lunes, 31 de julio de 2017

Rosa Montero / La loca de la casa

(Fragmento)

I

Me he acostumbrado a ordenar los recuerdos de mi vida con un cómputo de novios y de libros. Las diversas parejas que he tenido y las obras que he publicado son los mojones que marcan mi memoria, convirtiendo el informe barullo del tiempo en algo organizado. <Ah, aquel viaje a Japón  debió de ser en la época en la que estaba con J., poco después de escribir Te trataré como a una reina, me digo, e inmediatamente las reminiscencias de aquel periodo, las desgastadas pizcas del pasado, parecen colocarse en su lugar. Todos los humanos recurrimos a trucos semejantes, sé de personas que cuentan sus vidas por las casas en las que han residido, o por los hijos, o por los empleos, e incluso por los coches. Puede que esa obsesión que algunos muestran por cambiar el automóvil cada año no sea más que una estrategia desesperada para tener algo que recordar...

viernes, 28 de julio de 2017

Viernes_Ilustradas - Paula Bonet

Paula Bonet

Licenciada en Bellas Artes por la Universidad Politécnica de Valencia, completa su formación en Santiago de Chile, Nueva York y Urbino.

Se centra en la pintura al óleo, el grabado y -desde hace poco más de cuatro años- en la ilustración. Su obra ha sido expuesta en Barcelona, Madrid, Oporto, París, Londres, Bélgica, Urbino, Berlín, Santiago de Chile, Valencia, Miami y México.

Su trabajo, cargado de poesía y volcado en las artes escénicas, la música y la literatura, culmina en la publicación de varios libros de los que es autora tanto del texto como de la imagen. “Qué hacer cuando en la pantalla aparece The End” (Lunwerg, 2014) y “813” (La Galera, 2015) –un homenaje a la obra y a la figura del director francés François Truffaut-, son sus proyectos más conocidos.

A finales de 2016 publica “La Sed”  su tercer proyecto editorial. Un largo poema donde imagen y palabra van de la mano y donde la artista rompe con toda la estética previa a este libro cruel sobre la desorientación sentimental y emocional.

En abril de 2017 publica “Quema la memoria”, un cancionero ilustrado donde su universo se funde con el del cantautor The New Raemon en el aniversario de sus 10 años de carrera.

En junio del mismo año aparece “Escribe con Rosa Montero“, un cuaderno publicado por Alfaguara donde la escritora da las claves para aprender a escribir ficción. Un breve curso de escritura ilustrado impartido por una de las novelistas más importantes de la actualidad.




Más sobre su obra
http://www.paulabonet.com

miércoles, 26 de julio de 2017

Mujeres_al_Lente - Danielle Tunstall

Danielle Tunstall 

Fotógrafa inglesa especialista en retratos y retoque digital, que se dedica específicamente a imágenes de horror, terror y a veces estética zombi. 
Cuando era pequeña hacía apartarse a todos de en medio para poder fotografiar los paisajes. Ahora hace totalmente lo contrario y generalmente no hay fondo alguno, simplemente la persona como protagonista, siguiendo la máxima de “menos es más”. Lo suyo es pura ficción basada en una realidad que muchas veces supera sus propias imágenes.
Trabaja sus retratos de forma exhaustiva: maquillajes, máscaras, peinados y algunos objetos forman parte del atrezzo que envuelven sus retratos, pero sin duda es la expresión de sus modelos lo que moldea la imagen final, unas expresiones que no solo forman parte de la iconografía del terror, sino que miran hacia dentro de la condición humana para mostrar parte de su composición innata, como la ira, el miedo, la soledad, la muerte o incluso el amor y la esperanza perdidos en medio de tanto caos.

Me llevó años conseguir fotografiar, pero después de reaccionar conseguí que mis modelos estuvieran mucho más dispuestos a no verse tan “convencionalmente fotogénicos”, sino fotogénicos de una forma que es más impactante y emocionalmente más poderosa. Hay belleza en todo, pero no todo el mundo lo ve.
Para mi los retratos no pretenden ser solo un aspecto estético, sino las experiencias que nos pasan y que nos hacen ser quienes somos, como nos sentimos emocionalmente, el funcionamiento de nuestro subconsciente y cómo trabaja la mente.






