Es cierto que en los viajes se conoce gente.
Pero no es menos cierto que esas relaciones, a veces muy intensas, pasan como un relámpago. Todo viajero sabe que una amistad nacida por azar en algún punto de su itinerario muere en el término del viaje. Cartas, llamados telefónicos y postales, solo demoran el inevitable silencio, finalmente el olvido. Nadie lo sabía mejor que mi prima Clara.
Antes de cumplir treinta años se había convertido en una profesional de ausencias.
–No tengo imaginación para otra cosa –decía alegremente a la familia alarmada por tanto viaje largo y caro.
Era explicable, sin embargo. Cuando Clara recibió la herencia del tío Sebastián, solo conocía Mar del Plata.
–Quisiera ver algo de mundo –le explicó a Tito, el novio, un muchacho de Quilmes que tenía terror a los aviones–. Y después nos casamos.
Clara compró un lujoso tour a Oriente –Thailandia, Malasia, India, cuarenta días– volvió, pasó un fin de semana con Tito, le contó el viaje, hizo la valija y ese mismo lunes partió a Londres, punto inicial de un recorrido por el norte de Europa.
A la altura en que la herencia empezaba a menguar, también las regiones ignotas de la folletería turística. Mi prima, que saltaba de un país a otro como en una rayuela planetaria, un día vio que solo le faltaban dos cuadros para llegar al Cielo: Rusia y Perú.
–Elegí Rusia porque me quedaba más cerca –me dijo con ese envidiable candor de los que aprenden geografía en los aeropuertos: el vuelo salía de Berlín y Clara estaba en Frankfurt.
Insólitamente, porque no era mujer cavilosa, cuando llamaban a embarcar tuvo un presentimiento.
–De algo triste. No de algo malo ni de peligroso. ¿Qué puede pasarte en un tour cinco estrellas y organizado como un curso escolar? Había una función del Bolshoi en Moscú, una visita a Kiev, un balneario en el Mar Negro, comidas, bailes y sinfónica.
Pero mi prima se sentía igual que en el cielo de Berlín: encapotada y gris. Subió al avión sin ganas. Por primera vez en las etapas de su carrera de turista, pensó en Tito.
–Pensé en cómo le gustaba que le contara cada viaje y eso me animó. Este iba a ser el último.
Pensando en Tito, Clara fue atravesando las jornadas de su aventura rusa. Miraba y le contaba, mentalmente. La orquesta de señoritas que en el hotel de Moscú tocó “Adiós muchachos”. Las tétricas catacumbas de los monasterios de Kiev. La fábrica de partes de astronaves en Volgogrado. El mar bien negro que hacía honor a su nombre. Hasta que una mañana, exhausta y algo confundida, Clara se encontró caminando entre plantas de té.
–Yo que nunca tomaba más que algún té en saquito, me emocionó, de una manera rara, ese verde ondulante, el cielo azul. Y sentí ganas de llorar. Estaba muy lejos de casa.
Estaba en Georgia, le explicó su guía. Georgia. A Clara le daba igual el nombre. Quería volverse a Buenos Aires, ni sabía por qué. No había motivo, solamente esa extraña congoja al ver la plantación, como si la belleza del paisaje le desgarrara el alma.
Durmió una siesta para tranquilizarse. Soñó con té.
–Una lluvia de té, oscura y suave, que caía, caía. Yo era muy feliz debajo de la lluvia de té. Muy pero muy feliz. Vieras qué lindo sueño.
A las ocho, el programa marcaba cena y baile en Gardenia.
El guía les pidió “ropa formal”. Quería decir ni bermudas ni zapatillas, pero Clara, argentina al fin, se vistió como para una velada en el Colón.
Mi prima no era nada fea a esa edad, con su brillante pelo rubio, sus ojos grandes, su delgadez graciosa y algo torpe, como de chica que no terminaba de crecer. De largo, en blanco y seda, estaría muy bonita.
–Estaba muerta de vergüenza –me dijo. El Gardenia era una confitería, pero más bien de Club Social y Deportivo, con la gente del barrio, familias, chicos, haciendo rueda a los bailarines, mirando y aplaudiendo desde las mesas, y yo tan elegante, tan ridícula.
