Para contar esta historia me gustaría volver a tener trece años, volver a esos días en los que no me interesaba la política ni la manera en que estaba dividido el mundo. Mi mundo era nuestra isla en el Delta, cada día de ese verano en el que conocí a Yagu, a Tatú y a Caroline (que, en inglés, se dice Carolain y con una erre distinta). En esos días, los ingleses eran solo Caroline y su papá, nuestros vecinos de la isla, no una nación que queda en otra isla muy lejana con reyes y primeros ministros, habitantes, soldados, y la idea, compartida por muchos, de que hay que apropiarse de partes del mundo que parecen no tener dueño.
Yagu y Tatú llegaron a la isla un jueves de enero, en el medio de nuestras vacaciones de verano. Mis hermanos y el hijo del doctor se bañaban en el río, pero a mí se me habían puesto los labios azules y mamá me había obligado a salir del agua y acostarme al sol. Los perros corrieron ladrando al muelle de los ingleses -le decíamos así porque era el muelle de la casa de Caroline y su papá y yo dejé el calorcito de las maderas y me levanté para ver quién llegaba. La colectiva aminoró la marcha y empezó las maniobras de atraque. Yagu estaba en el techo buscando la valija entre las cajas para el almacén, las bolsas de naranjas que la colectiva llevaba al Tigre y la torre de hueveras de cartón llenas de huevos frescos para el papá de Caroline. Tatú apareció por la popa de la colectiva, subió al muelle y atajó la valija que le tiró Yagu desde el techo. Era una valija verde, grande, pero él ni se tambaleó. La atajó, la bajó y se agachó a acariciar a los perros y a hablarles como si hubiera llegado sólo para visitarlos a ellos.
Todos nos quedamos mirando el desembarco de los recién llegados. Y esto fue lo que vimos, o, mejor dicho, lo que vi yo, porque los varones nunca parecían ver las mismas cosas que yo. Caroline apareció en el muelle en el momento en que Yagu saltaba del techo. Y Yagu aterrizó tan cerca de ella que casi la tocaba. Por un momento se quedaron los dos muy cerca, se miraron, se midieron, se gustaron tanto -vi yo que no se podían mover. Después, Yagu se alejó y se rió y dijo algo que no pude escuchar. Ella ni le sonrió. Era seca Caroline. Esa era la palabra que usaba papá. Seca. Como todos los ingleses, decía papá. El de la colectiva le pasó la torre de huevos a Caroline y la colectiva se alejó con su rugido. Los chicos aprovecharon las olas para tirarse al agua otra vez, pero yo me quedé mirando a esos tres ahí. A Caroline y a Yagu, que parecían hipnotizados, y a Tatú, con los perros; hasta el Negro, el perro más malo, lo saludaba como si se conocieran de toda la vida.
Ese es el principio de la historia: Tatú, Yagu y Caroline en el muelle, el sol caliente de enero, ella con la torre de huevos, Yagu con la valija verde, Tatú y los perros. Estábamos a un paso del cambio más grande de nuestra vida y no teníamos ninguna manera de saberlo.
-Correntinos -dijo papá esa noche-. Son sobrinos del dueño de la casa de madera.
Habíamos anclado el barco frente al muelle de los ingleses y comíamos en la proa, a la luz de un sol de noche. En la oscuridad saltaban los peces y en la isla las ventanas de las casas flotaban, amarillas por la luz de los faroles de kerosene. A veces se cruzaba una sombra o llegaba alguna voz, una puerta mosquitero se golpeaba, alguien salía al porche y se reía. Yo conocía todos los ruidos. Me gustaba sentarme a escucharlos. Los grillos y las ranas parecían tapar todo, pero después de un rato terminaban siendo como una música de fondo, una manta, la manta de la noche.
-Lindos chicos -dijo mamá, pero supongo que hablaba de Yagu, Tatú no era lindo.
Papá la miró un poco fuerte y mamá se río.