Más de su trabajo

lunes, 24 de julio de 2017

Isabel Allende / Paula


(fragmento)
Mi madre no había sido preparada para la maternidad, en aquel tiempo esos asuntos se trataban en susurros frente a las muchachas solteras, y la Memé no tuvo la ocurrencia de advertirla sobre los indecentes afanes de las abejas y las flores, porque su alma flotaba en otros niveles, más interesada en la translúcida naturaleza de los aparecidos que en las groseras realidades de este mundo, sin embargo apenas presintió su embarazo supo que sería una niña, la llamó Isabel y estableció con ella un diálogo permanente que no ha cesado hasta hoy. Aferrada a la criatura que crecía en su vientre, trató de compensar su soledad de mujer mal casada; me conversaba en alta voz asustando a quienes la veían actuar como una alucinada, y supongo que yo la escuchaba y le respondía, pero no me acuerdo de ese período intrauterino.
Mi padre tenía gustos espléndidos. La ostentación siempre fue vicio mal mirado en Chile, donde la sobriedad es signo de refinamiento, en cambio en Lima, ciudad de virreyes, el boato es de buen tono. Se instaló en una casa desproporcionada a su posición de segundo secretario de la Embajada, se rodeó de indios de servicio, encargó a Detroit un automóvil lujoso y despilfarró en fiestas, casinos y paseos en yate, sin que nadie se explicara cómo financiaba tales extravagancias. En breve tiempo consiguió relacionarse con lo más granado del mundillo político y social, descubrió las flaquezas de cada uno y mediante sus contactos llegó a enterarse de ciertas confidencias indiscretas y hasta de algunos secretos de Estado. Se convirtió en el invitado infaltable de las parrandas de Lima; en plena guerra obtenía el mejor whisky, la cocaína más pura y las cortesanas más complacientes, todas las puertas se le abrían. Mientras él trepaba los peldaños de su carrera, su mujer se sentía prisionera en una situación sin salida, unida a los veinte años a un hombre escurridizo de quien dependía por completo. Languidecía en el calor húmedo del verano escribiendo páginas interminables a su madre, que se cruzaban en el mar y se perdían en las bolsas del correo como una conversación de sordos. Esas cartas melancólicas apiladas sobre su escritorio convencieron a la Memé del desencanto de su hija, suspendió sus sesiones de espiritismo con sus tres amigas esotéricas de la Hermandad Blanca, puso las barajas de adivinación en un maletín y partió a Lima en un frágil bimotor, de los pocos que llevaban pasajeros, porque en ese período de guerra los aviones se reservaban para propósitos militares. Llegó justo a tiempo para mi nacimiento. Como había traído sus hijos al mundo en la casa, ayudada por su marido y una comadrona, se desconcertó con los modernos métodos de la clínica.
Atontaron a la parturienta de un solo pinchazo sin darle oportunidad de participar en los acontecimientos y apenas nació el bebé lo trasladaron a una guardería aséptica. Mucho después, cuando se disiparon las brumas de la anestesia, informaron a la madre que había dado a luz una niña, pero que de acuerdo con el reglamento sólo podría tenerla consigo a las horas de amamantarla.
–¡Es un fenómeno y por eso no me dejan verla!
–Es una chiquilla preciosa –replicó mi abuela, procurando dar a su voz un tono convincente, aunque en realidad no había tenido ocasión de verme bien todavía. A través de un vidrio le habían asomado un bulto envuelto en una mantilla, que a sus ojos no tenía aspecto completamente humano.
Mientras yo chillaba de hambre en otro piso, mi madre forcejeaba furiosa, dispuesta a recuperar a su hija por la violencia, en caso necesario. Acudió un doctor, diagnosticó una crisis histérica, le colocó otra inyección y la dejó dormida por doce horas más. Para entonces mi abuela estaba convencida que se encontraban en la antesala del infierno y apenas su hija se espabiló un poco, la ayudó a lavarse la cara con agua fría y ponerse la ropa.
–Hay que escapar de aquí. Vístete y saldremos del brazo como dos señoras que han venido de visita.
–¡Pero no podemos irnos sin la niña, mamá por Dios!
–Cierto –replicó mi abuela, quien probablemente no había pensado en ese detalle.
Entraron con actitud decidida a la sala donde estaban secuestrados los recién nacidos, cogieron un bebé y se lo llevaron apresuradamente sin levantar sospechas. Pudieron identificar el sexo porque la criatura llevaba una cinta rosada en la muñeca, pero no dispusieron de tiempo para averiguar si acaso se trataba de la suya y por lo demás el asunto no era de vital importancia, todos los niños son más o menos iguales a esa edad. Es posible que en la prisa me confundieran y en alguna parte hay una mujer con dotes de clarividencia y ojos color de espinaca ocupando mi lugar.
A salvo en la casa me desnudaron para ver si estaba completa y descubrieron un sol en la base de la espalda. Esta mancha es buen signo, aseguró la Memé, no debemos preocuparnos por ella, crecerá sana y afortunada.