Al rato se olvidó, en la fiesta inocente del Gardenia, en el salón iluminado a pleno, los parlantes tronando música vieja, rock and roll de Bill Haley, lentos de Los Plateros, y muchachos que esperaban respetuosos el turno de sacarla a bailar, como en un cumpleaños de quince de la década del cincuenta.
Clara fue un éxito. Pero el guía, un joven con cara de viejo, estaba incómodo. Rezongaba, que eso no era Moscú, que eso era Georgia, un lugar atrasado, que ella no se hiciera una idea equivocada de la diversión rusa. Y agriamente, con una mueca desdeñosa, seleccionaba de la cola de postulantes que se iba formando en la mesa de Clara, a los mejor vestidos o más serios. Uno nunca pasó el examen.
–Lo noté –dijo mi prima– a eso de medianoche. Quieto como una estatua. Alto, de traje verde oscuro. Primero vi el traje, de ese color tan raro, que le quedaba un poco chico. Después los ojos. Negros. Me hacían acordar a la canción. Ochichornia. Ojos Negros. Yo venía de bailar, descansaba un minuto y sentía los ojos. Eran como la música. Pegadizos y tristes. Una vez se acercó a la mesa, habló con el guía. Se había peinado para atrás, con mucha agua, pero un mechón le resbalaba sobre la cara, y de perfil era una cara hermosa. Él hablaba en voz baja, suavemente, mi guía chillando. Pregunté qué pasaba, si el señor quería bailar cuál era el problema. El guía sacudió la cabeza, furibundo. Y Ojos Negros se retiró a su sitio, el último en la cola. Clara protestó, aunque, la verdad, no entendía. Le daba lástima, le parecía injusto. El guía se mantuvo inflexible. Los turistas eran su prioridad y los georgianos –dijo enfáticamente– eran georgianos. Mi prima no insistió más, ya que estaba de paso, ya que el baile seguía y había comprometido otras piezas.
En algún momento, sintió que paraban la música. Ella también paró. Su compañero, un chico de ojos muy celestes, la miró asombrado, tropezando. Todos bailaban a su alrededor.
–No era la música. Era la ausencia –dijo Clara–. Ojos Negros se fue, yo me di cuenta, no me preguntes cómo.
Los llevaron de vuelta al hotel, a mi prima y al puñado de belgas y de canadienses del tour, de madrugada. En el camino, Clara vio la tierra verde oscura de las plantaciones de té que salía a la luz muy despacio, una inmensa alfombra de hojas que se iba despegando en el cielo, y con la alfombra también un largo sentimiento de pena, como de irse para siempre, antes de visitar la casa adonde conducía. Clara pensó que, en realidad, estaba muerta de cansancio por tanto baile, en un lugar extraño, y nada más.
–Cuando lo vi –dijo– no me asusté. Aunque había un alboroto en el hotel y la conserje movía las manos como desesperada llamando al guía, que corrió enojadísimo. Todos hablaban en ruso, me daban órdenes en ruso. Ojos Negros era el único tranquilo, con su traje verde y sus ojos mirándome, callado, tan triste y tan seguro de que yo lo entendía.
Mi prima me describió la escena.
El mostrador, en mitad del pasillo, suerte de paso fronterizo a las habitaciones, con la gorda conserje de uniforme azul que entregaba las llaves. Una guía de otro tour, junto a la gorda, las dos mujeres lagrimeando. El guía de Clara frente a dos hombres, casi en puntas de pie, autoritario, rojo de indignación. El hombre de los ojos negros con un paquete chico en la mano. A su lado, un hombre mayor; de traje gris, que hablaba a las mujeres y el guía en un tono conciliador, lleno de suspiros y ademanes.
La gorda se tocó el pecho, cerró los ojos como si le doliera, tomó una llave y se la entregó a Clara, mientras murmuraba algo en ruso. Mi prima la rechazó. Entonces, el hombre mayor se dirigió a ella, suplicante.
–Traduzca –dijo Clara, y de muy mal modo el guía obedeció.
