martes, 6 de octubre de 2020

Antieros / Tununa Mercado



Comenzar por los cuartos. Barrer cuidadosamente con una escoba mojada el tapete (un balde con agua debe acom­pañar ese tránsito desde la recámara del fondo y por las otras recámaras hasta el final del pasillo). Recoger la basura una pri­mera vez al terminar la primera recámara y así sucesivamente con las otras. Regresar a la primera recámara, la del fondo, y quitar el polvo de los muebles con una franela húmeda pero no mojada. Sacudir sábanas y cobijas y tender la cama. La colcha debe cubrir la almohada, bajo la cual se pone el pijama o el camisón del durmiente. Poner en orden las sillas y otros ob­jetos que pudieran haber sido desplazados de su sitio la víspe­ra (siempre hay una víspera que "produce" una marca que hay que subsanar). Un primer recorrido habrá permitido rescatar vasos, tazas, botellas, ropa sucia, depositados sucesivamente en la cocina y el lavadero. Pasar al segundo cuarto que ya ha­brá sido barrido como los otros, el pasillo, y los baños que dan a él. Repetir allí las acciones llevadas a cabo en el anterior: sa­cudir el polvo, airear las sábanas y cobijas, tender la cama con las sábanas bien estiradas (el pliegue es un enemigo), alisar la almohada luego de esponjarla, entrar bien las sábanas y cobi­jas debajo del colchón; en el ángulo de cada uno de los pies, la ropa de cama debe ser entrada en dos etapas, primero ha­cia la derecha y luego hacia la izquierda y viceversa –depende del lado en cuestión– para formar un pico que se correspon­derá geométricamente con el ángulo. El estado óptimo: la ten­sión del lienzo debe ser como la de los bastidores del bordado. En el tercer cuarto predisponerse a tender una cama matrimonial; calcular por lo tanto los movimientos para eco­nomizar el máximo de tiempo posible. La operación de entrar la sábana de abajo y luego la segunda sábana debe hacerse, más allá de toda lógica, por separado; la astucia de plegarlas juntas produce un efecto que no deja dormir en toda la noche. La economía debe consistir, más bien, en agotar el mayor número de operaciones en un lado antes de pasar al otro. Una vez finalizada la etapa de la limpieza y arreglo de las recáma­ras echar un vistazo a cada una para ajustar cualquier detalle que hubiera podido ser dejado de lado; corregirlo; dejar apenas entreabiertas las persianas, la ventana entornada, las cortinas corridas. Gozar un instante, por turno, en el vano de la puer­ta de cada habitación, el quieto resplandor que segrega el in­terior en la semipenumbra. En los baños, tallar con pulidores especiales todo lo que sea mayólica y azulejos. Abrir la llave del agua caliente para lograr vapor, el mejor limpiador de es­pejos. Frotar y frotar hasta sacar brillo, aromatizar con pro­ductos especiales –nunca con el puro cloro, que despide olor a miseria–; reacomodar jabones, jaboneras, botellas de cham­pú, de acondicionadores, potes de crema y cosméticos, dejando fuera de los botiquines la menor cantidad de elementos. Doblar correctamente las toallas, combinando entre la de ba­ño y la de la cara, el color más afín. (Quien limpia no debe mirarse en el espejo.) Fregar el piso, verificar si falta papel, no dejar un solo pelo en ninguno de los artefactos del baño, ni siquiera en los peines y cepillos. Pasar luego a la sala. Recoger todo lo que esté tirado, barrer con un escobillón y pasar des­pués una franela con algún lustrador, solamente para rectifi­car el encerado (tarea que debe realizarse una vez por mes en forma total y que diariamente sólo admite un retoque); qui­tar con un plumero el polvo de los libros y de las hojas de las plantas (éstas también requieren una limpieza profunda cada diez o más días); reubicar, ordenar, meticulosamente dar cier­ta armonía a la disposición de los objetos sobre los estantes, los aparadores, los trinchantes, las vitrinas y todo el mobilia­rio; sacudir los cortinados, darles aire para que queden renovados, con una buena caída. Dar forma a los cojines, estirar perfectamente las alfombras y las carpetas; poner un gran cui­dado en regar las plantas sin desparramar agua. Quitar el pol­vo de los marcos de los cuadros; si hubiera una mancha sobre los vidrios rociarlos con un poquito de limpiador ad-hoc y pa­sar encima una gamuza seca; sacudir también los vanos de las puertas y ventanas, los alféizares, las alfarjías; con un cepillo sacar la tierra de las alforzas. Con un estropajo seco sacarle brillo al parquet. Si los cobres y platas estuvieran tristes darles una pasadita; si las caobas tuvieran la palidez de la depresión, levantarlas con un poco de lustrador. En el sillón más muelle, el de pana verde de preferencia, tenderse unos instantes con un pequeño cojín en el cuello y, desde ese lugar, entregarse a la visión de un espacio deslumbrante, con las cor­tinas a medio cerrar y las ventanas abiertas que dejan pasar, por entre las plantas y los linos, una brisa llena de aromas. En­tretanto habráse puesto en el fuego a hervir un agua, no cual­quier agua, sino la justa y necesaria para echar los huesos del puerco con algunas verduras pertinentes: cebollas de verdeo, hinojos, apio, culantro, tomillo, laurel y mejorana: esta agua hierve a olla y puerta cerrada, lejos de esa atmósfera pura de limpieza que exalta los sentidos en la sala, a mediados del día, cuando la gente se esmera en sus oficinas o se desespera en sus automóviles yendo a las citas de negocios. La brisa ondea el voile pero apenas consigue mover las cortinas, anudadas con un cordón dorado a cada lado del ventanal, en bandeaux. Sa­carse los zapatos para sentir la frescura cálida del terciopelo. Llevar la mano derecha suavemente desde la pantorrilla hasta el muslo y acariciarla, confirmando que esa piel puede perfec­tamente competir con la pana; no subir más arriba la mano; desprenderse la blusa y dejar unos momentos los pechos al ai­re, erguirse y, con la mano en jarras, mirarse el perfil en el es­pejo del fondo de la vitrina, por entremedio de las copas de cristal. Salir de la sala y, previamente, cerrar la camisa, aboto­narla y reacomodar los pliegues de la falda bajo el delantal. Entrar en la cocina, humeante por los huesos que hierven a todo vapor en la olla y cuyo destino es sólo convertirse en ba­se para algún otro manjar. Echar el polvo detergente en un re­cipiente de plástico, el que se usa de costumbre, y hacer una mezcla espumosa con agua caliente; lavar los trastos del desa­yuno: tazas, jarritas, cucharas, cuchillos, platos, todo lo que hubiese sido retirado de la mesa y acumulado en la pileta. Pensar una vez más, como todos los días, que es una lástima no poder usar guantes de hule, aceptando, por consiguiente, el deterioro que los detergentes producen en la piel (hongos incluidos); usar las fibras que el objeto requiera: zacate, lana de aluminio o simplemente esponja. No dejar el trapito que se usa para secar la mesada colgado del mezclador de agua; no queda bien en el orden de la cocina. Limpiar las hornallas, raspar, pulir, frotar hasta dejar todo como un espejo. Sobre los azulejos, pasar un trapo con limpiador en polvo; ir acumulando la basura en un bote pequeño, que después será volcada en el mayor, debidamente protegido con una bolsa grande de plástico o con un forro de papel de diario confeccionado a esos efectos. Pasar el trapo por el piso; una y dos veces, escu­rriendo y chaguándolo cada vez. Ordenar, sobre todo ordenar; guardar en los armarios todo lo que esté afuera; reacomodar las cosas en el refrigerador. Saber, por ejemplo, que una beren­jena, como en el viejo cuento, puede estar arrinconada en el fondo, como bola de toro de exportación; que las zanahorias pueden tener un destino fálico, arrojadas a la puerta de un lu­panar y recubiertas de un opaco preservativo; que los pepinos pueden servir a la muchacha de las historias inmorales en sus ceremonias narcisistas; que el hongo más lúbrico no puede compararse con la morilla que el profesor de lingüística fran­co ruso le propuso a su colega franco alemana en una sesión amorosa vegetal; que las verduras y las frutas —salsifíes, nabos, mangos paraíso y petacones, semillas de mamey, chiles an­chos, pasillas y mulatos, chilacayotes y chayotes, pitayas y camotes— pueden ser el contenido secreto de la valija del viajante que anda de pueblo en pueblo ofreciéndose para ciertas prácticas que responden a vicios particulares.