-Igual él se enamoró de Caroline -dije yo antes de pensar.
-Ya empezó Alberto Migré -dijo mamá, y mi hermano mayor hizo el gesto de tocar el violín.
Me debo haber puesto colorada, pero la luz del sol de noche casi no iluminaba nuestras caras, y nadie se dio cuenta.
-¿Ya se enamoraron? ¿Cuándo se conocieron? -dijo papá, que, como todas las semanas, había llegado de la ciudad esa tarde.
Los correntinos se bajaron en el muelle de los ingleses -dijo mi hermano menor.
-El inglés no estaba -dijo mamá.
Yo lo había visto a la mañana temprano, con su caballete y sus pinturas, su sombrero de paja y las piernas blancas que le salían como palos de un short viejo. Lo había visto irse para el fondo de su terreno. Pero no dije nada. Si se iban a burlar de mí, no les pensaba contar nunca más las cosas que yo veía.
-Menos mal. Los hubiera sacado a los gritos -dijo papá
Siempre decía que el inglés era antipático y que se creía superior a nosotros, pero con el tiempo entendí que le tenía celos. A mamá le encantaban las pinturas del inglés, y hablaba mucho de eso. Por suerte el inglés era viejo, porque, si no, los celos de papá hubieran arruinado el verano. A mí el inglés nunca me pareció antipático. Me gustaba que estuviera ahí todos los días, que no se tuviera que ir a la ciudad como mi papá y el resto de los hombres. A las mujeres les caía bien el inglés y no le decían nada cuando recorría los jardines robando flores. Él, cada tanto, traía scones recién hechos. El inglés era como un tío viejo con pelos que le salían de las orejas, las manos manchadas de pintura y los ojos tan azules que parecían bolitas de vidrio.
-¿Así que hay romance en puerta? -dijo papá dándome un empujón.
No me gustaba que se burlaran de mí. Era verdad que yo era una romántica, pero también era verdad que veía los hilos que unen a las personas. Me imagino que para mis padres era incómodo que yo supiera de sus peleas o que supiera, por ejemplo, que a la mujer del doctor le gustaba el inglés, viejo y todo. No eran cosas que una chica de trece años tuviera que saber. Pero no era mi culpa que estas cosas me interesaran tanto. Tampoco era mi culpa que yo quisiera que el amor hiciera girar el mundo.
Los primeros días, Yagu se dedicó a pasear por la isla de una punta a la otra. Su sobrenombre venía de yaguareté, y era verdad que se movía como un gato. Donde fuera que estuviera Caroline, él aparecía. Pero ella parecía decidida a no tener nada que ver con él. Cada vez que lo veía, le daba la espalda.
Una mañana nosotros estábamos jugando carreras de natación desde lo del doctor hasta nuestro muelle, corriente abajo. Caroline tomaba sol en su muelle y nosotros pasábamos nadando. Ella me alentaba. No era nada seca conmigo, al contrario. Era imposible que yo saliera primera, pero ella me alentaba igual. La carrera, que más que carrera de verdad era un dejarse llevar por la corriente, terminaba en nuestro muelle, y volvíamos por el caminito hasta lo del doctor y nos volvíamos a juntar para largar otra. Habíamos pasado como cinco veces por el muelle de ella cuando Yagu apareció desde el fondo del terreno del doctor y nos preguntó si podía competir.
-Les doy ventaja -dijo cuando los chicos se quedaron mirándolo sin contestar.
-No es por eso -dijo mi hermano mayor. Claro que era por eso.
Largué la carrera sin darles demasiado tiempo a los otros de protestar. Preparados listos ya, y corrí a la punta del muelle y salté y todos gritaron y se tiraron. Yagu también.