“Mi amigo aquí”, dijo el hombre mayor, “le ofrece su corazón para que usted lo tome. Mi amigo dice que la ama como un hombre de bien. Que él no encuentra las palabras justas, tan grande es este amor y por eso me ha pedido que sea yo quien le hable. Debo decirle que mi amigo es honrado, que es soltero, que es dueño de una casa y de buena tierra donde cultiva el té. Si usted toma a mi amigo por esposo, será feliz porque la ama tanto. Esto no me pidió que lo dijera”. Hubo un silencio. El guía dijo, entre dientes:
–Georgianos. Qué locura.
Clara pensaba en cómo responder sin ofenderlo. Luego, despacio y eligiendo cada palabra, dijo que estaba conmovida, pero que era imposible. Ella vivía muy lejos, tenía novio, iba a casarse ese año.
–No podía mirarlo –me contó–. Fue muy difícil.
Ojos Negros escuchó la traducción, asintiendo, sereno; algo más pálido que antes. Después habló y el amigo tradujo:
“Quiere entonces que acepte esta pequeña ofrenda como recuerdo de su gran amor. Es el té de su casa”.
Cuando todos se fueron, la conserje le preparó una taza en su propio samovar y se la llevó al cuarto. Era un té muy oscuro, casi negro. Clara tomó unos sorbos delante de la mujer, que la miraba con angustia y restregándose las manos.
–No me di cuenta –dijo Clara– de que yo estaba llorando.
Mi prima Clara no volvió a viajar. Cuando le preguntaban por qué, decía:
–Es mucha ausencia.
Tampoco se casó. Cuando le preguntaban por qué, decía:
–El hombre que me quiso vive en Georgia y Georgia está muy lejos.
La familia sostiene que viajar no siempre es bueno para todo el mundo.




Se acomodó y leyó parte al azar, con mayor atención. Sorprendido reconoció coincidencias. Volvió atrás. En una página leyó nombres de lugares y de personas que le eran familiares; más todavía, con el correr de las páginas encontró escritos los nombres de pila de su padre y su madre. Unos tres capítulos más adelante apareció completo, sin error posible, el de Gabriela. Lo cerró con fuerza; el libro le producía inquietud y cierta repugnancia. Quedó inmóvil mirando la puerta pintada toscamente de verde, marcada por inscripciones de todo tipo. Pasaron unos segundos en los que sintió el ajetreo lejano de la estación y la máquina express del bar. Cuando logró calmar un insensato presentimiento, volvió a abrirlo. Recorrió las páginas sin ver las palabras. Finalmente sus ojos cayeron sobre unas líneas: En el cubículo, la luz mortecina le alcanza su cara en el espejo manchado. Maquinalmente se pasó la mano de dedos abiertos por el pelo. Se levantó de un salto. Con el dedo entre las páginas fue a mirar asombrado el espejo, como si necesitara corroborar con alguien lo que estaba pasando. Volvió a abrirlo. Se levanta de un salto. Con los dedos entre las páginas va a mirarse asombrado… El libro cayó dentro del lavatorio transformado en un objeto candente. Lo miró horrorizado. Su tren partía en diez minutos. En un gesto irreprimible que consideró de locura, recogió el libro, lo metió en el bolsillo del saco y salió. Caminó rápido por el extenso hall hacia la plataforma. Con angustia creciente pensó que cada uno de sus gestos estaba escrito, hasta el acto elemental de caminar. Palpó el bolsillo deformado por el peso del libro y rechazó, con espanto, la tentación cada vez más fuerte, más imperiosa, de leer las páginas finales. Se detuvo, faltaba tres minutos para la partida. Qué hacer. Miró la gigantesca cúpula como si allí pudiera encontrar una respuesta. ¿Las páginas le estaban destinadas o el libro poseía una cualidad mimética y se refería a cada persona que lo encontraba? Apresuró los pasos hacia el andén pero, por alguna razón inexplicable, volvió a girar y echó a correr con el peso muerto en el bolsillo. Atravesó el bar zigzagueando entre las mesas y entró en el baño. El libro era un objeto maligno en su mano; luchó con el impulso casi irrefrenable de abrirlo en el final y lo dejó en el piso, detrás de la puerta. Casi sin aliento cruzó el hall. Corrió por el andén como si lo persiguieran. Alcanzó a subir al tren cuando dejaban la estación atrás y salían al aire abierto; cuando el conductor elegía una de las vías de la trama de vías que se abrían en diferentes direcciones.