Laura Gilpin fue una fotógrafa estadounidense (1891-1979) conocida por sus fotografías de los pueblos originarios y los paisajes del sudoeste americano.
Gilpin está considerada como uno de los grandes fotógrafos de platino, y muchas de sus obras están en colecciones de museos de todo el mundo, y su trabajo de treinta años ha sido visto en más de un centenar de exposiciones. Fue muy activa como fotógrafa y como participante en la escena de las artes de Santa Fe hasta su muerte en 1979. Sus archivos fotográficos y literarios se encuentran ahora en el Museo Amon Carter de Arte Americano en Fort Worth, Texas.
Más de su extensa obra y vida en : http://www.andrewsmithgallery.com/exhibitions/lauragilpin/masterworks/lauragilpin.htm
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miércoles, 30 de agosto de 2017
lunes, 28 de agosto de 2017
Inés Garland / Las otras islas
Para contar esta historia me gustaría volver a tener trece años, volver a esos días en los que no me interesaba la política ni la manera en que estaba dividido el mundo. Mi mundo era nuestra isla en el Delta, cada día de ese verano en el que conocí a Yagu, a Tatú y a Caroline (que, en inglés, se dice Carolain y con una erre distinta). En esos días, los ingleses eran solo Caroline y su papá, nuestros vecinos de la isla, no una nación que queda en otra isla muy lejana con reyes y primeros ministros, habitantes, soldados, y la idea, compartida por muchos, de que hay que apropiarse de partes del mundo que parecen no tener dueño.
Yagu y Tatú llegaron a la isla un jueves de enero, en el medio de nuestras vacaciones de verano. Mis hermanos y el hijo del doctor se bañaban en el río, pero a mí se me habían puesto los labios azules y mamá me había obligado a salir del agua y acostarme al sol. Los perros corrieron ladrando al muelle de los ingleses -le decíamos así porque era el muelle de la casa de Caroline y su papá y yo dejé el calorcito de las maderas y me levanté para ver quién llegaba. La colectiva aminoró la marcha y empezó las maniobras de atraque. Yagu estaba en el techo buscando la valija entre las cajas para el almacén, las bolsas de naranjas que la colectiva llevaba al Tigre y la torre de hueveras de cartón llenas de huevos frescos para el papá de Caroline. Tatú apareció por la popa de la colectiva, subió al muelle y atajó la valija que le tiró Yagu desde el techo. Era una valija verde, grande, pero él ni se tambaleó. La atajó, la bajó y se agachó a acariciar a los perros y a hablarles como si hubiera llegado sólo para visitarlos a ellos.
Todos nos quedamos mirando el desembarco de los recién llegados. Y esto fue lo que vimos, o, mejor dicho, lo que vi yo, porque los varones nunca parecían ver las mismas cosas que yo. Caroline apareció en el muelle en el momento en que Yagu saltaba del techo. Y Yagu aterrizó tan cerca de ella que casi la tocaba. Por un momento se quedaron los dos muy cerca, se miraron, se midieron, se gustaron tanto -vi yo que no se podían mover. Después, Yagu se alejó y se rió y dijo algo que no pude escuchar. Ella ni le sonrió. Era seca Caroline. Esa era la palabra que usaba papá. Seca. Como todos los ingleses, decía papá. El de la colectiva le pasó la torre de huevos a Caroline y la colectiva se alejó con su rugido. Los chicos aprovecharon las olas para tirarse al agua otra vez, pero yo me quedé mirando a esos tres ahí. A Caroline y a Yagu, que parecían hipnotizados, y a Tatú, con los perros; hasta el Negro, el perro más malo, lo saludaba como si se conocieran de toda la vida.
Ese es el principio de la historia: Tatú, Yagu y Caroline en el muelle, el sol caliente de enero, ella con la torre de huevos, Yagu con la valija verde, Tatú y los perros. Estábamos a un paso del cambio más grande de nuestra vida y no teníamos ninguna manera de saberlo.
-Correntinos -dijo papá esa noche-. Son sobrinos del dueño de la casa de madera.
Habíamos anclado el barco frente al muelle de los ingleses y comíamos en la proa, a la luz de un sol de noche. En la oscuridad saltaban los peces y en la isla las ventanas de las casas flotaban, amarillas por la luz de los faroles de kerosene. A veces se cruzaba una sombra o llegaba alguna voz, una puerta mosquitero se golpeaba, alguien salía al porche y se reía. Yo conocía todos los ruidos. Me gustaba sentarme a escucharlos. Los grillos y las ranas parecían tapar todo, pero después de un rato terminaban siendo como una música de fondo, una manta, la manta de la noche.
-Lindos chicos -dijo mamá, pero supongo que hablaba de Yagu, Tatú no era lindo.
Papá la miró un poco fuerte y mamá se río.
-Igual él se enamoró de Caroline -dije yo antes de pensar.
-Ya empezó Alberto Migré -dijo mamá, y mi hermano mayor hizo el gesto de tocar el violín.
Me debo haber puesto colorada, pero la luz del sol de noche casi no iluminaba nuestras caras, y nadie se dio cuenta.
-¿Ya se enamoraron? ¿Cuándo se conocieron? -dijo papá, que, como todas las semanas, había llegado de la ciudad esa tarde.
Los correntinos se bajaron en el muelle de los ingleses -dijo mi hermano menor.
-El inglés no estaba -dijo mamá.
Yo lo había visto a la mañana temprano, con su caballete y sus pinturas, su sombrero de paja y las piernas blancas que le salían como palos de un short viejo. Lo había visto irse para el fondo de su terreno. Pero no dije nada. Si se iban a burlar de mí, no les pensaba contar nunca más las cosas que yo veía.
-Menos mal. Los hubiera sacado a los gritos -dijo papá
Siempre decía que el inglés era antipático y que se creía superior a nosotros, pero con el tiempo entendí que le tenía celos. A mamá le encantaban las pinturas del inglés, y hablaba mucho de eso. Por suerte el inglés era viejo, porque, si no, los celos de papá hubieran arruinado el verano. A mí el inglés nunca me pareció antipático. Me gustaba que estuviera ahí todos los días, que no se tuviera que ir a la ciudad como mi papá y el resto de los hombres. A las mujeres les caía bien el inglés y no le decían nada cuando recorría los jardines robando flores. Él, cada tanto, traía scones recién hechos. El inglés era como un tío viejo con pelos que le salían de las orejas, las manos manchadas de pintura y los ojos tan azules que parecían bolitas de vidrio.
-¿Así que hay romance en puerta? -dijo papá dándome un empujón.
No me gustaba que se burlaran de mí. Era verdad que yo era una romántica, pero también era verdad que veía los hilos que unen a las personas. Me imagino que para mis padres era incómodo que yo supiera de sus peleas o que supiera, por ejemplo, que a la mujer del doctor le gustaba el inglés, viejo y todo. No eran cosas que una chica de trece años tuviera que saber. Pero no era mi culpa que estas cosas me interesaran tanto. Tampoco era mi culpa que yo quisiera que el amor hiciera girar el mundo.
Los primeros días, Yagu se dedicó a pasear por la isla de una punta a la otra. Su sobrenombre venía de yaguareté, y era verdad que se movía como un gato. Donde fuera que estuviera Caroline, él aparecía. Pero ella parecía decidida a no tener nada que ver con él. Cada vez que lo veía, le daba la espalda.
