Pergamino con la tía Estela. ¿Te acordás de tía Estela?
Polo recordó una figura inexorablemente enlutada, un vago olor a benjuí y aprovechó que el mozo andaba cerca para pedirle dos Gancia con limón.
-En Pergamino la técnica consistía, por un lado en ignorar el asombro, los bruscos silencios que seguían a su aparición en las reuniones, y por el otro en huir de los empleados de banco, de los viajantes con ganas de diversión. Pero la Beba estaba ansiosa: soñaba con el esplendor o con la infamia. Quemó la fórmula y se enamoró.
Él se llamaba Canzani o Canzetti, no me acuerdo. Era un tipo grandote, un hombre de aire pesado.
-Me lo imagino muy bien, creéme -dijo Polo-. Canzani o Canzetti es la clase de apellido que le viene bien a un gordo.
-Bueno -continuó Lucía-. La llevó a su casa, le presentó a la madre.
Yo me la imagino a la Beba por las tardes, tomando mate en una sala oscura, con almanaques y cuadritos hogar dulce hogar. O tal vez en un patio embaldosado, lleno de macetas con geranios. Por fin un buen día se lo dijo, aunque seguro que era de noche. Sí, mejor de noche.
-Lucía -la interrumpió Polo irritado-. Tratá de ser coherente-. La irritación se debía no tanto a la incoherencia de Lucía como a la tardanza del mozo.
-Seguro que fue de noche cuando él le pidió casamiento -aclaró Lucía-. A lo mejor estaban en la plaza y era de noche. Quién te dice que la Beba hasta parecía linda, así con la oscuridad de la plaza. Bueno, se lo dijo. ¿Vos sabés lo que es un pueblo, Polo? Pergamino es una ciudad. Es más grande que Tres Arroyos, más que Dorrego, pero al mismo tiempo es un pueblo. En seguida se supo. Tía Estela nos escribió que la Beba se pasaba los días preparando su ajuar. Yo no lo podía creer. Te imaginás a un monstruo bordando una sábana de Grafa con hilo lucero. Daba risa, daba lástima. La Beba debía estar como loca por aquellos días, cosiendo y cosiendo su ajuar. Pasó el tiempo y cuando faltaba poco para el civil, Canzetti se mandó mudar de Pergamino y nadie le vio ni la sombra.
-Seguro que se impresionó -dijo Polo filosóficamente.
-Tuvo miedo -sentenció Lucía-. Eso tuvo. Me imagino muy bien ese miedo, con la Beba ahí, en la pieza, bordando enloquecida las sábanas del ajuar.
-Se impresionó -repitió Polo, vagamente sumergido en un sueño de Gancia con limón.
-Después de unos días también la Beba se hizo humo. Algo más tarde supimos que había vuelto a Buenos Aires. Tomó una pieza en la pensión Aguilera de la calle Tucumán, ¿te acordás? Una vez estuvimos. Esa misma noche la encontraron muerta. Se había tomado una caja de fósforos. En la mesa de luz había un montón de cosas tontas. Un paquete de cigarrillos, una servilleta de papel, un billete de diez pesos con una fecha. Recuerdos de él, seguro.
-Bueno -dijo Polo cínicamente-. Después de todo morirse en una pensión aunque sea la pensión Aguilera no es la peor de las muertes.
-Esperá, falta lo mejor -dijo Lucía graduando los efectos-. Al poco tiempo recibimos una carta de la tía Estela. Resulta que Canzetti le había escrito a la Beba. Aquella era una historia de cobardía, una historia de arrepentimiento. Le informaba que para el otoño regresaría y entonces sí, derecho al civil. Para esto a la Beba ya hacía rato que la teníamos en la Chacarita.
Polo iba a decir pobre, claro, me imagino, pero en ese momento llegó el mozo y dejó sobre la mesa la botella y los vasos, y la historia de Lucía se antojó absurda y Lucía misma se le antojó absurda. La miró y vio sus ojos que empezaban a navegar, quizá hacia una noche de Pergamino, hacia una plaza, hacia un sórdido interior con una figura grotesca, caída de lado sobre una colcha a cuadros, y vio también sus dedos delgados, que nerviosamente tamborileaban sobre el mantel a un ritmo de baguala.
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