    Saber todo esto, mientras la olla echa humos que ascien­den al tuérdano, aunque ese tuérdano haya sido reemplazado por una enorme campana con luces y tragaires que le chupan la conciencia a los alimentos. Después arremeter con la cebo­lla, la reina, picarla pertinazmente desde arriba e ir logrando los pedazos más diminutos con ese sistema que, por milagro, puede hasta hacerla desaparecer bajo la hoja del cuchillo; rehogarla en el fuego lentamente, dejando apenas que se dore. Sobre esa base construir el gran edificio, con la carne dejada en pesadumbre durante noche y día, los jitomates, los ajos quemados hasta la extenuación para extraerles toda el alma, la sustancia hecha papilla (¿por qué los ajos tienen que desapa­recer? ¿por qué?), las hierbas, ajedrea predominante, y la copi­ta que se bebe a medida que con ella y otra y otra se alimenta el cuerpo receptivo de la carne por impregnación, macera­ción, "mijotage". El tiempo transcurre agigantando los granos del arroz, creando espumas suplementarias en la superficie del caldo, dejándose invadir por los olores de las hierbas cada vez más despojadas de su esencia, meros tallos, escasas nervaduras que intentan sobrevivir al máximo de sí que se les exprime. Nadie, ningún extraño puede irrumpir en esta sesión en la que todo se hace por hábito pero en la que cada detalle em­pieza de pronto a cobrar un sentido muy peculiar, de objeto en sí, de objeto que se dota de una existencia propia, para no decir prodigiosa. El aceite cubre la superficie de los aguacates pelados, resbala por su piel y se chorrea sobre el plato; el ajo expulsado de su piel con el canto del cuchillo deja aparecer una materia larval; la sangre brota de la carne y, correlativamente, produce una segregación salival en la boca; el limón despide sus jugos apretado por los dedos; la piel de los garban­zos se desliza entre los dedos y el grano sale despedido sobre la fuente; la leche se espesa en la harina de la salsa; el huevo sale de su cáscara y deja ver su galladura; la pasta amasada en forma de cilindro se estira sobre la mesa y rueda bajo la pal­ma de la mano; al calamar le salta, por acción de los dedos, una uña transparente de su mero centro; a la sardina le brota un pececito del vientre; la lechuga expulsa su cogollo. Volver a desabotonarse la blusa y dejar los pechos al aire y, sin mu­chos preámbulos, como si se frotara con alguna esencia una endivia o se sobara con algún aliño el belfo de un ternero, cu­brir con un poquito de aceite los pezones erectos, rodear con la punta del índice la aureola y masajear levemente cada uno de los pechos, sin restablecer diferencias entre los reinos, mez­clando incluso las especies y las especias por puro afán de ve­rificación, porque en una de esas a los pezones no les viene bien el eneldo, pero sí la salvia. Dejar que los fuegos ardan, que las marmitas borboteen sus aguas y sus jugos y que la campana del tuérdano absorba como un torbellino los vahos. Apagar y, en el silencio, percibir con absoluta nitidez el ruido de la transformación de la materia. Rememorar que adentro, todo está listo, que no hay nada que censurar, que en cada si­tio por el que pasaron las escobas y los escobillones, las jergas y los estropajos, todo ha quedado reluciente, invitando al reposo y a la quietud del mediodía; confirmarse también, y una vez más que, salvo algún proveedor a quien no hay que abrirle, nadie vendrá a interrumpir la sesión hasta casi las cuatro de la tarde. Poner, no obstante, el pestillo de seguridad en la puerta; quitarse lisa y llanamente la blusa y, después, la falda. Quedarse sólo con el delantal, mientras, con diferentes cucha­ras, probar una y otra vez, de una olla y la otra, los sabores, rectificándolos, dándoles más cuerpo, volviendo más denso su sentido particular. Con el mismo aceite con que se ha freído algunas de las tantas comidas que ahora bullen lentamente en sus fuegos, untarse la curva de las nalgas, las piernas, las pan­torrillas, los tobillos; agacharse y ponerse de pie con la preste­za de alguien acostumbrado a gimnasias domésticas. Reducir aún más los fuegos, casi hasta la extinción y, como vestal, pa­rarse en medio de la cocina y considerar ese espacio como un anfiteatro; añorar la alcoba, el interior, el recinto cerrado, prohibidos por estar prisioneros del orden que se ha instaurado unas horas antes. Untarse todo el cuerpo con mayor meti­culosidad, hendiduras de diferentes profundidades y carácter, depresiones y salientes; girar, doblarse, buscar la armonía de los movimientos, oler la oliva y el comino, el caraway y el curry, las mezclas que la piel ha terminado por absorber trastornando los sentidos y transformando en danza los pasos cada vez más cadenciosos y dejarse invadir por la culminación en medio de sudores y fragancias.