viernes, 21 de julio de 2017

Viernes_Ilustradas - Bárbara Gedacht

Bárbara Gedatch autora de Perdón por tan poco

Bárbara Gedatch, es una ilustradora Argentina que por medio de sus tiras cómicas como PERDÓN POR TAN POCO y con un gran alarde de imaginación, crea unas ilustraciones didácticas, humorísticas y completamente preciosas. Dibuja desde siempre y  cuando lo hace su lápiz da por resultado lineas simples, colores plenos,  fondos lisos y simpáticos personajes. 



Más de su trabajo https://www.facebook.com/PerdonPorTanPoco/?pnref=lhc

jueves, 20 de julio de 2017

Mujeres_al_Lente - Graciela Magnoni

Graciela Magnoni

Fotógrafa francesa-uruguaya-brasileña y ha vivido en muchos países desde que era una niña. Durante varios años trabajó como fotógrafa de personal para ISTOE, una revista de noticias en Brasil. Durante los últimos  años Graciela ha viajado por el mundo y se dedicó a la fotografía de calle.   Ella dice que su fotografía es sincera que nunca organiza sus imágenes y que esto hace que sean imágenes autenticas y creíbles.







Más de su trabajo:

http://gracielamagnoni.com/

lunes, 17 de julio de 2017

Rosario Castellanos / Telenovela




El sitio que dejó vacante Homero,
el centro que ocupaba Scherezada
(o antes de la invención del lenguaje, el lugar
en que se congregaba la gente de la tribu
para escuchar al fuego)
ahora está ocupado por la Gran Caja Idiota.

Los hermanos olvidan sus rencillas
y fraternizan en el mismo sofá; señora y sierva
declaran abolidas diferencias de clase
y ahora son algo más que iguales: cómplices.

La muchacha abandona
el balcón que le sirve de vitrina
para exhibir disponibilidades
y hasta el padre renuncia a la partida
de dominó y pospone
los otros vergonzantes merodeos nocturnos.

Porque aquí, en la pantalla, una enfermera
se enfrenta con la esposa frívola del doctor
y le dicta una cátedra
en que habla de moral profesional
y las interferencias de la vida privada.

Porque una viuda cosa hasta perder la vista
para costear el baile de su hija quinceañera
que se avergüenza de ella y de su sacrificio
y la hace figurar como una criada.

Porque una novia espera al que se fue;
porque una intrigante urde mentiras:
porque se falsifica un testamento;
porque una soltera da un mal paso
y no acierta a ocultar las consecuencias.

Pero también porque la debutante
ahuyenta a todos con su mal aliento.
Porque la lavandera entona una aleluya
en loor del poderoso detergente.
Porque el amor está garantizado
por un desodorante
y una marca especial de cigarrillos
y hay que brindar por él con alguna bebida
que nos hace felices y distintos.

Y hay que comprar, comprar, comprar, comprar.
Porque compra es sinónimo de orgasmo,
porque comprar es igual que beatitud,
porque el que compra se hace semejante a dioses.

No hay en ello herejía.
Porque en la concepción y en la creación del hombre
se usó como elemento la carencia.
Se hizo de él un ser menesteroso,
una criatura a la que le hace falta
lo grande y lo pequeño.

Y el secreto teológico, el murmullo
murmurado al oído del poeta,
la discusión del aula del filósofo
es ahora potestad del publicista.