Una mañana nosotros estábamos jugando carreras de natación desde lo del doctor hasta nuestro muelle, corriente abajo. Caroline tomaba sol en su muelle y nosotros pasábamos nadando. Ella me alentaba. No era nada seca conmigo, al contrario. Era imposible que yo saliera primera, pero ella me alentaba igual. La carrera, que más que carrera de verdad era un dejarse llevar por la corriente, terminaba en nuestro muelle, y volvíamos por el caminito hasta lo del doctor y nos volvíamos a juntar para largar otra. Habíamos pasado como cinco veces por el muelle de ella cuando Yagu apareció desde el fondo del terreno del doctor y nos preguntó si podía competir.
-Les doy ventaja -dijo cuando los chicos se quedaron mirándolo sin contestar.
-No es por eso -dijo mi hermano mayor. Claro que era por eso.
Largué la carrera sin darles demasiado tiempo a los otros de protestar. Preparados listos ya, y corrí a la punta del muelle y salté y todos gritaron y se tiraron. Yagu también.
Cuando llegué a nuestro muelle y salí del agua, él se estaba subiendo detrás de mí, chorreando agua. Estuvimos juntos en el muelle un momento, recuperando el aire. Mi hermano mayor y el hijo del doctor habían ganado otra vez y ya estaban corriendo por el caminito. Yagu y yo nos reíamos. De nada, porque sí. Creo que fue eso lo que le gustó a Caroline. Desde su muelle, nos miraba y sonreía también. Me dieron celos. Yo quería que ellos se enamoraran, pero también estaba harta de tener trece años. Quería ser grande y quería saber cómo era vivir un gran amor.
Como Yagu, Tatú también hacía honor a su nombre. Tenía una cara rara, con los ojos muy chiquitos y oscuros, y la nariz y la boca juntas, corno una trompa. Pero en lo que más se parecía a un tatú era en la forma de moverse. Se podía quedar horas al sol, mirando el río, muy quieto, más quieto que nadie, y de repente era corno si se le cruzara algo que quería hacer y salía a toda velocidad hacia una meta desconocida. Se movía rápido cuando le agarraba ese propósito que le agarraba de repente. Nosotros lo seguíamos como espías, para ver qué era lo que se le había ocurrido. No parecía molestarle que lo siguiéramos. Al contrario. Fue él quien nos enseñó a encarnar las lombrices para que no se salieran del anzuelo, y nos mostró muchas veces, hasta que aprendimos, cómo se hacía para sacarles el anzuelo de la boca a los pescados sin lastimarlos. Tenía las manos chicas y muy, muy hábiles.
Muchas veces, el propósito que le había agarrado era el de pescar. Hasta parecía que, mientras había estado quieto, había estado pensando dónde tirar la caña, como si el río le dijera a él solo dónde iba a haber pique ese día y a esa hora. Trataba a los pescados con una delicadeza que hacía que Yagu se burlara de él.
-Che, que no es tu novia -le decía Yagu.
Tatú no se enojaba -nunca se enojaba pero seguía desenganchando al pescado sin lastimarlo. Cuando creía que nadie lo veía, les hablaba. Yo lo escuché más de una vez, escondida entre las cañas. Decía cosas como ahora te devuelvo al agua, no tengas miedo, fue sólo un susto, ya pasó. Y bajaba los escalones del muelle, se acuclillaba, metía el pescado en el agua y lo movía para atrás y para adelante unas veces para que le entre el agüita en el cuerpo, nos dijo cuando nos enseñaba, y soltaba el pez, que se alejaba con un coletazo de libertad.
Sabía los nombres de los peces y podía reconocer los cantos de los pájaros. A todos los animales los llamaba "mis hermanitos". También a nosotros nos llamaba sus hermanitos. Me tenía una paciencia que ningún chico más grande me había tenido jamás, y yo lo seguía por todas partes para que me enseñara las cosas que sabía hacer: tejer canastos de mimbre, esteras de juncos, pajaritos con las hojas de las cañas. Hasta sabía amasar pan. Con esas manos chiquitas que tenía, Tatú podía armar un mundo en un rato. A su lado, las cosas parecían ordenarse. Esto no es fácil de explicar y yo tardé mucho tiempo en poder ponerle palabras, pero él parecía conocer un orden que el resto de las personas no conocíamos. Un orden que no era el orden de la ropa colgada y doblada en el ropero. Lo que él hacía era darles a las personas y a los animales, a las plantas, a todos, un lugar donde estaban bien, como si hubiera un lugar donde cada uno se sentía feliz y él lo supiera. Algo así. Él le ponía orden a Yagu, y Yagu, que parecía tan seguro de sí mismo, sin él se desordenaba y se perdía. Tatú era la tierra bajo los pies de Yagu.
Así que Yagu y Tatú pasaron a ser parte de nuestra vida cotidiana ese verano, y en pocos días fue como si siempre hubieran estado ahí. Éramos lo que ahora sé que se llama una comunidad. Todas las noticias eran bienvenidas por papá que volvía cada jueves con ganas de escuchar los detalles de la semana. Hasta que lo conocí a Tatú, él había sido para mí el árbitro, el juez supremo, el que tenía la última palabra sobre cada cosa que le con taba mamá o le contábamos nosotros. Creo que hasta ese verano yo le había contado todo.
Lo primero que le oculté fueron mis ganas de no tener más trece años. Lo segundo fueron las ganas de enamorarme que me daban Yagu y Caroline, y lo tercero fue mi amor por Tatú. No es que yo estuviera enamorada de Tatú, pero estaba segura de que ni papá ni mis hermanos hubieran entendido lo que yo sentía. Quería a Tatú de una manera diferente a como quería a mi familia o a mis amigos. No creo que hubiera podido explicar cuál era la diferencia porque hay cosas de mí misma que descubrí más tarde en la vida. Descubrí que yo no confiaba mucho en nadie: ni en mis hermanos ni en mis amigas; ni siquiera en mis papás. Había algo que siempre quedaba encerrado en mí, un pedacito asustado, un pedacito que pensaba que hasta las personas que más quería podían hacerme mal. Sin querer, pero daba lo mismo. Y eso no me pasaba con Tatú. Nunca, con nadie antes, había sentido la confianza que sentía cuando estaba con él. La bondad de su corazón se veía en cada cosa que hacía, en la manera en que nos trataba a nosotros o a los perros o al mismo Yagu, como si nada lo hubiera lastimado nunca y no tuviera que defenderse de nada. Tatú era como un pez que nunca había mordido un anzuelo. Y con él me sentía totalmente a salvo. Lo espiaba porque siempre espié a los demás, pero la paz que me daba seguirlo o estar con él en silencio no tenía explicación para mí. Alguien me dirá que esto lo siento ahora por lo que pasó después, en las otras islas. Pero no. Si lo conociera hoy por primera vez, volvería a sentir esa confianza de que nada malo podía venir de él.
No estaba espiando a Yagu y a Caroline cuando hablaron por primera vez. Se me ocurre que fue cualquiera de los días en que nosotros nos íbamos con el barco a la desembocadura del canal. A papá y a mamá les gustaba ver la ciudad iluminada desde el río, y cuando la corriente no era fuerte y no había viento, anclábamos ahí y pasábamos la noche. A nosotros también nos gustaba. Era distinto. El patacho solo en el medio del río, la tierra lejos, los juncos de un lado, hasta el horizonte, y la ciudad rodeada del resplandor de las luces, como una torta de cumpleaños gigantesca.