martes, 29 de septiembre de 2020

Sin llevarla / Griselda Gambaro



¿Adónde? Fue siempre adonde quiso ir. Por lo menos, esto creyó durante mucho tiempo.
La familia siempre la consideró rara, pero con una de esas rarezas apacibles que no incomodan. Tenía un modo de decir sí a todo que provocaba en los otros una turbación pasajera, a veces tan escondida que ni la percibían. Resultaba placentera su aceptación, el existir borrándose, no de una manera dificultosa sino mansa y natural. Tenía deseos como todo el mundo, pero no le importaban demasiado. Consideraba que había conseguido lo mejor de la  vida, y que por esta razón todo lo demás era, en cierto sentido, accesorio.
La primera vez que se miró al espejo con una mirada no habitual, escrutadora y de reconocimiento, fue bastante tarde, había conseguido eso que era lo mejor de la vida, ya se había casado y tenía hijos; ella los imaginaba felices, y era cierto. Su existencia había sido favorecida enteramente en la desigual distribución de dicha y fatalidades. Sin embargo, sentía un difuso sentimiento de pérdida.
Ella se miró al espejo y su marido, un poco más atrás, miró también. Él la vio como siempre y le sonrió. Había cambiado apenas, era una mujer rolliza, de pelo muy negro, de cutis todavía lozano y boca generosa.
Él le sonrió con una sonrisa que confirmaba todo esto, lo que siempre ella había sido, lo que él amaba. Cuando se conocieron, la aceptó totalmente, mezcló defectos y virtudes, aspectos queribles e irritantes, como esa tendencia a la gordura, ese temperamento apático, sin distinguirlos ni juzgarlos en ese ser que había encontrado y que no pretendía distinto.
Ella respondió a la sonrisa con una acentuación amplia y tranquilizadora, porque sabía lo que él pensaba. Desde hacía treinta años él pensaba, sentía, que era él quien amaba más de los dos. No podía franquear el desnivel instaurado entre ellos desde el principio, desde la mirada inicial, el primer contacto. Como él decía, entre burlas y veras, contradecido sin saberlo en su deseo más hondo, en una relación de dos hay siempre uno que ama y otro que se deja amar. “El amor, mi joven amigo, por una vez que me enaltece, dos veces me humilla.” Ella no lo humillaba, por supuesto, o sí, de una manera sutil y poco generosa de la que estaba consciente. El dejarse amar era la primera humillación que le imponía, no era por amor que decía sí con tanta facilidad sino por indolencia, la conformidad sin esfuerzo quitaba peso y valía a los deseos de él. Aceptaba todos sus planes y propósitos, se plegaba dócilmente, y él sentía que no ganaba nada porque solo en la oposición hay fruto, solo en el doblegamiento amoroso que no borra a nadie sino que sitúa al otro por encima de uno.
Alguna vez ella había intentado decir no, oponerse y argüir vivamente “este es mi deseo”. Pero el impulso no le duraba, era una resistencia tibia, inconvincente. “Vayamos de vacaciones al mar”, y ella prefería la montaña, ¿pero cuánto la prefería? No demasiado. La naturaleza no era su pasión.
“Adónde?, preguntaba, tratando de mantener una terquedad fingida. “Me aburre la costa”, declaraba con un suspiro, e imaginaba, para sostenerse, el ruido de los altoparlantes en el pueblo y la multitud de ociosos luchando contra el tedio inconfesado, la obligatoriedad de la diversión. “Vayamos a la montaña”, proponía.
“Al mar” decía él. Al mar, con las largas caminatas y el crepúsculo abierto sobre el océano que miraban abrazados hasta que oscurecía.
El dibujo de las olas sobre la playa, pensaba ella, y en seguida se achataban las montañas, perdían sus arbustos y sus árboles, secos los riachos con cauce de piedras.
Y él se daba cuenta de que no era por amor hacia él que ella accedía, era porque la playa, el viento y la sal habían reemplazado sin trabajo las imágenes de cuestas y subidas, de rocas y riachos transparentes. Tanto le daba respirar un aire que otro, y esta aquiescencia le pesaba más que un rechazo rotundo porque accedía por la blandura de sus entusiasmos, no por amor.
Durante toda la vida, ella supo que era él quien amaba con absoluta necesidad y constancia.
En cambio, ella solía desear vagamente ausencias que no se producían, el recorrido silencioso por la casa desierta, donde ella se mostraría como era, desmañada en los gestos, desinteresada de la utilidad de las cosas y sobre todo ajena y sin lazos. Rodeada de esa afección inalterable, esto le provocaba la sensación penosa de disponer de un amor pequeño en un corazón tironeado por la indiferencia.
Buscaba la soledad en los momentos menos oportunos, cuando su presencia se requería íntegra. Cuando inclinaba la cabeza de un modo particular, frunciendo el ceño como si alguien le murmurara en el oído palabras que no entendía, y se demoraba con un plato a medio enjuagar entre las manos, él percibía que ella se alejaba. La miraba fijamente hasta que reanudaba su tarea y descubría los ojos de él clavados en ella con reproche. “¿Por qué te vas?” decían esos ojos en su inmovilidad atormentada, y ella contestaba “vuelvo”, pero la brecha estaba abierta, insignificante y sin embargo, capaz de producir dolor.
En la parentela numerosa siempre se festejaban cumpleaños, casamientos, y él aceptaba estoicamente el compromiso. Ella iba con alegría y una suerte de expectativa infantil, que no mantenía mucho rato. Ya en la fiesta, hablaba poco con la gente, su curiosidad frágil se fatigaba con rapidez y entonces, se aislaba en un rincón, perdida en algún lugar de sí misma, recorriendo casi a tientas un paisaje elusivamente familiar, más lleno de brumas que de precisiones. Dejaba su cuerpo como una cáscara y él, que concurría por obligación, aunque a la postre se integraba más que ella, se sentía estafado. Le ofrecía una copa que ella no veía, y le decía, entre cariñoso y molesto: “¿Que te pasa?”
Ella tenía entonces una sonrisa culpable y contestaba instantáneamente : “Nada”. Y por un momento charlaba y bebía hasta que el ruido, las risas, los saludos, tantos rostros que de puro distraída le costaba reconocer, la encerraban nuevamente en esa ensoñación incierta donde no entraba nadie, pero de la que ella volvería con ganas de mirar a los otros, de conversarles, de saber quiénes eran o qué hacían. Con decepción, él interrumpía el primer paso de su retorno, y en su impaciencia no podría saber nunca que ella volvería indefectiblemente, “¿qué te pasa?”, preguntaba estafado.
De regreso a la casa, él guardaba un silencio ominoso, y ella se prendía de su brazo, entrelazaba sus dedos con los de él, e intentaba hacerse perdonar. Charlaba comentando la fiesta como si en realidad hubiera estado allí todo el tiempo, una mujer rolliza vestida de azul, apenas maquillada, una copa en la mano y la sonrisa ligera atenta a las bromas. Le hacía sentir que reconocía su error y lo lamentaba; le infundía la seguridad de que en el futuro nunca se alejaría de él, ni aun en pensamiento. No podía explicar su actitud, salvo dicíendose que lo amaba, pero menos que él, quien jamás interponía ausencias y la incluía en todos sus instantes.
Cuando ese día se miró al espejo -la protectora sonrisa amparándola más atrás- descubrió entre su pelo un desgraciado mechón, amarillento y gris.
Él tendió la mano ocultándolo con otro que conservaba su color y ella, si no lo hubiera descubierto antes, habría pensado que sus cabellos se mantenían inalterablemente oscuros. Y después, ya no necesitó mirarse, se dio cuenta de que su cuerpo cambiaba  a través de su alma inmortal, de sus sentimientos que no le comían el corazón y le permitían apartarse en una especie de búsqueda que no guardaba relación con nadie, el pecado y la sed de soledad.
Estaban acostados y ella deslizaba la mano por las costillas de él, el hueco tierno del estómago, la curvatura del vientre, lo acariciaba en un reconocimiento antiguo y siempre nuevo, y sintió el cambio en su cuerpo, como si fuera su cuerpo el que recorriera y no el del hombre semidormido a su lado, lo percibió con esa veracidad inexorable que impone la carne cuando habla y dice: así soy. Tanteó sus senos y los encontró blandos y sin consistencia. Y más abajo, registró una hendidura sobre el estómago, un cauce estrecho y profundo formado a lo largo de los años por infinitas arrugas, hasta entonces discretas e imperceptibles. Se volvió de espaldas y no habló de su descubrimiento, como si señalara un término del bienestar e inaugurara otro, casi de vergüenza.
Y él se pegó a su cuerpo, y le acarició los hombros con un gesto que quedó detenido por el sueño.