Como dijimos antes no hay nada malo en ello.
Se está siguiendo un orden natural
y recurriendo a su canal idóneo.

Cuando el programa acaba
la reunión se disuelve.
Cada uno va a su cuarto
mascullando un —apenas— "buenas noches".

Y duerme. Y tiene hermosos sueños prefabricados.

viernes, 14 de julio de 2017

Viernes_Ilustradas - Rocio Salazar


Rocío Salazar 

Rocío es una diseñadora e  ilustradora Española, autora del libro “mentiras para ser una mujer de verdad”, ahora conocida por su serie de viñetas llamada "¿Y si no me depilo más?", en las que defiende sus ideas sobre el vello femenino con dibujos "sencillos y directos". Además, ha comenzado otra serie de viñetas titulada 'Ancestras' para "rescatar a grandes mujeres olvidadas de la historia".        







Aquí mas de su trabajo  
@rociosalazarilustradora   

miércoles, 12 de julio de 2017

Mujeres_al_Lente - Melanie Einzig

Melanie Einzig

Fotógrafa con base en Nueva York, miembro de In-Public. Con una formación en arte y fotoperiodismo le apasiona la estética, con gran interés por la gente y la capacidad de identificar los momentos dramáticos clave de cualquier tipo de actividad. Melanie se dedica principalemnte a la fotografía denominada "De Calle" , lo hace de manera muy silenciosa y discretamente para registrar los momentos más genuinos de una forma natural. Junto con los acontecimientos de la vida cotidiana, le encanta cubrir las aperturas de la exposición, galas, actuaciones, reuniones familiares íntimas y bar / bat mitzvahs.







Más de su trabajo:


lunes, 10 de julio de 2017

María Luisa Bombal / El árbol





A Nina Anguita, gran artista, mágica amiga que supo dar vida y
realidad a mi árbol imaginado; dedico el cuento que, sin saber,
escribí para ella mucho antes de conocerla.


El pianista se sienta, tose por prejuicio y se concentra un instante. Las luces en racimo que alumbran la sala declinan lentamente hasta detenerse en un resplandor mortecino de brasa, al tiempo que una frase musical comienza a subir en el silencio, a desenvolverse, clara, estrecha y juiciosamente caprichosa.
"Mozart, tal vez" —piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado de pedir el programa. "Mozart, tal vez, o Scarlatti..." ¡Sabía tan poca música! Y no era porque no tuviese oído ni afición. De niña fue ella quien reclamó lecciones de piano; nadie necesitó imponérselas, como a sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora correctamente y descifraban a primera vista, en tanto que ella... Ella había abandonado los estudios al año de iniciarlos. La razón de su inconsecuencia era tan sencilla como vergonzosa: jamás había conseguido aprender la llave de Fa, jamás. "No comprendo, no me alcanza la memoria más que para la llave de Sol". ¡La indignación de su padre! "¡A cualquiera le doy esta carga de un infeliz viudo con varias hijas que educar! ¡Pobre Carmen! Seguramente habría sufrido por Brígida. Es retardada esta criatura".
Brígida era la menor de seis niñas, todas diferentes de carácter. Cuando el padre llegaba por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las cinco primeras que prefería simplificarse el día declarándola retardada. "No voy a luchar más, es inútil. Déjenla. Si no quiere estudiar, que no estudie. Si le gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos de ánimas, allá ella. Si le gustan las muñecas a los dieciséis años, que juegue". Y Brígida había conservado sus muñecas y permanecido totalmente ignorante.
¡Qué agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue Mozart; desconocer sus orígenes, sus influencias, las particularidades de su técnica! Dejarse solamente llevar por él de la mano, como ahora.
Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente suspendido sobre un agua cristalina que corre en un lecho de arena rosada. Ella está vestida de blanco, con un quitasol de encaje, complicado y fino como una telaraña, abierto sobre el hombro.

—Estás cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a tu ex marido, quiero decir. Tiene todo el pelo blanco.