Cuando llegué a nuestro muelle y salí del agua, él se estaba subiendo detrás de mí, chorreando agua. Estuvimos juntos en el muelle un momento, recuperando el aire. Mi hermano mayor y el hijo del doctor habían ganado otra vez y ya estaban corriendo por el caminito. Yagu y yo nos reíamos. De nada, porque sí. Creo que fue eso lo que le gustó a Caroline. Desde su muelle, nos miraba y sonreía también. Me dieron celos. Yo quería que ellos se enamoraran, pero también estaba harta de tener trece años. Quería ser grande y quería saber cómo era vivir un gran amor.
Como Yagu, Tatú también hacía honor a su nombre. Tenía una cara rara, con los ojos muy chiquitos y oscuros, y la nariz y la boca juntas, corno una trompa. Pero en lo que más se parecía a un tatú era en la forma de moverse. Se podía quedar horas al sol, mirando el río, muy quieto, más quieto que nadie, y de repente era corno si se le cruzara algo que quería hacer y salía a toda velocidad hacia una meta desconocida. Se movía rápido cuando le agarraba ese propósito que le agarraba de repente. Nosotros lo seguíamos como espías, para ver qué era lo que se le había ocurrido. No parecía molestarle que lo siguiéramos. Al contrario. Fue él quien nos enseñó a encarnar las lombrices para que no se salieran del anzuelo, y nos mostró muchas veces, hasta que aprendimos, cómo se hacía para sacarles el anzuelo de la boca a los pescados sin lastimarlos. Tenía las manos chicas y muy, muy hábiles.
Muchas veces, el propósito que le había agarrado era el de pescar. Hasta parecía que, mientras había estado quieto, había estado pensando dónde tirar la caña, como si el río le dijera a él solo dónde iba a haber pique ese día y a esa hora. Trataba a los pescados con una delicadeza que hacía que Yagu se burlara de él.
-Che, que no es tu novia -le decía Yagu.
Tatú no se enojaba -nunca se enojaba pero seguía desenganchando al pescado sin lastimarlo. Cuando creía que nadie lo veía, les hablaba. Yo lo escuché más de una vez, escondida entre las cañas. Decía cosas como ahora te devuelvo al agua, no tengas miedo, fue sólo un susto, ya pasó. Y bajaba los escalones del muelle, se acuclillaba, metía el pescado en el agua y lo movía para atrás y para adelante unas veces para que le entre el agüita en el cuerpo, nos dijo cuando nos enseñaba, y soltaba el pez, que se alejaba con un coletazo de libertad.
Sabía los nombres de los peces y podía reconocer los cantos de los pájaros. A todos los animales los llamaba "mis hermanitos". También a nosotros nos llamaba sus hermanitos. Me tenía una paciencia que ningún chico más grande me había tenido jamás, y yo lo seguía por todas partes para que me enseñara las cosas que sabía hacer: tejer canastos de mimbre, esteras de juncos, pajaritos con las hojas de las cañas. Hasta sabía amasar pan. Con esas manos chiquitas que tenía, Tatú podía armar un mundo en un rato. A su lado, las cosas parecían ordenarse. Esto no es fácil de explicar y yo tardé mucho tiempo en poder ponerle palabras, pero él parecía conocer un orden que el resto de las personas no conocíamos. Un orden que no era el orden de la ropa colgada y doblada en el ropero. Lo que él hacía era darles a las personas y a los animales, a las plantas, a todos, un lugar donde estaban bien, como si hubiera un lugar donde cada uno se sentía feliz y él lo supiera. Algo así. Él le ponía orden a Yagu, y Yagu, que parecía tan seguro de sí mismo, sin él se desordenaba y se perdía. Tatú era la tierra bajo los pies de Yagu.
Así que Yagu y Tatú pasaron a ser parte de nuestra vida cotidiana ese verano, y en pocos días fue como si siempre hubieran estado ahí. Éramos lo que ahora sé que se llama una comunidad. Todas las noticias eran bienvenidas por papá que volvía cada jueves con ganas de escuchar los detalles de la semana. Hasta que lo conocí a Tatú, él había sido para mí el árbitro, el juez supremo, el que tenía la última palabra sobre cada cosa que le con taba mamá o le contábamos nosotros. Creo que hasta ese verano yo le había contado todo.