Al día siguiente, ella observó otros mechones encanecidos, no ya un mechón aislado que era posible ocultar. Él tuvo una sonrisa de incomprensión. La tomó de la mano y la alejó del espejo. “Coqueta”, bromeó. “¿Viste?”, dijo ella. “Nada”, contestó él, definitivo, y la  abrazó con fuerza. Y de nuevo, la oprimió la mezquindad de sus inseguridades. Quien sabía querer no era precisamente ella; él la seguiría contemplando sin advertir desmedros, lozana como en una foto de juventud.
Salió de compras y un hombre ka abordó en la calle. Le preguntó una dirección mientras sonreía mostrando dientes muy blancos, incisivos voraces. “En realidad quiero charlar”, dijo, arrimándose un poco. Ella retrocedió, pero arrastrada por su indolencia, que en este caso podía confundirse equívocamente, le prestó oídos y él la invitó a tomar café. Si tenía tiempo. “Tengo”, dijo ella.
Sentada a la mesa de un bar, frente a ese desconocido que hablaba mucho y que abusaba risueño con repentinas confianzas, sujetarle la mano que retraía, tocarle los cabellos, asegurando su preferencia por esos mechones blancos que matizaban su pelo oscuro, ella se dijo que procedía mal. Se hurtaba al contacto fugaz, pero insistente, ocultaba sus pies bajo la silla, perseguidos y enlazados, y no experimentaba fastidio. La lisonjeaba el interés de ese hombre, más joven que ella, y lo miró con curiosidad, sin creer todavía que ella pudiera despertar algún interés en otro que no fuera ese único hombre que la había amado desde siempre y que la amaría con sus senos fláccidos y su cabellera encanecida. Y cuando volvió a su casa, no contó su encuentro casual en la calle, que había terminado con una solicitud directa que debía prever, con una propuesta expresada crudamente, o no, por que ella, en su ambigüedad, podía haber parecido propicia, y se sintió culpable de tener un secreto, aunque el secreto (el provocar deseos en otro) era como un homenaje hacía aquel único hombre con quien estaba en deuda de sentimientos.
También se sintió distinta con ese otro, y pensó si ella escondía por azar mujeres desconocidas con las que nunca había tratado, una ávida de aventuras oscuras, otra ligera e intrascendente, capaz de enhebrar una conversación cargada de sobreentendidos, capaz del juego, nunca practicado, del rechazo y la atracción, de rehuir con el mismo gesto una mano que se llama, pero este conocimiento la perturbó y clausuró enseguida la puerta a esas otras mujeres que no podía ser, que no quería ser, por miedo o elección.
Continuaron los días y se aferró a ellos porque adhería a su tranquilizadora sucesión, a las alternativas previsibles de la limpieza y las compras, del cansancio y del reposo. Los hijos y nueras venían a visitarlos y ella sufría un desasosiego que la desubicaba porque no podía ponerle nombre ni motivo. Los hijos bromeaban con sus canas aparecidas bruscamente, “la mala vida”, decían y ella fingía que sí y señalaba entre risas al causante, al inocente. No podía mencionar su desasosiego porque cuando insinuaba apenas un estado de inquietud la boca de él se plegaba en un rictus ceniciento, ya que lo entendía como desamor. Si la veía triste ahora, a ella, que siempre había tenido un carácter dulce y parejo, “no me amás más”, afirmaba, y entraba en un humor de tesitura huraña y melancólica. Si el pesar que le provocaba la reacción era prueba de lo contrario, ella se había acostumbrado a sospechar de lo que sentía, desconfiaba de su amor que no era sólido y perfecto, sino cambiante, sostenido en la cresta de una hola que iba y venía, se alzaba y descendía vertiginosa en espuma, inapresable como la misma hola en el movimiento del mar. Y ahora advertía que su amor tenía una cualidad nueva, profunda y dolorosa, que envolvía la raíz de su amor antiguo con otros significados donde no estaban ausentes la vejez ni la muerte, pero lo vivía sola, y una vez más debía reconocer en él una pasión más grande, sin espacios inaccesibles, sin reservas. Y renacía también la sensación de incapacidad, de no estar dotada para los sentimientos, de que había una falacia, quizás el desasosiego, en su corazón que mezclaba el amor por ese hombre con tantas cosas que ella no le dejaba compartir.
Cuando sus piernas se hincharon se agregó otro motivo de vergüenza o culpa. Descubrió que no podía estar de pie mucho tiempo. Y lo miraba a él, que se mantenía joven, erguido, que la acompañaba al médico y acrecentaba su devoción, volviéndose más tierno, imprecisamente secreto.
“¿Secreto?”, preguntó él, como una observación fuera de propósito y rió.
Ella se dijo “que tonta”. Yo soy la secreta porque busco la soledad, y el desasosiego se va transformando en una aceptación que tampoco comparto. Ya no estoy atareada, me han sacado de los hombros trabajos y ocupaciones, permanezco ociosa, mano sobre mano; como en mi infancia contemplo el polvillo que ilumina el sol y casi estoy contenta. Pero no sabía si debía estarlo. Él jamás desfallecía con un gesto de mal humor, sonreía, cálido y afectuoso, pero no la besaba en la boca ni tocaba sus senos, y ella resistía la maligna inquietud de que él miraba para atrás y no perdonaba. Que esta mujer que ahora se dejaba estar, esta mujer tan distinta de la que había sido, no tan distinta, simplemente cambiada, cometía una especie de traición. Que difícil explicarlo, porque ella sentía que de los dos quien amaba más era él.
Y después su leve enfermedad se complicó, le prohibieron comer dulces, que fueron apartados de su alcance con una protección cariñosa, incluso renunció a probarlos él, que siempre había sido muy goloso. Jamás formuló reproches ni evidenció fastidio, aunque ella hubiera podido tentarse. Sentada en su sillón casi todo el tiempo, lo observaba a hurtadillas, cómo deseaba que él envejeciera, que él enfermara, no mucho, un poco, para acompañarla de otra manera. Pero él estaba sano, como si fuera de una materia incorruptible, y la única vejez que había en su rostro era cierta expresión de melancolía, de desilusión. Entonces ella sintió que le renacía el desasosiego y lo cobijó como un sentimiento no deseado, en falta, ya que él estaba exento de todo reproche. Nadie podía cuidarla con mayor abnegación, con una fidelidad que desconocía quebraduras de ocios, de alejamientos. El amor invariable, qué esplendidez, de la que ella, envuelta en búsquedas brumosas e inconsistentes, no había sido capaz.
Él no había cambiado de la manera odiosa y triste que la agobiaba, la seguía contemplando con esa ciega adhesión de la primera juventud y del primer encuentro, con ese amor tan grande que se plegaba sin fisuras a la imagen de la mujer envejecida y taciturna que tenía enfrente.
Un día, ella le pidió un banquito para descansar su pierna enferma. Él abandonó el diario que estaba leyendo, la ayudo a colocar el pie con sus modos gentiles, y la miró largamente.
“¿Por qué me mirás?”, preguntó ella, incómoda, descubriéndose enemiga de aquella que había sido, inclinada sobre ella como una sombra, enemiga de él que miraba a aquella que había sido. Se movió inquieta y repitió la pregunta, que no le surgió mansa sino agresiva.
Y él contestó, con un acento de total sinceridad: “No cambiaste nada”.
Ella vio que él tenía varias arrugas nuevas, un rictus de dolor y amargura en la boca, ¿o nostalgia? También él envejecía, pero con la dignidad de la salud.
Tendió la mano y le acarició las sienes. Hubiera querido besarlo, pegar su boca a la de él con el reconocimiento de la lengua y la saliva. Desde los cimientos, ladrillo sobre ladrillo, él había construido una casa inmutable, pero en la casa, junto al sol de verano, había entrado la lluvia del invierno, la corrosión, el óxido. Entraría la muerte. Y por un momento ella pensó que hubiera sido hermoso esperarla juntos, los ojos abiertos hasta el fin, amarse en la verdad de lo que ya no eran.
“No cambiste nada”, repitió él, y le rozó los dedos en un gesto fraternal.
“No”, lo conformó.
“¿Y yo?”, preguntó él, con la timidez y aprensión de un chico ante un asunto menor que, sin embargo, le significa cuestión de vida o muerte.
“Tampoco”, contestó, vencida.
“No cambiamos”, dijo él y sonrió, borrada la nostalgia. Posó la mano sobre su hombro, y ella alzó la suya y la acarició. Mientras lo hacía, miró su pierna hinchada, cargó el peso y la desdicha de su cuerpo, y pensó en las montañas que ya no podría subir, olió la sal y el viento, las olas dibujando líneas sobre la playa, y recordó cuando los dos contemplaban el mar, en el crepúsculo, hasta que oscurecía. Entonces supo que se había equivocado en el balance de las culpas y los sentimientos, que el amor de él era su propia visión de ella y que no la veía; la había amado una vez, profunda, absolutamente, y había entrado en ese amor sin llevarla.