Pero ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que Mozart le ha tendido hacia el jardín de sus años juveniles.
Altos surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus trenzas castañas que desatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez dorada, sus ojos oscuros tan abiertos y como interrogantes. Una pequeña boca de labios carnosos, una sonrisa dulce y el cuerpo más liviano y gracioso del mundo. ¿En qué pensaba, sentada al borde de la fuente? En nada. "Es


tan tonta como linda" decían. Pero a ella nunca le importó ser tonta ni "planchar"1 en los bailes. Una a una iban pidiendo en matrimonio a sus hermanas. A ella no la pedía nadie.
¡Mozart! Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde ella baja entre una doble fila de lirios de hielo. Y ahora le abre una verja de barrotes con puntas doradas para que ella pueda echarse al cuello de Luis, el amigo íntimo de su padre. Desde muy niña, cuando todos la abandonaban, corría hacia Luis. Él la alzaba y ella le rodeaba el cuello con los brazos, entre risas que eran como pequeños gorjeos y besos que le disparaba aturdidamente sobre los ojos, la frente y el pelo ya entonces canoso (¿es que nunca había sido joven?) como una lluvia desordenada. "Eres un collar —le decía Luis—. Eres como un collar de pájaros".
Por eso se había casado con él. Porque al lado de aquel hombre solemne y taciturno no se sentía culpable de ser tal cual era: tonta, juguetona y perezosa. Sí, ahora que han pasado tantos años comprende que no se había casado con Luis por amor; sin embargo, no atina a comprender por qué, por qué se marchó ella un día, de pronto...
Pero he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano y, arrastrándola en un ritmo segundo a segundo más apremiante, la obliga a cruzar el jardín en sentido inverso, a retomar el puente en una carrera que es casi una huida. Y luego de haberla despojado del quitasol y de la falda transparente, le cierra la puerta de su pasado con un acorde dulce y firme a la vez, y la deja en una sala de conciertos, vestida de negro, aplaudiendo maquinalmente en tanto crece la llama de las luces artificiales.
De nuevo la penumbra y de nuevo el silencio precursor.
Y ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas bajo una luna de primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida se interna playa adentro hacia el mar contraído allá lejos, refulgente y manso, pero entonces el mar se levanta, crece tranquilo, viene a su encuentro, la envuelve, y con suaves olas la va empujando, empujando por la espalda hasta hacerle recostar la mejilla sobre el cuerpo de un hombre. Y se aleja, dejándola olvidada sobre el pecho de Luis.

—No tienes corazón, no tienes corazón —solía decirle a Luis. Latía tan adentro el corazón de su marido que no pudo oírlo sino rara vez y de modo inesperado—. Nunca estás conmigo cuando estás a mi lado —protestaba en la alcoba, cuando antes de dormirse él abría ritualmente los periódicos de la tarde—. ¿Por qué te has casado conmigo?
—Porque tienes ojos de venadito asustado —contestaba él y la besaba. Y ella, súbitamente alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el peso de su cabeza cana. ¡Oh, ese pelo plateado y brillante de Luis!
—Luis, nunca me has contado de qué color era exactamente tu pelo cuando eras chico, y nunca me has contado tampoco lo que dijo tu madre cuando te empezaron a salir canas a los quince años. ¿Qué dijo? ¿Se rió? ¿Lloró? ¿Y tú estabas orgulloso o tenías vergüenza? Y en el colegio, tus compañeros, ¿qué decían? Cuéntame, Luis, cuéntame. . .
—Mañana te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado. Apaga la luz.

Inconscientemente él se apartaba de ella para dormir, y ella inconscientemente, durante la noche entera, perseguía el hombro de su marido, buscaba su aliento, trataba de vivir bajo su aliento, como una planta encerrada y sedienta que alarga sus ramas en busca de un clima propicio.
Por las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya no estaba a su lado. Se había levantado sigiloso y sin darle los buenos días, por temor al collar de pájaros que se obstinaba en retenerlo fuertemente por los hombros. "Cinco minutos, cinco minutos nada más.  