Una tarde Yagu y Caroline pasaron abrazados.
-Están todo el día chacoteando -dijo mamá ese jueves.
Caroline y Yagu se besaban en el río, en el muelle, pasaban por el caminito abrazados, hablaban en los escalones con las piernas enredadas. No se podían sacar las manos de encima.
-Parece que tu amigo mordió el anzuelo -le dijo mi hermano mayor a Tatú una tarde que pescábamos desde nuestro muelle.
-Más bien parece que los hubieran agarrado juntos con el mediomundo -dijo Tatú.
Eso era lo que él hacía: ver las cosas de otra manera
-Le va a hacer bien. Él no es para andar solo -dijo.
Yo pasaba todo el tiempo que podía con Tatú. No hablábamos mucho, pero a veces yo le contaba alguna cosa del colegio o de Colmillo blanco y que era el libro que es taba leyendo, y él me contaba alguna cosa de Corrientes, de su mamá o de sus hermanos. Eran nueve. Un montón. Y Tatú era el tercero. Me aprendí los nombres de memoria y él me los tomaba, como si fuera una prueba. La más chiquita era mujer y Tatú la extrañaba más que a ninguno. Se llamaba Estrella. Él me pidió que le enseñara una canción en inglés y le enseñé "Twinkle Twinkle Little Star" que es una canción a una estrella que me habían enseñado en el jardín de infantes. Se la cantábamos al lucero de la tarde que salía solito sobre las copas de los árboles de la orilla de enfrente.
Vistos desde ahora, esos días entraban uno en el otro como un paisaje que pasa por la ventanilla del auto. Los juegos en el río, los enamorados, la pesca con Tatú, todo se repetía, día tras día. Era igual y nuevo cada vez. Esa era nuestra vida, llena de ritos, protegida, libre.
En febrero, Tatú y Yagu se tuvieron que ir a Buenos Aires a hacer la colimba. Era por eso que habían venido de Corrientes, pero nosotros no lo sabíamos. Caroline se convirtió en una especie de sombra que se pasaba los días en el muelle, mirando pasar el río, fumando.
-Anda como alma en pena -decía mamá. Nosotros nos aburríamos. Especialmente yo. No sabía qué hacer con las horas que antes pasaba con Tatú.
-Pesquen solos -decía papá-. Si antes siempre pescaban solos, ¿por qué ahora tiene que estar Tatú?
-No es lo mismo pescar solos.
De repente me parecía que ya no sabíamos encarnar, que no sabíamos dónde tirar la caña, que los peces se habían ido a vivir a otra parte si Tatú no estaba.
En abril de ese año estalló la Guerra de las Malvinas. Yo no quiero hablar de política, del imperialismo o de las maniobras de un lado y de otro para retener el poder. Yo quiero hablar de Tatú y de Yagu. Los gobernantes de allá y de acá, los que tomaron las decisiones, están en los libros de Historia. Yagu y Tatú, no. De ellos, si no hablo yo, no habla nadie.
Los habíamos visto una sola vez desde febrero, con el pelo rapado, feos. Tatú me había hecho algunos cuentos de la colimba que a mí no me gustaron, no me los podía imaginar, ni a él ni a Yagu, yendo para acá y para allá con un rifle, obedeciendo las órdenes de alguien que les gritaba todo el día. A ellos tampoco les gustaba nada de eso, pero Tacú no dijo mucho.
-Ahora estoy acá -me dijo-. ¿Cómo me voy a perder este día hermoso, que nunca más va a existir, hablando de allá?
Desde los primeros días de abril, "allá" ya no fue Campo de Mayo, fueron las islas Malvinas. Los militares que gobernaban el país decidieron hacer un desembarco en las islas Malvinas para demostrar que eran nuestras. Y los ingleses nos declararon la guerra. Así de rápido. Y a Yagu y a Tacú los mandaron a las islas a pelear contra los ingleses. Por la televisión mostraron un montón de gente que se juntó en Plaza de Mayo y el milico máximo, como le decía papá, dijo "Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla". Papá dijo que era una locura, que los ingleses nos iban a hacer papilla. Yo me puse a rezar todas las noches para que nada malo les pasara a Yagu y a Tatú. No me lo podía imaginar a Tacú en ninguna guerra. La verdad es que tampoco me podía imaginar una guerra.
Nosotros, los chicos de la ciudad, habíamos vuelto al colegio y pasábamos en la isla solo los fines de semana. Las hojas se habían puesto rojas y amarillas, y el río y los árboles parecían unidos por los mismos colores. Mamá nos enseñó a todos a tejer cuadrados de lana para hacer mantas para los soldados. Nos pasábamos horas tejiendo y hablando de Yagu y Tatú. El doctor colgó una bandera argentina en el porche y le prohibió a su mujer y a su hijo que hablaran con el inglés. Como nosotros seguíamos hablando con el inglés, dijo que éramos unos vendepatrias. El inglés le dijo a papá que el doctor era un imbécil y que usaba la guerra para su propia agenda secreta. En ese momento no entendí. Tampoco pregunté.
Una noche, anclarnos en la desembocadura y vino una lancha de la Prefectura a decirnos que apagáramos todas las luces, que teníamos que estar a oscuras por si los ingleses nos bombardeaban. Por un momento muy breve y ridículo pensé que los de la Prefectura hablaban de nuestros ingleses, de Caroline y su papá.
Esa noche la ciudad desapareció en la oscuridad. Todo a nuestro alrededor y hasta donde llegaban los ojos era negro. Sólo los ruidos me aseguraban que el mundo seguía estando ahí: el golpeteo del agua contra el casco, el chillido de algún pájaro, las voces de mis hermanos que hacían preguntas, las de mamá y papá que contestaban. Estábamos acostados en nuestros camarotes, cada uno en su cucheta, pero habíamos dejado todas las puertas abiertas para hablar en la oscuridad.
No podía dejar de pensar en Tatú. ¿Qué haría en las islas...? ¿Podría ir de pesca algún día?
-En el mar hay muchos peces -dijo mi hermano mayor.
-A lo mejor pesca desde la costa -dijo papá.
Pero algo en el tono de su voz me hizo pensar que estábamos diciendo cualquier cosa.
Un domingo, Caroline me vino a buscar para que le escribiéramos una carta a Yagu. Nos sentamos las dos en la proa del barco y escribimos toda la mañana. El sol se había puesto más blanco y había olor a humo en el aire. La carta de Caroline era para decirle a Yagu que se volvía a Inglaterra con su papá. A mí no me pareció una buena idea mandarle a Yagu, que estaba en la guerra, una carta con esa noticia, pero ella dijo que igual no tenía cómo mandársela, que la iba a dejar en la casa del tío de Yagu. Después escribimos otras cartas para soldados que no conocíamos. Esas las íbamos a meter en paquetes de cigarrillos que les mandaba el ejército junto con las mantas.
-Mirá si justo le llega mi carta a Tatú -dije yo-.
Sería una casualidad enorme.
Pero, cuando terminamos las cartas, lloramos.