martes, 22 de septiembre de 2020

Otro / Luisa Valenzuela



Foto: Horacio Pablo Annecca

Ella va caminando por el parque, su pelo al viento, cuando aparece el otro surgido de la nada. Un muchachito con idénticos pantalones negros y la cara totalmente pintada de blanco, una máscara sobre la cual de manera inexplicable se sobreimprime la máscara de ella: sus mismas cejas elevadas, sus ojos azorados. Ella sonríe con timidez y él le devuelve exactamente la misma sonrisa en un juego de espejos. Ella mueve la mano derecha y él mueve la izquierda, ella da un paso amplio y él da el mismo paso, el mismo modo de andar, los idénticos gestos, las cadencias.


Empieza el juego de proyectos, proyecciones. Fantasías como la de lavarle la cara al otro y encontrar tras la pintura blanca la propia cara. O acoplarse  con él como una forma un poco torpe de completarse a sí misma. O dejarlo partir y quedarse sin sombra.
Vanos proyectos mientras el otro la va siguiendo por el parque, reflejando cada uno de sus gestos. Adentrándose cada vez más en la espesura  a dos pasos de distancia. Las mismas expresiones. Hasta que él cruza, sin avisar, sin proponérselo, el abismo separador de los dos pasos y ocupa el lugar de ella. Para siempre.

martes, 15 de septiembre de 2020

Cabeza / Esther Cross




Volvíamos a Buenos Aires con el primer auto que se había comprado mi padre. Era un Fiat 1500 gris oscuro y era, como todos los que tendríamos, un auto práctico y discreto. Mi padre manejaba con una mano en el volante y con la otra repartía manotazos y cachetadas al asiento de atrás, donde mis dos hermanos y yo nos peleábamos para ver quién iba en el medio. Mi madre tenía los brazos cruzados y se mordía el labio. Podíamos verla por el espejo. En el baúl, en una caja de bananas Dole, adentro de una bolsa hundida entre papeles de diario y aserrín, estaba la cabeza del perro. Teníamos que llevarla al Instituto Pasteur. Hacíamos lo que nos habían dicho que teníamos que hacer.
Era una cabeza pesada. El capataz había traído la caja hasta el coche entre las manos, con los brazos colgando. Lo vimos venir desde los galpones, con esa lentitud que marca el tiempo cuando ya es demasiado tarde. Nos saludó levantando el mentón y después esperó a que mi padre guardara las valijas en el baúl. Entonces acomodó la caja de bananas Dole con la cabeza del perro adentro.
Bastaba con ver la mordedura en la pierna de mi hermano menor para darte una idea de la magnitud de la cabeza que llevábamos de viaje. Si hubiera sido la cabeza de un perro chico, igual hubiera sido todo un tema, pero era la cabeza de un perro grande. El perro grande había sido, además, el perro preferido de Gómez, el mensual más viejo y antiguo del campo. Se llamaba Cabeza. Había mordido a mi hermano menor y teníamos que asegurarnos de que no tuviera rabia.
Cabeza mordió a mi hermano menor y después se sentó y nos miró. Mi hermano menor gritó, miramos la herida, miramos el perro, miramos la herida y fuimos para la casa mientras armábamos, entre los tres, la versión que les daríamos a mis padres. La tierra del camino absorbía las gotas oscuras de sangre –los dientes de Cabeza habían atravesado el pantalón–. Antes de llegar, oímos un aullido. Mi hermano más grande dijo que seguramente le estaban pegando al perro. El capataz llegó a la casa un poco después y le dijo a mi padre que le había dicho a Gómez que tenía que matarlo, como castigo. Cabeza estaba muerto.
¿Cuál era el perro que parecía más un lobo que un perro? Cabeza. ¿Cuál era el mejor perro de Gómez? Cabeza. Tenía siempre la lengua afuera y cuando lo veías tirado en la puerta de Gómez era como si tuviera el corazón en la lengua. Después Cabeza se levantaba y parecía que con él se levantaba todo.
Gómez tenía más de veinte perros. Mi madre siempre decía que era un peligro. Mi padre agregaba que si todos tuviesen tantos perros como Gómez, el campo sería un desastre, y sacaba la cuenta –le encantaba–. El tema era una fija cuando nos quedábamos sin tema. Había que decirle que no podía tener tantos perros. Pero nadie quería ofender a Gómez porque era un buen hombre, no tenía familia y era –sobre todo– un hombre leal. Mi padre estaba seguro de que si no podía tener sus perros con él, Gómez iba a irse. Lo decía con una admiración resignada, casi en clave.
A los perros los trataban de usted. A veces se morían. A veces se perdían. A veces se los llevaba el celo. Un perro podía tener varios nombres, que era como no tener ninguno. A veces, en una misma tarde, le decían Mancha o Gancia a dos perros a la vez. Negro era un nombre muy frecuente. Había varios Mancha y un par de Lobos. Cabeza era el único perro que tenía un solo nombre. Nadie se lo confundía. Eso quería decir algo.
¿Lo habían matado? ¿Gómez había tenido que ir a matar a su propio perro? Mi padre entendió el mensaje y era un mensaje lógico para alguien como mi padre. Pero mi madre era especialista en enfermedades contagiosas y plagas. Le dijo a mi padre que ahora no podríamos asegurarnos de que el perro no tuviese rabia o alguna otra enfermedad. Llamaron a Buenos Aires, al doctor Pietro. Tardaron mucho en conseguir. Cuando dieron con Buenos Aires, se oía mal y mi madre tenía que gritar para que el doctor la oyera. De un lado, la voz de mi madre; del otro, la voz del doctor Pietro y en el medio el sonido de la distancia, la acústica débil, la interferencia.
Oímos lo que dijo el capataz y los tres vimos a la vez, cada uno por su cuenta, a Gómez que se alejaba, en nuestra imaginación, de espaldas, seguido por Cabeza, hacia el monte, con sus tristes intenciones. Mi hermano más grande dijo, al rato, que seguramente el perro no había sospechado nada y mi hermano menor y yo asentimos porque los tres habíamos pensado la muerte de Cabeza de la misma manera. El hombre. El monte. El perro. El sacrificio. A lo mejor el perro había sospechado pero la lealtad al amo que lo llamaba le había ganado al miedo.
Era el único perro que no teníamos que tocar. No lo toquen, nos decían. Hasta el mismo Gómez dijo una vez no lo toquen, cuando nos vio mirándolo, y fue la única vez que oímos hablar a Gómez. Y mi hermano menor lo tocó. Y al perro lo mataron. Y ahora íbamos en el auto, con la cabeza de Cabeza en el baúl, adentro de una caja de cartón. Teníamos que entregarla al Instituto Pasteur antes de que se pudriera.
El policía estaba parado en medio de la ruta. Hacían eso seguido. Sabías que ibas a encontrarte con alguno cada tantos kilómetros. Estábamos cerca de Daireaux. Nos dimos cuenta porque el olor del frigorífico ya contagiaba todo. Habíamos salido tan temprano que después de hacer más de cien kilómetros seguía siendo temprano. El policía hizo señas para que mi padre frenara al costado de la ruta. Mi madre se dio vuelta y nos retó aunque no estábamos haciendo nada.
El oficial era gordo y tenía la cara mojada. Pero no transpiraba solamente por el calor del verano. Transpiraba desde adentro. Ese hombre iba a explotar en cualquier momento. Tenía dedos gruesos y uñas en pico.
Cuando mi padre abrió el baúl vimos, por el vidrio, que el policía tocaba las valijas con su bastón, como si le diera asco meter la mano adentro de nuestro auto. Sin embargo, cuando hundió el bastón una, dos, tres veces en el mismo lugar parecía concentrado y para nada molesto. Era un buitre y había encontrado algo.
Mi padre tuvo que sacar la caja del baúl y la apoyó en el suelo. El policía le hizo señas para que se callara. Los policías nunca te dejaban hablar. Donde empezaba la policía se terminaban las explicaciones. Mi padre se agachó para abrir la caja. El policía dio un paso hacia atrás. Después gritó como en una clase de gimnasia.
Mi padre se levantó y se apoyó contra el auto, con las piernas abiertas. Le dijo a mi madre que no se preocupara. Entonces el policía lo agarró de la camisa, lo echó hacia atrás y lo tiró contra el vidrio. Vimos la cara de mi padre, que se aplastaba contra el vidrio y mi madre gritó. Aunque no estuviera prohibido llevar la cabeza de un perro en el baúl de un auto, el policía trataba a mi padre como si fuera un criminal. Mis dos hermanos y yo empezamos a saltar adentro del auto, a golpear el techo con los puños. El policía agarró a mi padre del brazo y se lo llevó a un costado. Mi hermano más grande bajó la ventanilla del auto y en el auto entró el olor de la mañana, de la cabeza, del frigorífico y de algo todavía más fuerte y concentrado, que a lo mejor era el olor de todo eso a la vez.
El doctor Prieto le había dicho a mi madre que como el perro estaba muerto y no podíamos llevarlo para que lo examinaran en el Pasteur, teníamos que llevar la cabeza. Mi padre le agradeció el gesto de lealtad al capataz y, sin hacer hincapié en el hecho de que había sido un error matar al animal, le dijo que tenían que cortarle la cabeza. El capataz asintió. Después fue a buscar a Gómez y le dijo que tenía que cortarle la cabeza a Cabeza, que había quedado tirado en el monte. A la mañana, antes de que saliera el sol, Gómez le había dado al capataz la caja de cartón con la cabeza adentro. Teníamos que llevarla lo antes posible. Podían analizarla y saber si el perro tenía rabia.
Mi padre entró al auto mientras nos chistaba. Tenía que hacer algo y no quería que lo interrumpieran. Estaba enojado. Abrió la guantera. Sacó la billetera. Se metió el fajo de billetes en el bolsillo y salió del auto. El policía se paró delante de él, y lo cubrió con su espalda azul y maciza mientras estiraba la mano. Así eran las cosas y pagabas. Después mi padre vino al auto, cerró el baúl, entró, se sentó y arrancó sin contestarle a mi madre, que quería volver para buscar la caja con la cabeza del perro.
–Hijo de puta –dijo mi padre con la cara colorada, con los ojos clavados en el espejo retrovisor. Apretaba el volante con tanta fuerza que los dedos se le habían puesto blancos.
¿Y la cabeza? Preguntaron mis hermanos. ¿Se había podrido y por eso la había dejado tirada en el pasto? ¿Tenía gusanos, tenía los ojos abiertos, tenía espuma en la boca y sangre seca en el cuello? ¿Se veían las venas y los restos de carne en una cabeza recién cortada? Mi padre nos dijo que la cabeza que estaba en la caja de bananas Dole no era la cabeza de Cabeza. Era la cabeza de otro perro de Gómez. Cabeza debía estar corriendo por algún lado.
“Seguro que se fue”, dijo mi padre, con una admiración resignada, casi en clave. Se refería a Gómez, por supuesto.
Volvíamos a Buenos Aires en el primer auto que tuvimos. El sol ya había salido. Pasamos los carteles que decían Daireaux. Seguimos viaje.