Tu estudio no va a desaparecer porque te quedes cinco minutos más conmigo, Luis".
Sus despertares. ¡Ah, qué tristes sus despertares! Pero —era curioso— apenas pasaba a su cuarto de vestir, su tristeza se disipaba como por encanto.
Un oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. ¿Es Beethoven? No.
Es el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba entrar para que sintiese circular en ella una gran sensación bienhechora. ¡Qué calor hacía siempre en el dormitorio por las mañanas! ¡Y qué luz cruda! Aquí, en cambio, en el cuarto de vestir, hasta la vista descansaba, se refrescaba. Las cretonas desvaídas, el árbol que desenvolvía sombras como de agua agitada y fría por las paredes, los espejos que doblaban el follaje y se ahuecaban en un bosque infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un mundo sumido en un acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero!2 Todos los pájaros del barrio venían a refugiarse en él. Era el único árbol de aquella estrecha calle en pendiente que, desde un costado de la ciudad, se despeñaba directamente al río.

—Estoy ocupado. No puedo acompañarte... Tengo mucho que hacer, no alcanzo a llegar para el almuerzo... Hola, sí estoy en el club. Un compromiso. Come y acuéstate... No. No sé. Más vale que no me esperes, Brígida.
—¡Si tuviera amigas! —suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburría con ella. ¡Si tratara de ser un poco menos tonta! ¿Pero cómo ganar de un tirón tanto terreno perdido? Para ser inteligente hay que empezar desde chica, ¿no es verdad?

A sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas partes, pero Luis —¿por qué no había de confesárselo a sí misma?— se avergonzaba de ella, de su ignorancia, de su timidez y hasta de sus dieciocho años. ¿No le había pedido acaso que dijera que tenía por lo menos veintiuno, como si su extrema juventud fuera en ellos una tara secreta?
Y de noche ¡qué cansado se acostaba siempre! Nunca la escuchaba del todo. Le sonreía, eso sí, le sonreía con una sonrisa que ella sabía maquinal. La colmaba de caricias de las que él estaba ausente. ¿Por qué se había casado con ella? Para continuar una costumbre, tal vez para estrechar la vieja relación de amistad con su padre.
Tal vez la vida consistía para los hombres en una serie de costumbres consentidas y continuas. Si alguna llegaba a quebrarse, probablemente se producía el desbarajuste, el fracaso. Y los hombres empezaban entonces a errar por las calles de la ciudad, a sentarse en los bancos de las plazas, cada día peor vestidos y con la barba más crecida. La vida de Luis, por lo tanto, consistía en llenar con una ocupación cada minuto del día. ¡Cómo no haberlo comprendido antes! Su padre tenía razón al declararla retardada.

—Me gustaría ver nevar alguna vez, Luis.
—Este verano te llevaré a Europa y como allá es invierno podrás ver nevar.
—Ya sé que es invierno en Europa cuando aquí es verano. ¡Tan ignorante no soy!

A veces, como para despertarlo al arrebato del verdadero amor, ella se echaba sobre su marido y lo cubría de besos, llorando, llamándolo: Luis, Luis, Luis...

—¿Qué? ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?
—Nada.
—¿Por qué me llamas de ese modo, entonces?
—Por nada, por llamarte. Me gusta llamarte.

Y él sonreía, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego.

Llegó el verano, su primer verano de casada. Nuevas ocupaciones impidieron a Luis ofrecerle el viaje prometido.

—Brígida, el calor va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. ¿Por qué no te vas a la estancia con tu padre?
—¿Sola?
—Yo iría a verte todas las semanas, de sábado a lunes.

Ella se había sentado en la cama, dispuesta a insultar. Pero en vano buscó palabras hirientes que gritarle. No sabía nada, nada. Ni siquiera insultar.

—¿Qué te pasa? ¿En qué piensas, Brígida?

Por primera vez Luis había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba sobre ella, inquieto, dejando pasar la hora de llegada a su despacho.

—Tengo sueño... —había replicado Brígida puerilmente, mientras escondía la cara en las almohadas.

Por primera vez él la había llamado desde el club a la hora del almuerzo. Pero ella había rehusado salir al teléfono, esgrimiendo rabiosamente el arma aquella que había encontrado sin pensarlo: el silencio.
Esa misma noche comía frente a su marido sin levantar la vista, contraídos todos sus nervios.

—¿Todavía está enojada, Brígida?

Pero ella no quebró el silencio.