Lo primero que le oculté fueron mis ganas de no tener más trece años. Lo segundo fueron las ganas de enamorarme que me daban Yagu y Caroline, y lo tercero fue mi amor por Tatú. No es que yo estuviera enamorada de Tatú, pero estaba segura de que ni papá ni mis hermanos hubieran entendido lo que yo sentía. Quería a Tatú de una manera diferente a como quería a mi familia o a mis amigos. No creo que hubiera podido explicar cuál era la diferencia porque hay cosas de mí misma que descubrí más tarde en la vida. Descubrí que yo no confiaba mucho en nadie: ni en mis hermanos ni en mis amigas; ni siquiera en mis papás. Había algo que siempre quedaba encerrado en mí, un pedacito asustado, un pedacito que pensaba que hasta las personas que más quería podían hacerme mal. Sin querer, pero daba lo mismo. Y eso no me pasaba con Tatú. Nunca, con nadie antes, había sentido la confianza que sentía cuando estaba con él. La bondad de su corazón se veía en cada cosa que hacía, en la manera en que nos trataba a nosotros o a los perros o al mismo Yagu, como si nada lo hubiera lastimado nunca y no tuviera que defenderse de nada. Tatú era como un pez que nunca había mordido un anzuelo. Y con él me sentía totalmente a salvo. Lo espiaba porque siempre espié a los demás, pero la paz que me daba seguirlo o estar con él en silencio no tenía explicación para mí. Alguien me dirá que esto lo siento ahora por lo que pasó después, en las otras islas. Pero no. Si lo conociera hoy por primera vez, volvería a sentir esa confianza de que nada malo podía venir de él.
No estaba espiando a Yagu y a Caroline cuando hablaron por primera vez. Se me ocurre que fue cualquiera de los días en que nosotros nos íbamos con el barco a la desembocadura del canal. A papá y a mamá les gustaba ver la ciudad iluminada desde el río, y cuando la corriente no era fuerte y no había viento, anclábamos ahí y pasábamos la noche. A nosotros también nos gustaba. Era distinto. El patacho solo en el medio del río, la tierra lejos, los juncos de un lado, hasta el horizonte, y la ciudad rodeada del resplandor de las luces, como una torta de cumpleaños gigantesca.
Una tarde Yagu y Caroline pasaron abrazados.
-Están todo el día chacoteando -dijo mamá ese jueves.
Caroline y Yagu se besaban en el río, en el muelle, pasaban por el caminito abrazados, hablaban en los escalones con las piernas enredadas. No se podían sacar las manos de encima.
-Parece que tu amigo mordió el anzuelo -le dijo mi hermano mayor a Tatú una tarde que pescábamos desde nuestro muelle.
-Más bien parece que los hubieran agarrado juntos con el mediomundo -dijo Tatú.
Eso era lo que él hacía: ver las cosas de otra manera
-Le va a hacer bien. Él no es para andar solo -dijo.
Yo pasaba todo el tiempo que podía con Tatú. No hablábamos mucho, pero a veces yo le contaba alguna cosa del colegio o de Colmillo blanco y que era el libro que es taba leyendo, y él me contaba alguna cosa de Corrientes, de su mamá o de sus hermanos. Eran nueve. Un montón. Y Tatú era el tercero. Me aprendí los nombres de memoria y él me los tomaba, como si fuera una prueba. La más chiquita era mujer y Tatú la extrañaba más que a ninguno. Se llamaba Estrella. Él me pidió que le enseñara una canción en inglés y le enseñé "Twinkle Twinkle Little Star" que es una canción a una estrella que me habían enseñado en el jardín de infantes. Se la cantábamos al lucero de la tarde que salía solito sobre las copas de los árboles de la orilla de enfrente.