El 14 de junio se terminó la guerra. Era lunes y yo estuve toda la semana pensando que ese sábado lo iba a volver a ver a Tatú. A Yagu también lo quería volver a ver, pero, si no se había enterado ya, iba a descubrir que Caroline se había ido a Inglaterra. Y yo sentía algo raro, como vergüenza de que ella se hubiera ido o algo así. Ni Yagu ni Tatú aparecieron ese fin de semana. Tampoco los siguientes. El tío le dijo a papá que Yagu había hablado para decir que estaba en Campo de Mayo, que en cualquier momento lo iban a dejar salir.
Tardó como un mes en aparecer en la isla. No puedo decir que no lo reconocí porque no sería cierto, pero estaba muy distinto. Rengueaba. Subió los escalones del muelle muy despacio, la pierna derecha subía un es calón y la izquierda la seguía al mismo escalón. Se quedó parado ahí. La colectiva se fue. Nosotros corrimos a saludarlo. Mi hermano mayor le dijo que Caroline se había vuelto a Inglaterra.
-Sí -dijo él, aunque no sé si ya lo sabía.
Pero cuando le preguntamos por Tatú nos dijo que no sabía dónde estaba. Y cuando le pregunté más, me dejó hablando sola. Se alejó rengueando hacia lo de su tío. Como a lo mejor se acababa de enterar de que Caroline se había vuelto a Inglaterra, pensé que estaba enojado por eso.
Después pasaba para un lado y para el otro por el caminito, muy despacio, y no nos saludaba.
-No lo puedo mirar -decía mamá.
Yo sí que lo podía mirar. Es más, no podía dejar de mirarlo. Lo perseguía de lejos por toda la isla. Se me había metido en la cabeza que se podía morir y que yo lo tenía que cuidar. Y quería encontrar el momento para preguntarle por Tatú. ¿Dónde estaba mi amigo?
Papá dijo que algunos todavía estaban en Campo de Mayo porque no firmaban un papel. El tío de Yagu le había contado que nada de lo que les habíamos mandado a los soldados había llegado a las Malvinas. Ni las mantas, ni los cigarrillos con las cartitas ni nada. No los dejaban salir si no firmaban un papel donde decían que no iban a contar nada. Papá estaba furioso. Seguro que Tatú no quería firmar el papel y por eso no lo dejaban salir.
Un domingo del segundo fin de semana desde que había vuelto, Yagu se metió en el cañaveral y lo seguí. Era un día feo y frío, y adentro del cañaveral estaba oscuro. Yagu se sentó en uno de los tocones de un círculo que habíamos armado ese verano con los chicos y Tatú. Puso la cabeza entre las manos. Me acerqué y le pregunté por Tatú.
-Dejame en paz -dijo Yagu.
En mi cabeza le empecé a decir cosas. Le explicaba por qué tenía que decirme algo, le decía que yo necesitaba saber, le pedía por favor, hasta me arrodillaba. Pero me había quedado ahí sentada, muy quieta y me había puesto a llorar.
Él levantó la cabeza de las manos y me miró.
-No llores, nena. Por favor no llores -dijo. Pero yo no podía parar.
Cuando Yagu se puso a hablar, no parecía que me estuviera hablando a mí. Se miraba los pies. Empezó a hablar del frío que hacía en las islas, más frío del que yo hubiera tenido en toda mi vida, dijo. Llovía durante días y días. Y soplaba un viento helado y ellos estaban en un pozo, sentados espalda contra espalda y dormían ahí, con los pies en el agua helada. A Tatú se le helaron los pies.
Después dijo algo que quedó suelto.
-No podía correr.
Yo sentía que me había dejado de latir el corazón, ya no lloraba, lo miraba como si me hubiera quedado atrapada en eso que él estaba diciendo.
Nopodíacorrernopodíacorrernopodíacorrer.
Lo dijo varias veces más. Lo decía y me miraba. Me miraba a los ojos como si yo tuviera que contestar algo.
Y después dijo algo que por un momento pareció no tener nada que ver con Tatú.
-Las bombas explotaban por todas partes.
Yo sentía lo que él me estaba diciendo. Lo sentía como un dolor en el cuerpo que no tenía palabras, pero a la vez era como si no pudiera unir esas cosas que él decía. Parecían separadas, separadas entre ellas, separadas de Tatú, y de él, y de mí.
Las cañas golpeaban con ese ruido hueco que hacen al chocarse. Y de repente entendí perfectamente lo que él me estaba diciendo. Pero lo seguí mirando. Necesitaba que me lo dijera con palabras.
-Estaba parado ahí y después no -dijo.
Pero seguía sin decir lo que yo necesitaba oír.
-Yo no miré -dijo.
-Pero ¿y qué? -me escuché preguntar.
Necesitaba oír lo que ya sabía, pero antes de que lo dijera me había tirado al piso.
-A lo mejor no se dio cuenta cuando se murió.
Me abracé a las piernas de Yagu. Cuando se murió. Eso era. Quería golpearme la cabeza contra sus rodillas. Lastimarme. Desaparecer. Yagu también lloraba, se sentó a mi lado, en la tierra. Me abrazó. Gemía. Yo me estaba ahogando con mi propio llanto.
Se había hecho de noche.
En diciembre, antes de Navidad, unos alemanes compraron la casa de Caroline y su papá. Era una familia recién llegada a la Argentina, con dos hijos más chicos que yo y una bebita.
Una tarde, al principio de las vacaciones, me encontré con el alemanito chico en el terreno del fondo. Le pregunté si quería que le enseñara a pescar. Le enseñé a pescar y le enseñé a soltar los peces sin lastimarlos. Lo que más le gustó fue que le dijera "mi hermanito" al bagre.
-¿También es mi hermanito? -preguntó. Le dije que sí.
Fui hasta la punta de la isla, donde no había ninguna casa y me metí en el río. Me había puesto a llorar corno si nunca desde esa tarde en el cañaveral hubiera dejado de llorar. Me dejé llevar por el río. El río con su corriente me iba calmando. Floté, río abajo, hasta el muelle de los ingleses. Salí del agua. Y en un escalón, todavía tibio, me senté a esperar la salida del lucero de la tarde.
viernes, 25 de agosto de 2017
Viernes_Ilustradas - p.nitas*
P.nitas* es ilustradora española, activista y ciberactivista feminista, desde hace 12 años se dedica a dibujar su propio universo utilizando gritos y cuerpos de mujer como medio de expresión, desde una sensibilidad radicalmente feminista. Dibuja mujeres y niñas a través de una imaginaría cargada de ironía, franqueza, ingenuidad y picardía. Bocas, vulvas, pelos enmarañados, enormes ojos, cuerpos asimétricos, en movimiento, ilustraciones de bocas y vulvas siempre abiertas, gritos firmes de libertad elevados a la máxima potencia dibujada. Ilustra el grito de mujeres de la historia y el imaginario colectivo representado a través de sus lápices y cuadernos. Ilustraciones de líneas expresivas y colores vivos que vibran, sentimientos transformados en grito dibujado.
Muchísimo más sobre su trabajo: https://www.facebook.com/yo.pnitas/
miércoles, 23 de agosto de 2017
Mujeres_al_Lente - Elizabeth Alice Austen
Elizabeth Alice Austen
Fue una gran mujer y fotógrafa estadounidense ( 1866-1952) desde pequeña se fascino por el mundo de la fotografía, pionera de la fotografía documental y de la visualización de la homosexualidad femenina, de mostrar el mundo privado de mujeres que amaban a otras mujeres. En sus fotografías aparecen mujeres disfrazadas de hombre con un indudable contenido erótico, tras ingresar en el Club Darnet de Staten Island, un lugar exclusivo para mujeres a finales del siglo XIX en Nueva York, donde ellas se podían reunir para fumar, andar en bicicleta, vestirse como los hombres o amarse libremente.