—Bien sabes que te quiero, collar de pájaros. Pero no puedo estar contigo a toda hora. Soy un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad hecho un esclavo de mil compromisos.
. . .
—¿Quieres que salgamos esta noche?...
. . .
—¿No quieres? Paciencia. Dime, ¿llamó Roberto desde Montevideo?
. . .
—¡Qué lindo traje! ¿Es nuevo?
. . .
—¿Es nuevo, Brígida? Contesta, contéstame...

Pero ella tampoco esta vez quebró el silencio.
Y en seguida lo inesperado, lo asombroso, lo absurdo. Luis que se levanta de su asiento, tira violentamente la servilleta sobre la mesa y se va de la casa dando portazos.
Ella se había levantado a su vez, atónita, temblando de indignación por tanta injusticia. "Y yo, y yo —murmuraba desorientada—, yo que durante casi un año... cuando por primera vez me permito un reproche... ¡Ah, me voy, me voy esta misma noche! No volveré a pisar nunca más esta casa..." Y abría con furia los armarios de su cuarto de vestir, tiraba desatinadamente la ropa al suelo.

Fue entonces cuando alguien o algo golpeó en los cristales de la ventana.
Había corrido, no supo cómo ni con qué insólita valentía, hacia la ventana. La había abierto. Era el árbol, el gomero que un gran soplo de viento agitaba, el que golpeaba con sus ramas los vidrios, el que la requería desde afuera como para que lo viera retorcerse hecho una impetuosa llamarada negra bajo el cielo encendido de aquella noche de verano.
Un pesado aguacero no tardaría en rebotar contra sus frías hojas. ¡Qué delicia! Durante toda la noche, ella podría oír la lluvia azotar, escurrirse por las hojas del gomero como por los canales de mil goteras fantasiosas. Durante toda la noche oiría crujir y gemir el viejo tronco del gomero contándole de la intemperie, mientras ella se acurrucaría, voluntariamente friolenta, entre las sábanas del amplio lecho, muy cerca de Luis.
Puñados de perlas que llueven a chorros sobre un techo de plata. Chopin. Estudios de Federico Chopin.
¿Durante cuántas semanas se despertó de pronto, muy temprano, apenas sentía que su marido, ahora también él obstinadamente callado, se había escurrido del lecho?
El cuarto de vestir: la ventana abierta de par en par, un olor a río y a pasto flotando en aquel cuarto bienhechor, y los espejos velados por un halo de neblina.
Chopin y la lluvia que resbala por las hojas del gomero con ruido de cascada secreta, y parece empapar hasta las rosas de las cretonas, se entremezclan en su agitada nostalgia.
¿Qué hacer en verano cuando llueve tanto? ¿Quedarse el día entero en el cuarto fingiendo una convalecencia o una tristeza? Luis había entrado tímidamente una tarde. Se había sentado muy tieso. Hubo un silencio.

—Brígida, ¿entonces es cierto? ¿Ya no me quieres?

Ella se había alegrado de golpe, estúpidamente. Puede que hubiera gritado: "No, no; te quiero, Luis, te quiero", si él le hubiera dado tiempo, si no hubiese agregado, casi de inmediato, con su calma habitual:

—En todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay que pensarlo mucho.

En ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían precipitado. ¡A qué exaltarse inútilmente! Luis la quería con ternura y medida; si alguna vez llegara a odiarla, la odiaría con justicia y prudencia. Y eso era la vida. Se acercó a la ventana, apoyó la frente contra el vidrio glacial, Allí estaba el gomero recibiendo serenamente la lluvia que lo golpeaba, tranquilo y regular. El cuarto se inmovilizaba en la penumbra, ordenado y silencioso. Todo parecía detenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Y había cierta grandeza en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable. Mientras del fondo de las cosas parecía brotar y subir una melodía de palabras graves y lentas que ella se quedó escuchando: "Siempre". "Nunca"...
Y así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre! ¡Nunca! ¡La vida, la vida!
Al recobrarse cayó en cuenta que su marido se había escurrido del cuarto.
¡Siempre! ¡Nunca!... Y la lluvia, secreta e igual, aún continuaba susurrando en Chopin.
El verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas luminosas y enceguecedoras como espadas de oro, y páginas de una humedad malsana como el aliento de los pantanos; caían páginas de furiosa y breve tormenta, y páginas de viento caluroso, del viento que trae el "clavel del aire" y lo cuelga del inmenso gomero.