martes, 8 de septiembre de 2020

Dejarse llevar / Liliana Heer

Foto: Verónica Bellomo 
                                          
Esa tarde, después de regar las plantas y recoger algunas prendas del patio, Alba comenzó a hojear el diario deteniéndose como de costumbre en dos secciones: Espectáculos y Avisos Clasificados. Su madre había ido a misa y esos momentos de soledad no dejaban de tener un singular atractivo.

Empezó por la crítica extensa de una película española. Un hombre sometía a máximas mutilaciones a su hermanastra convirtiéndose luego en víctima, debido a un accidente que lo obligó a permanecer el resto de sus días al cuidado de ella.

Los cuidados de su madre eran tan esmerados que por un instante deseó verla inmóvil o con alguna imposibilidad que no le permitiera circular más allá de los habituales registros de la feria. Cuando niña exigía su presencia constante para salvar la sensación de ser diferente a los demás. Después, una serie de hechos como la muerte del padre y el traslado del hermano mayor fueron cristalizando su reducido entorno. Ignoraba si los obstáculos provenían de su persona, o si la falta de acceso a los lugares que su edad requería era la causa del aislamiento.

Una fotografía llamó su atención. Mostraba a un hombre en una toma de medio cuerpo, con un brazo extendido hacia arriba y el otro hacia el costado, en postura de abrazar los barrotes de una celda. El sweater a rayas, la boca entreabierta y el cabello hasta la altura de las cejas. Bajo la foto estaba escrito el siguiente texto: “El Sena arrastra un cuerpo humano; en tales circunstancias el río adquiere un contenido solemne...”

Alba miró el reloj y comprobó que aún faltaba tiempo para que su madre volviera. Extrajo del ropero un cuaderno y se dispuso a tomar nota de algunos avisos de empleo. Varias páginas se encontraban cubiertas con direcciones a las cuales ya había mandado cartas, sin obtener respuesta en algunos casos, y en otros no pudiéndose presentar por haber obviado ciertos detalles. Registró primero el pedido de una maestra para enseñar dos idiomas (francés y alemán) a siamesas de nueve años, con el beneficio de una doble remuneración aunque la tarea fuese realizada al unísono. El segundo aviso consistía en el pedido de alguien cuya exclusiva actividad sería permanecer en un domicilio esperando la llegada de mercaderías que a la vez debería reenviar a otra dirección. Al tercero demoró en copiarlo. Lo leyó varias veces. Se trataba de la búsqueda de una secretaria para la Nueva Agencia de Relaciones Matrimoniales entre Personas Impedidas.

Alba desconocía por completo la existencia y por lo tanto el funcionamiento de este tipo de institución. Una sonrisa alteró su rostro, con rápidos movimientos comenzó a revisar los diarios de días anteriores con el objeto de encontrar mayor información sobre el tema, pero lo único que figuraba era el número de una Casilla de Correos: 3457. Ante lo infructuoso del intento resolvió escribir solicitando el cargo. De ese modo, en el caso de ser aceptada, podría conocer el sitio al cual dirigirse como solicitante del servicio. Para despertar el interés de los directores de la agencia, acompañó la solicitud con una fotografía de cuerpo entero de una mujer de 23 años, rubia, de aspecto extranjero y vestimenta acorde con los anteriores caracteres, y aclaró en la posdata: “La toma fue procesada en la ciudad de Munich el quince de marzo de 19. Cuando fui elegida Miss Secretaria. Espero que en este país el parámetro de observación sea equivalente”.
Su ocurrencia logró calmar la inicial inquietud. Alba dio por sentado que mediaban cortos días entre su ostracismo y el promisorio ingreso a un nuevo status familiar. Múltiples fueron las ideas que se fue planteando: estaría frente a personas cuya tarea consistía en detectar defectos para su mejor agrupación, por ende, no sería necesario ocultar los suyos. Esto en principio le resultaba inimaginable. Todos sus esfuerzos desde aquella fiesta de comunión, en que la diferencia se hizo indisimulable, habían estado centrados en concebir estrategias de engaño o revertir la situación de tal manera que el descolocado fuese el otro. Ahora presentaría sus síntomas con parsimonia. Después de todo, entre los incapacitados, su invalidez no era de las peores. Muchas veces se había detenido a observar la ceguera de una empleada de correos cuya función era hacer encomiendas. También, movida por la curiosidad, había seguido los juegos del conjunto mogólico constituido por los hijos menores del sacristán.