Para saber más de su vida y obra: http://aliceausten.org/
Fue una gran mujer y fotógrafa estadounidense ( 1866-1952) desde pequeña se fascino por el mundo de la fotografía, pionera de la fotografía documental y de la visualización de la homosexualidad femenina, de mostrar el mundo privado de mujeres que amaban a otras mujeres. En sus fotografías aparecen mujeres disfrazadas de hombre con un indudable contenido erótico, tras ingresar en el Club Darnet de Staten Island, un lugar exclusivo para mujeres a finales del siglo XIX en Nueva York, donde ellas se podían reunir para fumar, andar en bicicleta, vestirse como los hombres o amarse libremente.
Para saber más de su vida y obra: http://aliceausten.org/
lunes, 21 de agosto de 2017
María Bernardello / Hawaiian Tropic
Verito vende oro. Tiene cantidad de clientes. Vende cadenitas y anillos do oro 18 kilates en tribunales y en un par de gimnasios de Buenos aires. Es oro bueno. La única contra que tiene es que los pagos son en cuotas y después las tiene que ir a cobrar, por eso nos vemos poco y la ayudo con el perro, le compro ropa, la mimo un poco a la pendeja. Es divina y se porta re bien conmigo. Tiene un culo que entra sola. La guacha a veces me hace sufrir por que en la semana nunca tiene tiempo para nosotros. Le ofrecí todo para que se venga a vivir a casa, pero toda su clientela está en capital, y a ella le gusta el centro. Vive en un departamento con dos amigas. Dos aviones. Yo no sé cómo se manejan ahí las tres, en un dos ambientes de cincuenta metros cuadrados. No sabés lo que son las amigas. Una es ex diablita de independiente y estudia actuación, labura en una revista. La otra es promotora de TC. Ahí no trabaja cualquiera, todas tienen un lomazo y una altura especial.
Ayer fuimos los cuatro a tomar sol a la plaza y jugamos al tejo. Me agarré una calentura que me costó disimular. Las tres son un infierno, una mejor que la otra. Las invité a cenar, pero Verito no quiso, tenía que hacer la venta nocturna por los gimnasios. Rubia, le dije, dale, te llevo a un lugar concheto, vamos a comer sushi a Puerto Madero, a un lugarcito de esos que te gustan a vos. La pendeja me dijo que no. Prefiere venir a casa y estar con los perros. No le puedo decir nada porque los perros son todo para nosotros. Nos conocimos así. Ella estaba paseando al Polo, cerca de casa. Cuando ví a la rubia en Banfield con ese perrazo, me enamoré. No sabés lo lindo que es el Polo, un Rothweiler bien percherón como me gustan a mí. La seguí a la pendeja tres cuadras al paso con el auto, la torturé a balazos y la invite a tomar un helado. Conectamos en seguida por los perros. Los subí, a ella y al Polo, al BM y fuimos hasta la heladería de Maipú. Me contó que Polo vivía en la casa de su mamá, porque en el depto en Recoleta no había lugar, que vivía con las amigas y blah, blah, blah. Amamos los perros. Después la llevé a casa para que conociera a la Wave. Movía la cola como loca. Hizo re onda con Polo. La invité a cenar a La Quintana esa misma noche y la llevé a las Torres del Lago. Me garchó como nadie. Desde ese día el Polo se quedó en casa. Ella va y viene poco en la semana. Si puedo la voy a buscar pero cuando hace la venta nocturna en los gimnasios viene tarde en combie o se toma un remís. Tiene clientes en Megatlón y en Le Park. La guacha es re simpática, vende re bien en ese circuito. Y muere por los perros, como yo, me re banca con el windsurf, es una diosa. Le gusta todo a la pendeja, qué mas te puedo decir? Somos casi una familia. Los perros se llevan bien, tenemos gustos parecidos, cogemos como los dioses y la quiero. Verito es una bestia re cariñosa.
Ayer, después de tomar sol, fuimos hasta la costanera. Me moría por cogerla pero la muy turra me hizo una paja en el auto con el Hawaiian Tropic y le dije te amo. Me sentí un pelotudo pero la amo, posta. El fin de semana pasado me fue a buscar a aeroparque. No la reconocí morocha. La loca se había puesto una peluca. Es divina. Me tiene embobado. Martín dice que no, que estoy enconchado. Dice que es puta porque cambia de look todo el tiempo y usa lentes de contacto. Esos ojos color miel no son de ella. Parecen de verdad, pero no. Verito tiene ojos celestes comunes.
Después de la paja con el Hawaiian Tropic le di unos mangos. Andate a la peluquería y ponete las extensiones que tanto te gustan y comprate algo lindo, le dije. Me vine a Banfield, ella volvió tarde, después de hacer el circuito gym. La fui a buscar a la parada de combis en Lanús. Llegamos a casa, jugueteó con los perros y me tiró lo del viaje y éste laburo nuevo. Me dijo que empezó a laburar como detective privada de una agencia de investigaciones. Tiene que hacer un viaje al Caribe, a un All Inclusive nudista, para seguir a un chaboncito que se va con la amante. Su objetivo principal es hacerse la amiga de la minita para sacarle información. Un All Inclusive nudista? Me pareció un cuento chino, un verso de acá a Japón, pero me mostró los pasajes y me quedé helado. No me cierra ésto. Vos siempre te enamoraste de las minitas que bailan en los parlantes, me dijo Martín. Siempre con tetonas raras. Eso lo entiendo, pero la de detective privado en un All Inclusive nudista es demasiado.
Al que le gusta puta, putita, me dijo Martín. Bancatelá.
viernes, 18 de agosto de 2017
Viernes_Ilustradas - Irene Cuesta
Irene Cuesta
Artista multifacética, ilustradora, fotógrafa, muralista, sus ilustraciones feministas no te dejaran indiferente. Creadora de "Un cuento propio" disco-libro de cuentos y canciones basadas en historias de mujeres reales. Proyecto independiente a cargo de Pandora Mirabilia S.Coop.Mad y Camila música, Que lleva 3 volúmenes.
Les recomendamos visitar su pagina y descubrir su mundo.https://irenecuesta.jimdo.com/
miércoles, 16 de agosto de 2017
Mujeres_al_Lente - Elsa Medina
Elsa Medina
Fotógrafa mexicana, cuya obra tiene en la crítica social y la denuncia, dos elementos que definen sus imágenes, que ha capturado lo mismo en la Ciudad de México, en Tijuana y Baja California, o en el extranjero, en países como Guatemala, Nicaragua y Haití.
Elsa es una de las mejores fotógrafas mexicanas en el tema del fotoperiodismo, formando parte del equipo del diario El Sur de Guerrero y posteriormente del de fotógrafos liderados por Pedro Valtierra en el departamento de fotografía del periódico La Jornada, donde quedó de manifiesto su profundo interés por el tema de los migrantes, a quienes ha dedicado buena parte de su obra, la cual se ha exhibido en múltiples galerías y museos de México y Europa. Sus encuadres son como pinturas que muestran extraordinariamente las realidades cotidianas de la vida mexicana, llevadas hasta un extremo grado de sensibilidad.