Algunos niños solían jugar al escondite entre las enormes raíces convulsas que levantaban las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba de risas y de cuchicheos. Entonces ella se asomaba a la ventana y golpeaba las manos; los niños se dispersaban asustados, sin reparar en su sonrisa de niña que a su vez desea participar en el juego.
Solitaria, permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el oscilar del follaje —siempre corría alguna brisa en aquella calle que se despeñaba directamente hasta el río— y era como hundir la mirada en un agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea. Una podía pasarse así las horas muertas, vacía de todo pensamiento, atontada de bienestar.
Apenas el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella encendía la primera lámpara, y la primera lámpara resplandecía en los espejos, se multiplicaba como una luciérnaga deseosa de precipitar la noche.
Y noche a noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas. Pero cuando su dolor se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando la asediaba un deseo demasiado imperioso de despertar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurría de puntillas hacia el cuarto de vestir y abría la ventana. El cuarto se llenaba instantáneamente de discretos ruidos y discretas presencias, de pisadas misteriosas, de aleteos, de sutiles chasquidos vegetales, del dulce gemido de un grillo escondido bajo la corteza del gomero sumido en las estrellas de una calurosa noche estival.
Su fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban helando poco a poco sobre la estera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en aquel cuarto.
Melancolía de Chopin engranando un estudio tras otro, engranando una melancolía tras otra, imperturbable.
Y vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar sobre el césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente. Las hojas se desprendían y caían... La cima del gomero permanecía verde, pero por debajo el árbol enrojecía, se ensombrecía como el forro gastado de una suntuosa capa de baile. Y el cuarto parecía ahora sumido en una copa de oro triste.
Echada sobre el diván, ella esperaba pacientemente la hora de la cena, la llegada improbable de Luis. Había vuelto a hablarle, había vuelto a ser su mujer, sin entusiasmo y sin ira. Ya no lo quería. Pero ya no sufría. Por el contrario, se había apoderado de ella una inesperada sensación de plenitud, de placidez. Ya nadie ni nada podría herirla. Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad. Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces de gozar por fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables.
Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la echa hacia atrás toda temblorosa.
¿Es el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe.
Lo habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que empezaron muy de mañana.
"Las raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmente, la comisión de vecinos..."
Encandilada se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista se incorpora y mira a su alrededor. ¿Qué mira?¿La sala de concierto bruscamente iluminada, la gente que se dispersa?No. Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir del cuarto de vestir. De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca aterradora. Era como si hubieran arrancado el techo de cuajo; una luz cruda entraba por todos lados, se le metía por los poros, la quemaba de frío. Y todo lo veía a la luz de esa fría luz: Luis, su cara arrugada, sus manos que surcan gruesas venas desteñidas, y las cretonas de colores chillones.

Despavorida ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora directamente sobre una calle estrecha, tan estrecha que su cuarto se estrella, casi contra la fachada de un rascacielos deslumbrante. En la planta baja, vidrieras y más vidrieras llenas de frascos. En la esquina de la calle, una hilera de automóviles alineados frente a una estación de servicio pintada de rojo. Algunos muchachos, en mangas de camisa, patean una pelota en medio de la calzada.
Y toda aquella fealdad había entrado en sus espejos. Dentro de sus espejos había ahora balcones de níquel y trapos colgados y jaulas con canarios.
Le habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en medio de la calle, desnuda junto a un marido viejo que le volvía la espalda para dormir, que no le había dado hijos. No comprende cómo hasta entonces no había deseado tener hijos, cómo había llegado a conformarse a la idea de que iba a vivir sin hijos toda su vida. No comprende cómo pudo soportar durante un año esa risa de Luis, esa risa demasiado jovial, esa risa postiza de hombre que se ha adiestrado en la risa porque es necesario reír en determinadas ocasiones.
¡Mentira! Eran mentiras su resignación y su serenidad; quería amor, sí, amor, y viajes y locuras, y amor, amor. . .

—Pero, Brígida, ¿por qué te vas?, ¿por qué te quedabas? —había preguntado Luis.

Ahora habría sabido contestarle:

—¡El árbol, Luis, el árbol! Han derribado el gomero.