Vistos desde ahora, esos días entraban uno en el otro como un paisaje que pasa por la ventanilla del auto. Los juegos en el río, los enamorados, la pesca con Tatú, todo se repetía, día tras día. Era igual y nuevo cada vez. Esa era nuestra vida, llena de ritos, protegida, libre.
En febrero, Tatú y Yagu se tuvieron que ir a Buenos Aires a hacer la colimba. Era por eso que habían venido de Corrientes, pero nosotros no lo sabíamos. Caroline se convirtió en una especie de sombra que se pasaba los días en el muelle, mirando pasar el río, fumando.
-Anda como alma en pena -decía mamá. Nosotros nos aburríamos. Especialmente yo. No sabía qué hacer con las horas que antes pasaba con Tatú.
-Pesquen solos -decía papá-. Si antes siempre pescaban solos, ¿por qué ahora tiene que estar Tatú?
-No es lo mismo pescar solos.
De repente me parecía que ya no sabíamos encarnar, que no sabíamos dónde tirar la caña, que los peces se habían ido a vivir a otra parte si Tatú no estaba.
En abril de ese año estalló la Guerra de las Malvinas. Yo no quiero hablar de política, del imperialismo o de las maniobras de un lado y de otro para retener el poder. Yo quiero hablar de Tatú y de Yagu. Los gobernantes de allá y de acá, los que tomaron las decisiones, están en los libros de Historia. Yagu y Tatú, no. De ellos, si no hablo yo, no habla nadie.
Los habíamos visto una sola vez desde febrero, con el pelo rapado, feos. Tatú me había hecho algunos cuentos de la colimba que a mí no me gustaron, no me los podía imaginar, ni a él ni a Yagu, yendo para acá y para allá con un rifle, obedeciendo las órdenes de alguien que les gritaba todo el día. A ellos tampoco les gustaba nada de eso, pero Tacú no dijo mucho.
-Ahora estoy acá -me dijo-. ¿Cómo me voy a perder este día hermoso, que nunca más va a existir, hablando de allá?
Desde los primeros días de abril, "allá" ya no fue Campo de Mayo, fueron las islas Malvinas. Los militares que gobernaban el país decidieron hacer un desembarco en las islas Malvinas para demostrar que eran nuestras. Y los ingleses nos declararon la guerra. Así de rápido. Y a Yagu y a Tacú los mandaron a las islas a pelear contra los ingleses. Por la televisión mostraron un montón de gente que se juntó en Plaza de Mayo y el milico máximo, como le decía papá, dijo "Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla". Papá dijo que era una locura, que los ingleses nos iban a hacer papilla. Yo me puse a rezar todas las noches para que nada malo les pasara a Yagu y a Tatú. No me lo podía imaginar a Tacú en ninguna guerra. La verdad es que tampoco me podía imaginar una guerra.
Nosotros, los chicos de la ciudad, habíamos vuelto al colegio y pasábamos en la isla solo los fines de semana. Las hojas se habían puesto rojas y amarillas, y el río y los árboles parecían unidos por los mismos colores. Mamá nos enseñó a todos a tejer cuadrados de lana para hacer mantas para los soldados. Nos pasábamos horas tejiendo y hablando de Yagu y Tatú. El doctor colgó una bandera argentina en el porche y le prohibió a su mujer y a su hijo que hablaran con el inglés. Como nosotros seguíamos hablando con el inglés, dijo que éramos unos vendepatrias. El inglés le dijo a papá que el doctor era un imbécil y que usaba la guerra para su propia agenda secreta. En ese momento no entendí. Tampoco pregunté.
Una noche, anclarnos en la desembocadura y vino una lancha de la Prefectura a decirnos que apagáramos todas las luces, que teníamos que estar a oscuras por si los ingleses nos bombardeaban. Por un momento muy breve y ridículo pensé que los de la Prefectura hablaban de nuestros ingleses, de Caroline y su papá.