Un entusiasmo creciente se apoderó de Alba. Su desacostumbrada solicitud despertó en la madre una simétrica violencia. La señora entendía cualquier cambio como el producto de una desubicación. El peso de su cruz estaba tan calibrado que cualquier alteración la hacía sentir invadida por un malestar evidenciado mediante reproches. Alba, aunque consciente de la función de los reproches, mezcla de descarga y toma de poder, no podía evitar el enmudecimiento acompañado de dolor a la altura de las cuerdas vocales y lagrimeo. Esa noche conservó el estilo, pero sin lágrimas y se recluyó en su habitación a pensar en el encuentro que tendría con los candidatos.

Si bien le resultaba difícil mantener una postura realista por su tendencia al fantaseo, consideró de suma importancia hacerlo. De su padre hubiera querido heredar ese sutil respeto hacia la óptica clara en momentos complejos. El la hubiera ayudado con un papel y un lápiz haciendo cuadros de los posibles injertos. Su recuerdo la llevó a la aplicación del método. Comenzó por enumerar las malformaciones con puntajes decrecientes, acordes a la gravedad. Por ejemplo, mientras a un paralítico le adjudicaba un punto, a un hemipléjico dos y a un rengo nueve. Su predilección por los rengos la conmovió; la conmovió el contraste de dos figuras opuestas ligadas por un balanceo. “Incorruptible” “reverencia” “incorruptible” “reverencia” “incorruptible” “reverencia”. De frente, firme, armado y al paso siguiente, incluso en el intervalo, un soslayo imprevisto y: a todo servicio, siempre que quiera, de rodillas, tengo sed. Nada más que gestos: entretelones de duda.

Alba juzgó que su puntaje no alcanzaba la altura del signo anhelado; los ejercicios tempranamente iniciados habían sido incompletos y carecía de fluidez para entablar una comunicación franca con sus elegidos. Sin embargo, escalonó en abanico las diferentes clases que la categoría rengos incluía. Supuso que las variedades a tener en cuenta podrían estar determinadas por nacimiento versus adquisición y accidente versus enfermedad. El factor entrenamiento podía llegar a alterar los cruces, no obstante, era un considerando que por el momento excedía su análisis. Optó por dejar de lado “pie cobo”, concentrándose durante varias horas en diferentes tipos de prótesis; luego tomó la decisión de acostarse por sumatoria de cabeceos.

Los días anteriores al recibo de la carta fueron ricos en conjeturas. El giro se dio después. Frente a la carta de aceptación, con una amable cita, sus manos empezaron a temblar en contrapunto con un dolor agudo en las cuerdas vocales.

¿Cómo podía una simple respuesta alterar su festiva actitud de entrega, siendo previsible el contenido de la carta y coincidente con el entusiasmo que había sentido al enviar la fotografía? Se miró en el único espejo que había en la casa; como era pequeño recortaba sus cuatro extremidades. Miró la imagen revertida con la promesa de recurrir a un espejo mayor. Miró con ojos que intentaron borrar anteriores miradas de rutina. Atravesó el caparazón de su rostro mudo y con suavidad entreabrió los labios. Entreabrió los labios como para pronunciar su nombre, olvidada de las muecas, y todos los dientes le sonrieron. El nombre aún resonaba mientras ella con la mano en el mentón, índice de una espera, emprendió un diálogo que incluía sus ojos. Ya no miraban mirar, húmedos en caleidoscópico brillo vieron abrirse el íntimo acuerdo conquistado. La gracia de esa reversión persistió en otros espejos en los que con similar efervescencia, superando las costras, Alba observó los músculos y las turgencias que la conformaban. Cuello, hombros, dos brazos que no podían dejar de tocarse, el pecho con senos sedientos, la cintura velada por la vestimenta, pero intuida por los roces, más en las caderas y los muslos firmes. Poco conocía de su espalda. A sus piernas entreabiertas también las sintió desconocidas. Ella sola no podía hacerlo todo. Sería bueno ir, así, dejarse llevar al igual que el cuerpo arrastrado por las aguas del Sena.