Más de su obra http://www.m-x.com.mx/
Fotógrafa mexicana, cuya obra tiene en la crítica social y la denuncia, dos elementos que definen sus imágenes, que ha capturado lo mismo en la Ciudad de México, en Tijuana y Baja California, o en el extranjero, en países como Guatemala, Nicaragua y Haití.
Elsa es una de las mejores fotógrafas mexicanas en el tema del fotoperiodismo, formando parte del equipo del diario El Sur de Guerrero y posteriormente del de fotógrafos liderados por Pedro Valtierra en el departamento de fotografía del periódico La Jornada, donde quedó de manifiesto su profundo interés por el tema de los migrantes, a quienes ha dedicado buena parte de su obra, la cual se ha exhibido en múltiples galerías y museos de México y Europa. Sus encuadres son como pinturas que muestran extraordinariamente las realidades cotidianas de la vida mexicana, llevadas hasta un extremo grado de sensibilidad.
Más de su obra http://www.m-x.com.mx/
lunes, 14 de agosto de 2017
Virginia Woolf / Una habitación propia
(Fragmento)
CAPÍTULO 1
Pero, me diréis, le hemos pedido que nos hable de las mujeres y la novela.
¿Qué tiene esto que ver con una habitación propia? Intentaré explicarme.
Cuando me pedisteis que hablara de las mujeres y la novela, me senté a orillas
de un río y me puse a pensar qué significarían esas palabras. Quizás implicaban
sencillamente unas cuantas observaciones sobre Fanny Burney; algunas más
sobre Jane Austen; un tributo a las Brontë y un esbozo de la rectoría de
Haworth bajo la nieve; algunas agudezas, de ser posible, sobre Miss Mitford;
una alusión respetuosa a George Eliot; una referencia a Mrs. Gaskell y esto
habría bastado. Pero, pensándolo mejor, estas palabras no me parecieron tan
sencillas. El título las mujeres y la novela quizá significaba, y quizás era éste el
sentido que le dabais, las mujeres y su modo de ser; o las mujeres y las novelas
que escriben; o las mujeres y las fantasías que se han escrito sobre ellas; o quizás
estos tres sentidos estaban inextricablemente unidos y así es como queríais que
yo enfocara el tema. Pero cuando me puse a enfocarlo de este modo, que me
pareció el más interesante, pronto me di cuenta de que esto presentaba un grave
inconveniente. Nunca podría llegar a una conclusión. Nunca podría cumplir
con lo que, tengo entendido, es el deber primordial de un conferenciante:
entregaros tras un discurso de una hora una pepita de verdad pura para que la
guardarais entre las hojas de vuestros cuadernos de apuntes y la conservarais
para siempre en la repisa de la chimenea. Cuanto podía ofreceros era una
opinión sobre un punto sin demasiada importancia: que una mujer debe tener
dinero y una habitación propia para poder escribir novelas; y esto, como veis,
deja sin resolver el gran problema de la verdadera naturaleza de la mujer y la
verdadera naturaleza de la novela. He faltado a mi deber de llegar a una
conclusión acerca de estas dos cuestiones; las mujeres y la novela siguen siendo,
en lo que a mí respecta, problemas sin resolver. Mas para compensar un poco
esta falta, voy a tratar de mostraros cómo he llegado a esta opinión sobre la
habitación y el dinero. Voy a exponer en vuestra presencia, tan completa y
libremente como pueda, la sucesión de pensamientos que me llevaron a esta idea. Quizá si muestro al desnudo las ideas, los prejuicios que se esconden tras
esta afirmación, encontraréis que algunos tienen alguna relación con las mujeres
y otros con la novela. De todos modos, cuando un tema se presta mucho a
controversia —y cualquier cuestión relativa a los sexos es de este tipo— uno no
puede esperar decir la verdad. Sólo puede explicar cómo llegó a profesar tal o
cual opinión. Cuanto puede hacer es dar a su auditorio la oportunidad de sacar
sus propias conclusiones observando las limitaciones, los prejuicios, las
idiosincrasias del conferenciante. Es probable que en este caso la fantasía
contenga más verdad que el hecho. Os propongo, por tanto, haciendo uso de
todas las libertades y licencias de una novelista, contaros la historia de los dos
días que han precedido a esta conferencia; contaros cómo, abrumada por el
peso del tema que habíais colocado sobre mis hombros, lo he meditado e
incorporado a mi vida cotidiana. Huelga decir que cuanto voy a describir carece
de existencia; Oxbridge es una invención; lo mismo Fernham; «yo» no es más
que un término práctico que se refiere a alguien sin existencia real. Manarán
mentiras de mis labios, pero quizás un poco de verdad se halle mezclada entre
ellas; os corresponde a vosotras buscar esta verdad y decidir si algún trozo
merece conservarse. Si no, la echáis entera a la papelera, naturalmente, y os
olvidáis de todo esto.
viernes, 11 de agosto de 2017
Viernes_Ilustradas - Blanca Gervilla
BGervilla
Más conocida como Blanca Gervilla, joven ilustradora reside en Palma de Mallorca, luchadora, activista y libre. Ilustra para el #ProyectoKahlo y reparte sus "mujeres" por las calles de Palma de Mallorca y del resto del mundo, también pasaron por Buenos Aires. Su arte es social y reivindicativo, un grito claro, potente y renovador que pisa fuerte, un arte defensor del feminismo, de la libertad sexual, de género y de cualquier otro derecho.
Más de su obra en @BGrvilla
https://www.facebook.com/BGrvilla/
miércoles, 9 de agosto de 2017
Mujeres_al_Lente // María Svarbova
María Svarbova
Fotógrafa Eslovaca sus fotografías se asemejan a un sueño que mezcla la realidad con elementos de surrealismo y del Art Nouveau. Sus últimas fotografías se centran en el minimalismo y la pureza.
Fotógrafa Eslovaca sus fotografías se asemejan a un sueño que mezcla la realidad con elementos de surrealismo y del Art Nouveau. Sus últimas fotografías se centran en el minimalismo y la pureza.
Desde el principio ha desarrollado un estilo propio y diferenciado, partiendo de los retratos tradicionales para centrarse en la experimentación con el espacio, el color y la atmósfera. Su interés por la arquitectura y los espacios públicos, generalmente los construidos en la era socialista, le ha llevado a crear escenarios únicos. El cuerpo humano en sus fotografías es más o menos un apoyo, sin individualidad ni emociones. Gracias a una cuidadosa composición, las figuras crean escenas que parecen sueños a través de objetos ordinarios, con una tensión silenciosa, el drama se oculta bajo una superficie limpia y lisa.
Incluso en sus obras más ornamentales y nostálgicas hay una sensación de frío desapego. Acciones cotidianas como el deporte o la visita médica se congelan en un momento, dando un nuevo significado a la escena. Los suaves pasteles, la geometría y la pureza visual dan una sensación de orden ultramundano, placer visual inalterable que es inalcanzable en la vida real.
Más de su obra en www.mariasvarbova.com
lunes, 7 de agosto de 2017
Armonía Somers / El hombre del túnel
Cuento para confesar y morir
Iba saliendo de aquel maldito caño -un tubo de cemento de no más de cincuenta centímetros de diámetro en el que había tenido el coraje de meterme para atravesar la carretera- cuando lo conocí. Contaba entonces siete años. Eso explicará por qué, si es que se puede cruzar normalmente una senda, alguien pensara en la angosta alcantarilla como vía. Y que todo el sacrificio de aquel pasaje inaudito, agravado por la curva de la bóveda, fuese para nada, absolutamente para y por nada.