Esa noche la ciudad desapareció en la oscuridad. Todo a nuestro alrededor y hasta donde llegaban los ojos era negro. Sólo los ruidos me aseguraban que el mundo seguía estando ahí: el golpeteo del agua contra el casco, el chillido de algún pájaro, las voces de mis hermanos que hacían preguntas, las de mamá y papá que contestaban. Estábamos acostados en nuestros camarotes, cada uno en su cucheta, pero habíamos dejado todas las puertas abiertas para hablar en la oscuridad.
No podía dejar de pensar en Tatú. ¿Qué haría en las islas...? ¿Podría ir de pesca algún día?
-En el mar hay muchos peces -dijo mi hermano mayor.
-A lo mejor pesca desde la costa -dijo papá.
Pero algo en el tono de su voz me hizo pensar que estábamos diciendo cualquier cosa.
Un domingo, Caroline me vino a buscar para que le escribiéramos una carta a Yagu. Nos sentamos las dos en la proa del barco y escribimos toda la mañana. El sol se había puesto más blanco y había olor a humo en el aire. La carta de Caroline era para decirle a Yagu que se volvía a Inglaterra con su papá. A mí no me pareció una buena idea mandarle a Yagu, que estaba en la guerra, una carta con esa noticia, pero ella dijo que igual no tenía cómo mandársela, que la iba a dejar en la casa del tío de Yagu. Después escribimos otras cartas para soldados que no conocíamos. Esas las íbamos a meter en paquetes de cigarrillos que les mandaba el ejército junto con las mantas.
-Mirá si justo le llega mi carta a Tatú -dije yo-.
Sería una casualidad enorme.
Pero, cuando terminamos las cartas, lloramos.
El 14 de junio se terminó la guerra. Era lunes y yo estuve toda la semana pensando que ese sábado lo iba a volver a ver a Tatú. A Yagu también lo quería volver a ver, pero, si no se había enterado ya, iba a descubrir que Caroline se había ido a Inglaterra. Y yo sentía algo raro, como vergüenza de que ella se hubiera ido o algo así. Ni Yagu ni Tatú aparecieron ese fin de semana. Tampoco los siguientes. El tío le dijo a papá que Yagu había hablado para decir que estaba en Campo de Mayo, que en cualquier momento lo iban a dejar salir.
Tardó como un mes en aparecer en la isla. No puedo decir que no lo reconocí porque no sería cierto, pero estaba muy distinto. Rengueaba. Subió los escalones del muelle muy despacio, la pierna derecha subía un es calón y la izquierda la seguía al mismo escalón. Se quedó parado ahí. La colectiva se fue. Nosotros corrimos a saludarlo. Mi hermano mayor le dijo que Caroline se había vuelto a Inglaterra.
-Sí -dijo él, aunque no sé si ya lo sabía.
Pero cuando le preguntamos por Tatú nos dijo que no sabía dónde estaba. Y cuando le pregunté más, me dejó hablando sola. Se alejó rengueando hacia lo de su tío. Como a lo mejor se acababa de enterar de que Caroline se había vuelto a Inglaterra, pensé que estaba enojado por eso.
Después pasaba para un lado y para el otro por el caminito, muy despacio, y no nos saludaba.
-No lo puedo mirar -decía mamá.
Yo sí que lo podía mirar. Es más, no podía dejar de mirarlo. Lo perseguía de lejos por toda la isla. Se me había metido en la cabeza que se podía morir y que yo lo tenía que cuidar. Y quería encontrar el momento para preguntarle por Tatú. ¿Dónde estaba mi amigo?
Papá dijo que algunos todavía estaban en Campo de Mayo porque no firmaban un papel. El tío de Yagu le había contado que nada de lo que les habíamos mandado a los soldados había llegado a las Malvinas. Ni las mantas, ni los cigarrillos con las cartitas ni nada. No los dejaban salir si no firmaban un papel donde decían que no iban a contar nada. Papá estaba furioso. Seguro que Tatú no quería firmar el papel y por eso no lo dejaban salir.