martes, 1 de septiembre de 2020

Con las manos atadas / Claudia Piñeiro





Abrieron la puerta del baño y nos empujaron dentro. El más gordo nos tumbó en el piso, nos sentó espalda con espalda y, con una soga, nos ató las manos juntas. Luego salió y cerró la puerta con llave. Quedamos en silencio esperando que se fueran, todo lo que había de valor en la escribanía ya se lo habíamos entregado. Sin embargo, antes de irse, dieron una última revisada. Por el ruido sabíamos que estaban estrellando los libros contra el piso. La escribana estaba muy asustada, no debe ser fácil para una mujer joven y linda como ella pasar por una situación así. No es que a mí no se me hubiera cruzado por la cabeza que a lo mejor los tipos me terminaban pegando un tiro. Pero el susto de ella era distinto. Yo vi cuando el gordo le miraba las piernas con ojos libidinosos. Creo que si no fuera porque el que hacía de jefe lo apuraba todo el tiempo, terminaba haciéndole cualquier cosa. Tuvo suerte la escribana, la sacó barata.
Del otro lado de la puerta se oyó el ruido de un chorro de agua cayendo desde cierta altura.
–¿Y eso? –dije.
–Están meando, Gutiérrez –me contestó la escribana.
–Mientras no sea sobre el protocolo...
–¡Me importa un carajo el protocolo, Gutiérrez!
La escribana es un poco mal hablada. Una pena, no le queda bien. Y tampoco entiende demasiado del oficio de notario. Un escribano cuida el protocolo como a su propio hijo. Yo no tengo hijos, pero me lo puedo imaginar. A mí sí que me importaba que orinaran el protocolo. Pero claro, mi vida es esta escribanía. Todo lo que soy lo aprendí en este lugar. El tío de la escribana me lo enseñó. El doctor Azcona, el escribano. Él sí que hacía un culto de esta profesión. Para él preparar un testimonio, certificar una firma, hacer un estudio de títulos, eran palabras mayores. Él sabía lo que significaba dar fe; si Azcona ponía la firma uno se podía quedar tranquilo. En cambio esta chica, si no fuera porque estábamos Mirta y yo, no sé qué hacía. Mucha universidad y todas esas cosas, pero cuando hay que ir a los bifes, no entiende nada. El doctor Azcona no tenía hijos. En realidad a mí siempre me trató como a un hijo. Yo creo que fue para agradecerle todo lo que hizo por mí que me puse a estudiar abogacía. Y eso que cuando empecé ya había cumplido treinta y ocho años. Me costó bastante. Hubo materias que tuve que dar como tres o cuatro veces. Creo que por esa carrera me terminé separando de Julia. Yo no paraba ni un minuto. Las pocas horas libres que me dejaba la escribanía se las dedicaba al estudio, y ella se sintió sola y se terminó yendo. En el fondo la entendí. Julia había entrado en una edad difícil para una mujer. Además siempre tuvimos tiempos distintos, para todo. Al año de separarme me recibí de abogado y empecé con las materias para ser escribano, que era lo que yo realmente quería. El doctor estaba orgulloso de mí. Siempre me preguntaba cómo me iba en los exámenes, me prestaba libros. Yo estaba seguro de que cuando me recibiera, si pasaba el examen, iba a terminar siendo adscripto a su registro. Estudié tres años seguidos para dar ese examen pero nunca lo di. Porque entonces apareció ella, una sobrina que yo nunca había oído nombrar, con veintisiete años y el título de escribana recién sacado del horno. Me acuerdo de que el día que Azcona me llamó a su oficina y me dictó el borrador del poder por el que le dejaba todo a ella fue como si me hubieran tirado una balde de agua fría. Cuando pasé el poder al libro, me equivoqué tres veces, tuve que hacer tres enmiendas. La primera vez en mi vida que me equivocaba en el libro.
–Al fin perdiste la virginidad, Gutiérrez –me había dicho Mirta riéndose, mientras yo salvaba.
Se escuchó el golpe de la puerta de entrada al cerrarse, y luego un silencio.
Se fueron...
–¿A usted lo espera alguien, Gutiérrez?
–No... yo soy solo... me separé hace un tiempo.
–Entonces si no hacemos algo, hasta mañana no nos encuentra nadie.
Intentamos sacarnos la soga pero enseguida nos dimos cuenta de que era imposible y de que, cuanto más tirábamos, más se ajustaba el nudo.
La escribana giró sus piernas hacia la puerta y la empezó a patear. Yo la miré sobre mi hombro. Alcanzaba a verle la pantorrilla. En una de sus patadas se le voló un zapato. Traté de decirle que me parecía un esfuerzo inútil pero no me escuchó. Siempre parecía que no me escuchaba. Sobre todo cuando le iba con algún asunto de trabajo complicado.
–Gutiérrez, no me venga con problemas, soluciónelo, y cuando lo tenga resuelto me viene a ver.
Era evidente que ella no era escribana de raza. Esa chica estudió la profesión porque vio la veta que tenía con su tío. Lo único que parecía importarle eran los trajecitos que se ponía, demasiado cortos para lo que se usa en nuestro ambiente. Y que el color de los zapatos combinara con el de la cartera.
–Yo no puedo creer que tenga que pasar la noche acá....
–Por qué no se tranquiliza y trata de descansar...
–¡Gutiérrez, ¿a usted le parece que yo puedo descansar en estas condiciones?! ¡Tengo el culo frío por las baldosas del piso, las manos apretadas contra su trasero, y usted hablándome todo el tiempo!
Me parece que se le fue un poco la mano. A medida que el tiempo corría me tuvo que dar la razón. El sueño la fue venciendo. Me di cuenta por cómo se movía su espalda sobre la mía cuando respiraba. Acomodó su cabeza sobre mi hombro y la dejó caer para atrás.
–Apóyese tranquila escribana, que yo no tengo nada de sueño –le dije, pero no me oyó porque ya estaba dormida.
Se movía un poco y refregaba el pelo contra mi cuello. Hasta me hacía un poco de cosquillas. Pero no la iba a despertar, cómo le iba a hacer eso. Me acomodé como para que ella calzara mejor. Tenía puesto el perfume que usaba siempre, aunque esa vez parecía mucho más fuerte. Yo estaba acostumbrado a oler la estela que dejaba, pero sentirlo tan cerca me mareaba. Su oficina siempre olía a ella. Me acuerdo de que un día que firmó muchas actas y poderes, antes de guardar el protocolo, me lo llevé hacia la cara y lo olí. Era como si ella estuviera ahí, metida adentro del libro mismo. Nunca antes la había tenido tan cerca como en ese baño. Si giraba mi cabeza hacia su lado, podía apoyar mi nariz sobre su pelo y olerlo. Lo hice. Justamente la estaba oliendo cuando ella se despertó.
–Gutiérrez, ¿nos tiramos de lado así podemos dormir mejor?
–Como usted diga, escribana.
Nos dejamos caer hacia su derecha y fuimos estirando las piernas. Enseguida la escuché respirar profundo otra vez y supe que estaba dormida. Sentí la curva de su cola sobre la mía. Se acurrucó y apoyó su pie descalzo sobre mi pantorrilla. Me saqué los zapatos con esfuerzo, siempre me ajusto mucho los cordones para que no se me deshaga el nudo mientras camino. Yo camino mucho, treinta cuadras por día. Le saqué el zapato que le quedaba puesto y le froté la palma del pie. Pensé que podía tener frío. Sus manos se movieron en el hueco que dejaban las curvas de nuestras cinturas. Le quise dar calma y entrelacé mis dedos con los de ella. Acaricié sus dedos subiendo y bajando los míos tanto como la soga me lo permitía. La escribana tenía la piel suave. Lo comprobé haciendo pequeños círculos con mis yemas. Se ve que ella soñaba con alguien porque en un momento me apretó la mano fuerte, con confianza, como debía hacer con esos hombres que la llamaban todo el tiempo a la escribanía. Mi mano quedó aplastada contra la curva de su cola. La recorrí apenas y comprobé que era tal como la imaginaba. Me hubiera gustado apretarla. Por un momento me imaginé atado a ella, pero frente a frente, sintiendo su respiración sobre mi cara, llevando las manos atadas de los dos hasta sus pechos para tocarlos, sintiéndola donde más la sentía. Me imaginé que la besaba, una y otra vez, bien profundo, como si me quisiera meter dentro de ella. Me imaginé dentro de ella. Y fue tan real como cuando tenía catorce años y me movía entre las sábanas. Real aunque yo estuviera tirado en el piso del baño de la escribanía con las manos atadas. Porque lo que sucedía dentro mío solo era posible si yo estaba dentro de ella. Traté de que ese momento durara, que no se fuera, moviéndome apenas para no molestarla. Pero entonces, cuando sentía un placer que no recordaba haber sentido antes, no pude más y me dejé ir. Creo que fue mi último aliento lo que la despertó, me puse alerta, pero enseguida se durmió otra vez. Yo también me dormí.
Cuando Mirta entró a la mañana siguiente, no podía parar de gritar. La escribana empezó a patear la puerta otra vez, pero Mirta gritaba tanto que no la oía. Entonces grité yo, con una fuerza que no solo sorprendió a la escribana sino a mí mismo. Mirta trajo al portero del edificio y abrieron la puerta. Enseguida nos desataron. La escribana se quejó de sus brazos entumecidos. Creo que yo también los tenía entumecidos. La escribana le pidió a Mirta que llamara a la policía, mientras ella llamaba a alguien por la otra línea. Debe haber llamado a un hombre, le pidió que la viniera a buscar. Yo la espiaba mientras juntaba papeles orinados del piso. Tenía la pollera arrugada, estaba despeinada y el maquillaje se le había corrido. Me la quedé mirando.
–¿Qué mira, Gutiérrez? ¿Por qué no se va a dar una ducha y a descansar un poco?
Me puse colorado. Bajé la vista y me encontré con la bragueta de mi pantalón manchada de una humedad espesa. Agarré la carpeta de la “Sucesión Martín Cabrera” que estaba sobre el escritorio y la puse delante de mí. Miré a la escribana y a Mirta, ninguna me miraba.
–Andá tranquilo, Jorge, que yo me ocupo de todo –dijo Mirta–. Con la noche que pasaste, no sé cómo podés seguir en pie.
La escribana se fue primero. Le avisaron de abajo que la estaban esperando. Agarré mi sobretodo y salí.
El ascensor olía a ella.