Reptando a duras penas, oliendo con todos los poros el vaho pútrido de la resaca adherida a la superficie, logré alcanzar la mitad del tubo. Fue en ese preciso punto de caramelo de la idiotez cuando sucedieron varias cosas, una de ellas completamente subjetiva: el pensar que pudiera aparecerse de golpe algo terrorífico, desde víbora a araña, siendo imposible el giro completo del cuerpo, y debiéndose imaginar la marcha atrás como una persecución frontal por el monstruo. Entonces, y ya instaurada para siempre la desgracia de la claustrofobia, se advirtieron estos dos leves indicios compensatorios: ver aproximarse cada vez más la boca del caño a la punta de mi lengua y vislumbrar los pies de un hombre, al parecer sentado sobre la hierba, según la posición de sus zapatos.
Es claro que ni por un momento caí en pensar que era yo quien había estado buceando hacia todo, sino que las cosas se vendrían de por sí, a fuerza de tanto desearlas. (Dios, yo nunca te tuve, al menos bajo esa forma de cómoda argolla de donde prenderse en casos extremos, ni siquiera como la cancelación provisoria del miedo). Así, solamente asistida por una imagen circular y dos pies desconocidos, fue cómo llegué a la boca de la alcantarilla, hecha una rana bogando en seco, y exploré la cosa.
El hombre de las suelas, gruesas y claveteadas en forma burda, estaba sentado, efectivamente. Pero no sobre la hierba, sino en una piedra. Vestía de oscuro, llevaba un bigote caído de retrato antiguo y tenía una ramita verde en la mano.
Mi salida del agujero no pareció sorprenderlo. Aun sin sacar todo el cuerpo, respirando fatigosamente y tatuada por la mugre del caño, debí parecerle un gusano del estiércol que va a tentar suerte al aire de los otros bichos. Pero él no hizo preguntas, no molestó con los famosos cómo te llamas ni cuántos años con que a uno lo rematan cuando es chico, y que tantas veces no habrá más remedio que contestar mostrando la retaguardia en un gesto típico. Si acaso intentó algo fue sonreír. Pero con una sonrisa de miel que se desborda. Y elaborada al mismo tiempo con los desechos de su propia soledad, quizás de su propio túnel, como siempre que la ternura se quede virgen en esta extraña tierra del desencuentro.
Entonces yo emergí del todo. Es decir, me incorporé enfrentándolo. De nuevo volvió él a echarme por encima aquel baño total de asentimiento, una especie de connivencia en la locura que me caló hasta los tiernos huesos.
Nadie en la vida había sido capaz de sonreírme en tal forma, debí pensar, no sólo completamente para mí tal una golosina barata cualquiera, sino como si se desplegase un arcoíris privado en un mundo vacío. Y casi alcancé a retribuírselo. Pero de pronto ocurre que uno es el hijo de la gran precaución. Hombre raro. Policía arrestando vagos. Nunca. Cuidado. Eran unas lacónicas expresiones de diccionario básico, pero que se las traían, como pequeños clavos con la punta hundida en la masa cerebral y las cabezas afuera haciendo de antenas en todas las direcciones del riesgo. Malbaraté, pues, el homenaje en cierne y salí a todo correr, cuanto me permitió e! temblequeo de piernas.
El relato, balbuceado en medio de la fiebre en que caí estúpidamente, se repitió con demasía. Y así, sin que nadie se diera cuenta de lo que se estaba haciendo, me enseñaron que había en este mundo una cosa llamada violación. Algo terrorífico, según se lograba colegir viendo el asco pegado a las caras como las moscas en la basura. Pero que si, de acuerdo con mi propia versión del suceso, podría provenir de aquel hombre distinto que había sonreído para mí desde la piedra, debía ser otra historia. Violación, hombre dulce. Algo muy sucio de lo que ellos estarían de vuelta. Pero sin que nada tuviese que ver con mi asunto, divisible solamente por la unidad o sí mismo, como esos números anárquicos de la matemática elemental que no se dejan intervenir por otros. Tanto que supuse que violar a una niña sería como llevársela sobre un colchón de nubes, por encima de la tierra suspicaz, a un enorme granero celeste sin techo ni paredes. Y a estarse luego a lo que sucediera.
Así fue cómo la imagen inédita de mi hombre permaneció inconexa, tierna y desentendida de todo el enredo humano que había provocado. Detuvieron a unos cuantos vagabundos, y nada. Mi descripción no coincidía nunca con harapos, piojos, pelo largo, dientes amarillos. Hasta que un día decidí no hablar más. Me di cuenta de que eran unos idiotas crónicos, pobres palurdos sin aventura, incapaces de merecer la gracia de un ángel que nos asiste al salir del caño. Y todo quedó tranquilo. Pero eso no fue sino el prólogo. Él reapareció muchas veces, se diría que siete, las suficientes para una completa terrenidad. Y aquí comienza la verdadera historia. El hombre de la acera de enfrente. El único que asistió a mi muerte. La revelación final del vacío.
Yo vivía entonces en una buhardilla. La había elegido por no tener nada encima ni a los costados, una especie de liberación inconsciente del túnel, por si esto fuera saber sicoanalizarse. Una vez, luego de cierta enfermedad bastante larga, abrí la ventana para regar unas macetas y lo vi. Sí, lo vi, y era el mismo. Con tantos años más encima, y no había cambiado ni de edad, ni de traje, ni siquiera de estilo en el bigote. Se hallaba parado junto a una columna y, aunque nadie pudiese creerlo, tenía la misma ramita verde de diez o doce años atrás en la mano. Entonces yo pensé: esta vez será mío. Sólo que su imagen no tendrá profanadores, no irá a caer en los sucios anales del delito común, al menos siendo yo quien lo entregue... En ese preciso golpe mental de mi pensamiento, él levantó la cabeza, desde luego que reconociéndome, y volvió a sonreírme como en la boca del túnel. (Dios mío, haz que no se pierda de nuevo —dije agarrándome de la famosa argolla del ruego—. Otros tantos años después del después no serían lo mismo. Sólo tiempo de bajar a decirle que yo no lo acusé. Y no únicamente eso, sino todo lo demás, las dulces historias que su presunta violación había sido capaz de provocar más tarde, en toda soledad que Tú desparramases bajo el cielo, cuando las horas eran propicias y las uvas maduraban en sus auténticos veranos...).
Tomé el teléfono y marqué el número del negocio vecino al lugar donde él había reaparecido.
-Perdone -dije contrariando mi repugnancia a este tipo de humillaciones- habla la estudiante que vive en el último piso de enfrente...
-Sí... ¿Y?
-Bueno, usted no lo podría comprender. Quiero, simplemente, que salga y diga a ese hombre vestido de oscuro y con una ramita en la mano que está junto a la columna, que la muchacha que regaba las macetas es aquella misma chiquilla del túnel. Y que ya baja a encontrarlo, que no vaya a perderse de nuevo a causa de los cinco pisos que deberá hacer para reunírsele. ¡Corra, se lo suplico!
-Nada más, ¿eh? — se atrevió a preguntar el tipo.
-Vaya de una vez -le ordené con una voz que no parecía salir de mis registros- lo espero sin cortar. ¡Es que ya no podrían pasar de nuevo los mismos años, nunca es el mismo tiempo el que pasa!