Un domingo del segundo fin de semana desde que había vuelto, Yagu se metió en el cañaveral y lo seguí. Era un día feo y frío, y adentro del cañaveral estaba oscuro. Yagu se sentó en uno de los tocones de un círculo que habíamos armado ese verano con los chicos y Tatú. Puso la cabeza entre las manos. Me acerqué y le pregunté por Tatú.
-Dejame en paz -dijo Yagu.
En mi cabeza le empecé a decir cosas. Le explicaba por qué tenía que decirme algo, le decía que yo necesitaba saber, le pedía por favor, hasta me arrodillaba. Pero me había quedado ahí sentada, muy quieta y me había puesto a llorar.
Él levantó la cabeza de las manos y me miró.
-No llores, nena. Por favor no llores -dijo. Pero yo no podía parar.
Cuando Yagu se puso a hablar, no parecía que me estuviera hablando a mí. Se miraba los pies. Empezó a hablar del frío que hacía en las islas, más frío del que yo hubiera tenido en toda mi vida, dijo. Llovía durante días y días. Y soplaba un viento helado y ellos estaban en un pozo, sentados espalda contra espalda y dormían ahí, con los pies en el agua helada. A Tatú se le helaron los pies.
Después dijo algo que quedó suelto.
-No podía correr.
Yo sentía que me había dejado de latir el corazón, ya no lloraba, lo miraba como si me hubiera quedado atrapada en eso que él estaba diciendo.
Nopodíacorrernopodíacorrernopodíacorrer.
Lo dijo varias veces más. Lo decía y me miraba. Me miraba a los ojos como si yo tuviera que contestar algo.
Y después dijo algo que por un momento pareció no tener nada que ver con Tatú.
-Las bombas explotaban por todas partes.
Yo sentía lo que él me estaba diciendo. Lo sentía como un dolor en el cuerpo que no tenía palabras, pero a la vez era como si no pudiera unir esas cosas que él decía. Parecían separadas, separadas entre ellas, separadas de Tatú, y de él, y de mí.
Las cañas golpeaban con ese ruido hueco que hacen al chocarse. Y de repente entendí perfectamente lo que él me estaba diciendo. Pero lo seguí mirando. Necesitaba que me lo dijera con palabras.
-Estaba parado ahí y después no -dijo.
Pero seguía sin decir lo que yo necesitaba oír.
-Yo no miré -dijo.
-Pero ¿y qué? -me escuché preguntar.
Necesitaba oír lo que ya sabía, pero antes de que lo dijera me había tirado al piso.
-A lo mejor no se dio cuenta cuando se murió.
Me abracé a las piernas de Yagu. Cuando se murió. Eso era. Quería golpearme la cabeza contra sus rodillas. Lastimarme. Desaparecer. Yagu también lloraba, se sentó a mi lado, en la tierra. Me abrazó. Gemía. Yo me estaba ahogando con mi propio llanto.
Se había hecho de noche.
En diciembre, antes de Navidad, unos alemanes compraron la casa de Caroline y su papá. Era una familia recién llegada a la Argentina, con dos hijos más chicos que yo y una bebita.
Una tarde, al principio de las vacaciones, me encontré con el alemanito chico en el terreno del fondo. Le pregunté si quería que le enseñara a pescar. Le enseñé a pescar y le enseñé a soltar los peces sin lastimarlos. Lo que más le gustó fue que le dijera "mi hermanito" al bagre.
-¿También es mi hermanito? -preguntó. Le dije que sí.
Fui hasta la punta de la isla, donde no había ninguna casa y me metí en el río. Me había puesto a llorar corno si nunca desde esa tarde en el cañaveral hubiera dejado de llorar. Me dejé llevar por el río. El río con su corriente me iba calmando. Floté, río abajo, hasta el muelle de los ingleses. Salí del agua. Y en un escalón, todavía tibio, me senté a esperar la salida del lucero de la tarde.
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