Mis incoherencias, la locura con que le estaría machacando el oído, lo hicieron salir a la calle. Le observé mirar hacia el punto preciso que yo había indicado, mover la cabeza negando, y aumentar después el área de reconocimiento. Al cabo de unos segundos, y mientras yo veía aún al forastero en la misma actitud, volvió con esta estúpida rendición de noticias:
-Oiga, ¿por qué no se guarda las bromas para otro? Junto a la columna no hay ningún tipo, ni nada que se le parezca. Esto no es un episodio del hombre invisible, qué diablos...
-¡Bromas las que quiere hacer usted, no yo -le grité histéricamente- está aún ahí, lo sigo viendo!
-Eso si no agarró las de villadiego al ver que yo o usted lo habíamos pescado a punto de robarse mi bicicleta, ¿no?
-¡Cállese, pedazo de bruto!
-O las de cruzar la calle, no más -agregó tomándose confianza- para trepar de cuatro en cuatro a su altillito... Porque yo siempre pienso que usted duerme ahí demasiado sola y que cualquiera sería capaz de ir a acompañarla con gusto...
Le corté el chorro sinfín de la estupidez con que amenazaba inundar el mundo. Y hasta descubrir quién sabría qué conexiones secretas con los demás, los de aquel tiempo qué se me había ido perdiendo entre uno y otro año nuevo, llevándose sus caras. Por breves minutos de marcha atrás, volví a sentir mi aire abanicado por sus alientos, algunos como el del parto de las flores, pero otros tan iguales al de esas mismas flores cuando se pudren, que casi hubiera sobornado a la muerte para que se los arrastrara de nuevo.
Fue entonces cuando comprendí que jamás, en adelante, debería comunicar a nadie mi mensaje. Todo era capaz de quedar injuriado en el trayecto por el puente que ellos me tendían. Y en forma vaga llegué a intuir que ni yo misma estaría libre de caer en sus fabulaciones, que era necesario liberar también al hombre de mí propio favor simbólico, tan basto como el de cualquiera.
Cerrado, pues, el trato definitivo, y mientras él seguía en la misma actitud de contemplación, sin enterarse siquiera de que el dueño de la bicicleta la sacaba del apoyo de la columna llevándosela al interior de la tienda, yo salí como una sonámbula hacia la escalera.
Iría, quizás, hablando sola, o contraviniendo la velocidad normal, o en ambas cosas a la vez, cuando la mujer de color indefinido que subía resoplando con un bolso lleno de provisiones en la mano, se interpuso en mi camino. Ya antes de pretender su prioridad, se me había hecho presente con un olor como de escoba mojada con que traía inundado el pasillo. La estaba imaginando en una pata, yéndose a la oscuridad de la rinconera a colgarse sola por una argollita de hilo sucio que ella misma se habría atado en la ranura del cuello, cuando persistió en tomarse toda la anchura del pasaje. Luchábamos por el espacio vital, sin palabras, a puro instinto de conservar lo más caro, ella su vocación de estropajo, yo la boca del túnel donde iba a hallar de nuevo algo que me pertenecía, cuando no tuve mas remedio que empujar. Sí, empujar, qué otra cosa. Dos veces no va uno a dejarse interferir por nadie, mientras hace equilibrios en la cuerda tirante del destino sobre las pequeñas cabezas de los que miran de abajo.
Y llegó ella primero que yo, es claro. Cuando la volví a ver en el último descanso, mirándome fijamente con dos ojos de vidrio entre el desparramo de sus hortalizas, ya era tarde. El hombre había desaparecido. No diré que para siempre. Mas su periodicidad, contándose desde mi violación a mi primer crimen, luego a las otras menudencias de las que él fue también principal testigo, y en las que siempre los demás actuaban de desencadenantes, se me llevó pedazos de la pobre vida que nos han dado. Es que uno merodea por años alrededor de ese algo que nos van a quitar, y luego hasta tiene valor para esperar a que el vino se ponga viejo. Así, cuando mucho tiempo después cambié las escaleras por ascensor automático, y nadie supo en el piso de dónde venía la mudanza, casi llegué a saludar a una mujer parecida a mí que se echaba hacia atrás los cabellos en un espejo del pasillo. Dios mío, iba a decir ya como alguna otra vez en las apuradas. Pero recordé de pronto el peor y el mejor de mis trabajos, aquel de quitarle limpiamente su hombre a una prójima desconocida. Y decidí que mi pelo ya desvitalizado era una cosa de poca monta para andar a los golpes en la última puerta en busca de lástima.
Hasta que cierto atardecer lluvioso, no podría decir cuánto tiempo después, el hombre del túnel volvió a aparecer en esa y no otra acera de enfrente, con el olfato de un perro maníaco que anduviera de por vida tras la pieza. Entonces yo decidí que nada en este mundo podría impedirme ya que me precipitase a su encuentro definitivo. Estaba así, sin intermediarios de ninguna especie, apretando el botón de la jaula, cuando vi recostada a la pared la escalera de emergencia.
-Eso es, lo de siempre -farfullé- la atracción invencible del caño, aunque la senda normal sea ahora ésta que va y viene verticalmente con su incuestionable eficacia propia.
De pronto, y mientras la puerta del ascensor se abría de por sí como un sexo acostumbrado, el pasamanos grasiento de la escalera se me volvió a insinuar con la sugestión de un fauno tras los árboles. El minuto justo para cerrarse la puerta de nuevo. Y yo hacia atrás de la memoria, cabalgando en los pasamanos tal como alguien debió inventarlos para los incipientes orgasmos, que después se apoderan de las entrañas en sazón, hasta terminar achicándose en los climaterios como trapo quemado.
-¡Sí! -grité de golpe, completamente libre ya de toda carga, incluso la de los otros, que también soportan lo suyo encima.
Aquel sí colgado del vacío, sin más significación que la de su arrasamiento, se quedó unos instantes girando en el aire de la caja con otros sí más pequeños que le habían salido de todo el cuerpo y me acompañaron hasta la puerta. Crucé luego la calle con el mismo vértigo con que había cabalgado la escalera, ajena a la intención de las ruedas que se me venían como si el mundo entero hubiese enfilado sus carros en busca de mis vísceras. Yo estaba sorda y ciega a todo lo que no fuera mi objetivo, el abrazo consustancial del hombre de la ramita verde que seguía parado allí, sin edad, omiso ante la obligación de correr como un loco detrás del tiempo. Fue entonces cuando pude ver fugazmente cómo el violador de criaturas, el ladrón, el asesino, el que codicia lo que no le fue dado, y el todo lo demás que puede ser quien ha nacido, abría los brazos hacia mí. Pero en una protección que no se alcanza si las ruedas de un vehículo llegaron primero. Lo vi tanto y tan poco que no puedo describirlo. Era como un paisaje tras los vidrios del tren expreso, con detalles que nunca se conocerán, pero que igualmente aterciopelan la piel o la erizan de punta a punta.
-Gracias por la invención de las siete caídas -alcancé a decirle viendo rodar mi lengua como una flor monopétala sobre el pavimento.
Entré así otra vez en el túnel. Un agujero negro bárbaramente excavado en la roca infinita. Y a sus innumerables salidas, siempre una piedra puesta de través cerca de la boca. Pero ya sin el hombre. O la consagración del absoluto y desesperado vacío.
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